EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

Circuncidan al niño, y llámanle Jesús: para que no pensásemos, que la circuncisión era remedio del pecado en el niño; dice el evangelista, que le pusieron por nombre Jesús, y que este nombre vino del cielo; y que había sido pronunciado por el ángel, aun antes que el niño fuese concebido en las entrañas de la madre. Maravillosa junta es la de la circuncisión y del nombre de Jesús, que quiere decir «Salvador»; para asegurarnos, que no tiene pecado el que es Jesús, y Salvador de pecados. La ignominia, que se podía seguir en los ojos de los ignorantes, por ver á Cristo nuestro Señor circuncidado y con divisa de pecador, el nombre de Jesús la borra y deshace con la gloria de su majestad, así como el oprobio y afrenta de la cruz se quitó con el título glorioso, que se puso sobre ella, en que estaba escrito: «Jesús Nazareno, rey de los judíos». Y si bien atendemos, hallaremos, que la divina sabiduría siempre juntó en los misterios de nuestra reparación lo alto con lo bajo, y con lo humano lo divino: porque si Cristo tuvo madre en la tierra, fué madre virgen; y si nació en un portal desabrigado y pobre, fué en Él conocido de los pastores, adorado de los reyes, y alabado de los ángeles, y anunciado y predicado en el mundo; y por la misma causa hoy fué circuncidado y se llama Jesús. Primero se circuncidaban los hebreos, y luego se les ponía el nombre; para que la señal divina precediese á la humana, y estando ya el niño consagrado á la majestad de Dios, comenzase á tener nombre entre los hombres: de manera, que así como ahora en el bautismo damos el nombre, al que está ya reengendrado en Cristo; así se daba en el viejo Testamento á los que por la circuncisión eran ya del pueblo del Señor. Esta costumbre se tomó del patriarca Abrahán, el cual el mismo día que se circuncidó, se mudó el nombre, y de Abram, que significa «Padre excelso», se llamó Abrahán, que quiero decir «Padre de muchas gentes y pueblos».

Más: dice el evangelista san Lucas, que este nombre de Jesús vino del cielo, y que el ángel san Gabriel le declaró, antes que el niño fuese concebido; para darnos á entender, que el Padre Eterno dio este nombre á su benditísimo Hijo, y que Él solo se le podía dar; porque solo sabía su grandeza, su excelencia y majestad, y comprendía su naturaleza, y el oficio y eficacia de Salvador, que le había dado. Los hombres ponemos los nombres, ó por el tiempo, llamando Pedro, al que nació en el día de san Pedro, ó por varias y diferentes causas, por conservar la memoria de nuestros padres y abuelos, ó por algún caso, que sucede; y muchas veces nos engañamos, dando á las cosas nombres, que no los cuadran; porque no conocemos y comprendemos bien la naturaleza y virtud de ellas: lo cual es menester, para que el nombre perfectamente diga y convenga, con lo que significa: y por esto Adán, como quien tan bien sabia las naturalezas y propiedades de las cosas, pudo darles el nombre, que les convenía; y mucho mejor sin comparación lo hace Dios, que conoce todas las cosas, que crió, y llama á cada una de las estrellas por su nombre; y por esto á solo Dios propiamente toca dar el nombre á las cosas; porque Él solo perfectamente las conoce, como á obras de sus manos. Pero si el dar nombre á las criaturas es propio del Criador, ¿cuánto más estará reservado al Padre Eterno el dar nombre á su unigénito Hijo? Porque él solo lo engendra y le conoce, como á su Verbo coeterno y substancial, y resplandor de su gloria y figura de su substancia: y por esto dijo el mismo Verbo eterno encarnado: «Ninguno conoce al hijo, sino el padre». Y si es oficio del padre poner el nombre á su hijo, como lo mostró Zacarías, cuando dijo: Joannes est nomen ejus: Juan es su nombre: no teniendo Jesucristo nuestro Salvador padre en la tierra, sino solo en el cielo, de allá había de venir este divino nombre, y ser publicado por boca de ángel: el cual no puso nombre á Cristo, sino declaró el nombre, que el Padre Eterno en el cielo le había dado. Llámase, pues, el niño, «Jesús,» que quiere decir «Salvador» porque como dijo el ángel á san José, había de salvar á su pueblo de sus pecados.

Muchos se han llamado Jesús y Salvadores; pero ninguno de ellos ha sido Jesús ni Salvador, de tal manera, que este nombre propiamente le arme, ni le hincha la entera significación del Salvador. Jesús se llamó Josué, capitán valeroso de Dios, que allanó con las armas la tierra de Promisión, y la repartió á los hijos de Israel: también se llamó Jesús Sirach, varón sapientísimo, el que escribió el libro del Eclesiástico; y Josedech, gran sacerdote y de santísima vida: pero todos estos tres fueron sombra y figura de nuestro Jesús, el cual como capitán esforzado había de vencer á todos nuestros enemigos, y entregarnos la verdadera tierra de Promisión; y como sapientísimo doctor enseñarnos el camino del cielo; y como divino sacerdote, ofrecerse en sacrificio al Padre Eterno por nuestros pecados. Salvador se llamó José, Gedeón, Sansón y Jepté, y otros se llamaron Salvadores de los pueblos, que defendían ó gobernaban; pero ¿qué tiene que ver aquella salud, que ellos daban, con la que de nuestro Jesús y verdadero Salvador habernos recibido? Aquellos salvaron su pueblo de la opresión y cautiverio de los enemigos, y defendieron la tierra, las viñas, los campos, las casas y las haciendas de los que las venían á quemar y destruir, y con la muerte de sus contrarios dieron vida y descanso temporal á sus naturales y vecinos: pero nuestro buen Jesús es Salvador de pecados, y de todos los hombres, que ha habido, hay y habrá en todo el mundo; y Salvador, que salva, no derramando sangre ajena, sino la propia suya, para dar salud á las almas de los redimidos.

Ninguno puede bien entender la excelencia de este dulcísimo nombre de Jesús, y lo que quiere decir Salvador de pecados, sino el que con la debida ponderación penetrare el estrago, que un pecado mortal hace en el alma del que le comete. No hay calamidad ni miseria en esta vida tan para temer, como el pecado; no pobreza y desnudez; no hambre y sed; no deshonra ni afrenta; no guerra y pestilencia; no tormentos y muertos: ninguna cosa, de cuantas cosas pueden venir sobre un hombre desventurado y miserable, tiene que ver con la ruina y asolamiento, que hace un solo pecado mortal. El mismo infierno con sus eternas llamas, y perpetuo crujir de dientes, y compañía de aquellos monstruos fieros y horribles, no nos debería causar tanto espanto, como el pecado, que es como una espada de dos filos, que divide nuestra alma de Dios, que es alma de nuestra alma y vida de nuestra vida; y desamparada de Dios, queda pobre, desnuda, fea, desarmada de toda virtud, y como una viña vendimiada, ó casa tan robada de ladrones, que no queda en ella estaca en pared, flaca y rendida á sus apetitos, esclava de Satanás y obligada á pena eterna, y de tal suerte caída y postrada, que por sí sola no se puede levantar, ni jamás se levanta, si Dios no le da la mano, y la levanta por las entrañas de su misericordia: porque así como el que se echa por su voluntad en el pozo, no puede salir de él por su voluntad, sino que tiene necesidad de quien le dé la mano y le saque: así el hombre puede caer por su libre albedrío en el abismo del pecado; mas no puede levantarse y salir de él sin la gracia del Señor, que se le comunica por los merecimientos de Jesús, como de benignísimo Salvador, sin cuya sangre no se curan las llagas de la culpa, ni el tiempo, que cura las pérdidas temporales, las puede curar; porque son llagas y pérdidas eternas, sobre las cuales no tiene fuerza, ni autoridad el tiempo. Y con venir por el pecado sobre la cabeza del pecador un diluvio de desventuras, y calamidades tan lastimeras y horribles, la mayor y más para llorar es ofender aquella infinita, y soberana majestad, aquel sumo Ser, que es principio y fuente de todo ser, y aquella bondad inmensa, que es raíz de toda bondad: el volver las espaldas al que con tres dedos sustenta toda esta maravillosa, y hermosísima máquina del universo; y el rostro á las criaturas viles: y poniendo en una balanza al Señor de todo lo criado, y en otra un sucio y breve deleite, ó un interés despreciable, ó un puntillo de honra vana, abrázase con él, y menosprecia á Dios, sin hacer caso de sus mandamientos, y de aquella soberana voluntad, que todas las criaturas miran con reverencia, y obediencia: la cual injuria están grande, que no hay caudal en la naturaleza humana, ni en la angélica, para satisfacer dignamente por ella; y fué necesario, que el mismo Dios se hiciese hombre, y se llamase Jesús, para pagarla con poder de Dios, y con pena y dolor de hombre. Ninguna cosa hay en el cielo, ni en la tierra, ni en los infiernos, que así nos declare la gravedad y malicia del pecado, y el aborrecimiento, que Dios tiene al pecador, ni que así nos manifieste, lo que significa este nombre sacratísimo de Jesús, como ver morir á Dios en un madero por matar al pecado, y que este Salvador, para serlo, comenzó á derramar su sangre el mismo día, que le dieron el nombre de Salvador.

Diéronle el nombre; porque le dieron el oficio: y llamóse Salvador; porque su oficio fué de Salvador, y Salvador de pecados: los cuales, aunque sean innumerables, abominables y gravísimos, se lavan, y limpian en las fuentes de este Salvador. Desde el principio hasta el fin del mundo, desde Adán hasta el postrero de los vivientes, no ha habido, ni habrá hombre, á quien se hayan perdonado pecados, que no deba la gracia de su justificación y santificación á Jesús y á este benignísimo Salvador, como á fuente de la gracia y de todos los dones de Dios; de manera, que así como toda la frescura y hermosura de todo el árbol, del tronco, de las ramas, de las hojas, de las flores, de los frutos, procede de la virtud de la raíz, que está debajo de la tierra, y por sus ocultas venas se comunica y extiende hasta las más remotas y pequeñas partes del árbol; así toda la lindez de la gracia y gloria, que hay en este grande, é inmenso árbol de la Iglesia militante y triunfante, nace de la raíz viva, y fecundísima de Cristo nuestro Redentor. La fé que tuvieron los profetas, la esperanza de los patriarcas, la caridad de los apóstoles, la fortaleza de los mártires, la humildad y devoción de los confesores, la pureza de las vírgenes, el adorno y atavío de virtudes, con que resplandecieron todos los santos en esta vida, y la corona y gloria, que ahora poseen en la otra bienaventurada y perdurable, todos son frutos de esta raíz, y efectos de este dulcísimo nombre de Jesús, que los salvó. Y puesto caso que la raíz parezca seca y fea, y sepultada debajo de la tierra, por los dolores, baldones y afrentas, que padeció, como está regada con su sangre, da frutos de vida hermosísimos: porque aunque el niño derrame sangre, y sea circuncidado, y parezca feo con la imagen de pecador; en hecho de verdad es Jesús y Salvador de pecados, y causa y fuente original de toda la santidad de los hombres y de los ángeles, en la tierra y en el cielo: y así como es autor y obrador de las virtudes, y merecimientos de todos los santos, así también es el premio y corona de todos ellos. Toda el agua de los nos mana de las fuentes; toda la luz del sol: todos los senos y brazos de mar son partes y como miembros del mar Océano; y todas las gracias en sus principios, medios y fines, se reducen á Jesús.

Él es, el que lava las inmundicias de nuestros pecados; el que cura nuestras llagas; rompe nuestras cadenas; mitiga el furor de nuestras malas inclinaciones; líbranos del yugo pesado de nuestros malos deseos y de la tiranía y servidumbre de Satanás; restituyenos la verdadera libertad; hermosea nuestra alma, y hácela hija, esposa y templo de Dios; quieta la conciencia; aviva los sentidos interiores; alumbra nuestro entendimiento; despierta y enciende nuestra voluntad; esfuerza nuestra flaqueza; danos victoria de todos nuestros enemigos, y hácenos triunfar del pecado, de la muerte, del demonio y del infierno; porque es Salvador, y Salvador de pecados: y todo esto se comprende en este nombre santísimo de Jesús.

Ninguno, pues, diga, que es áspero y fragoso el camino de la virtud, llevando por guía y compañero á Jesús. Nadie se queje de la pobreza, del trabajo, de la dificultad; que Jesús es nuestra riqueza y nuestro descanso, y él le dará alas para volar, porque es nuestro Salvador. Nadie desespere de ser casto, de ser humilde, de ser paciente, de salir vencedor en esta lucha y dura batalla: pues Jesús es nuestro capitán, y nos manda lo que habernos de hacer, y nos da fuerzas y espíritu, para hacer lo que nos manda; porque es Salvador, y Salvador de pecados, y por serlo, le llaman Jesús: y esta es la primera excelencia de este dulcísimo y amabilísimo nombre de Jesús, que es ser remedio de todos nuestros males, medicina de nuestras enfermedades, alivio de nuestras penas, consuelo de nuestras aflicciones, esfuerzo de nuestros temores, áncora firme y puerto seguro de esta peligrosa navegación.

Otra es, ser el propio y más significativo nombre, de todos los que se dan á Cristo en las divinas Letras; porque dejando á parte los nombres metafóricos, que solo dan, como «León, Oveja, Cordero, Pastor, Camino, Puerta, Luz» y otros semejantes, y hablando de los que como propios se le atribuyen; en comparación de este, todos se pueden tener por apelativos, y como sobrenombres, y el más propio de todos es Jesús, el cual comprende casi todos los demás; porque todos los otros nombres de Cristo, ó significan á Dios en sí; como entre los hebreos, «Jehovah, Saddaí, Él», y el que el mismo Señor dijo á Moisés: «Qui est, misil me ad vos»: El que es, me envió á vosotros: ó significan á Dios con algún respecto á las criaturas, como «Dios, Juez, Criador, Gobernador, Proveedor»; ó denotan algún efecto de la divina gracia, que obró este Señor: como «Emanuel, Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre del siglo advenidero, Príncipe de la paz»; y aquellos otros: «Date priesa: Quita los despojos: Apresúrale en robar»: que son todos nombres, que da Isaías á Cristo nuestro Redentor; y el que le da Jeremías, llamándole «Nuestro Justo»: Zacarías, «Nuestro Oriente»; y Malaquías, «Ángel del Testamento», y otros, si hay, como estos; todos se comprenden en el nombre de Jesús, como todos los sabores en el maná, y en la confección de la triaca la virtud de muchos simples, de los cuales ella se compone: y todos los otros nombres significan el principio, ó el medio, ó el fin de nuestra salud: más el nombre de Jesús significa á Dios hombre, á Dios como la misma salud, y al hombre como á vaso, en que aquella salud nos viene del cielo. Por los nombres, que significan á Dios en sí, apenas le conocemos; por los segundos, que tienen respecto á las criaturas, algo más; por los terceros, que nos declaran los efectos, que obran en nuestras almas con su gracia, mucho más.

Pero ninguno nos roba más el corazón, ni nos inflama tanto en su amor, cuanto este nombre de Jesús; porque este más que todos nos declara, que es Salvador, y Salvador de pecados, que para salvarnos de ellos dio su sangre y murió en una cruz: y así cuando pronunciamos el dulcísimo nombre de Jesús, no le habemos de pronunciar como un nombre desnudo, sino vestido y adornado con todos sus atavíos, y que nos representa, no solamente la salud, que nos dio nuestro Salvador, sino también la manera con que nos la dio; porque sin duda el amor con que nos salvó, es más admirable y más amable para nosotros, que la misma redención: pues no solamente nos dio salud, lo cual pudiera hacer sin que nada le costara; pero diónosla, tomando sobre sí nuestras enfermedades, sanando nuestras llagas con las suyas, y con sus penas pagando nuestras culpas, y librándonos de la muerte eterna con la suya: y por esto cuando decimos «Jesús», decimos un Salvador, que por nosotros fué reclinado en un pesebre y circuncidado, y lloró, y se cansó, y tuvo hambre y sed; y finalmente fué escupido, abofeteado, escarnecido, azotado, espinado, aheleado, enclavado y atravesado con una lanza por nuestros pecados en la cruz.

Triunfo del Santo Nombre de Jesús en el techo de la nave de la Iglesia del Gesù en Roma


Todo esto nos representa este nombre de Jesús, que es nombre de tanto amor para los hombres, y de tanta reverencia para los ángeles, y de tanto terror y espanto para los demonios: es nombre sobre todos los otros nombres, al cual se humillan las potestades del cielo, y se arrodillan las de la tierra, y tiemblan las del infierno: es nombre dado del Padre Eterno á su benditísimo Hijo, pronunciado del ángel, declarado de los profetas, derramado por el mundo, abrazado y creído de todos los fieles, en cuya virtud se salvan, todos los que se salvan. Este nombre esforzó á todos los mártires, y les hizo con gozo derramar su sangre por amor de este Salvador, que había dado la suya por ellos: por este nombre fué apedreado Esteban, crucificado Pedro, descabezado Pablo, desollado Bartolomé, asado Lorenzo; y todos los otros apóstoles y mártires, azotados, afrentados y muertos. Este nombre tuvo tan estampado el apóstol en su alma, que en todas sus epístolas le repite, y predica innumerables veces; y su lengua, apartada ya la cabeza del cuerpo, tres veces le pronunció, y en lugar de sangre salió leche de sus cervices cortadas: este nombre tuvo tan impreso san Ignacio en su corazón, que partiéndole, como dicen santo Tomás y san Antonino, se halló en él el nombre de Jesús escrito con letras de oro. En virtud de este nombre muchísimos santos hicieron muchos y grandísimos milagros, y san Bernardino enseñó, que debe ser reverenciado con la misma reverencia y latría, que adoramos al mismo Salvador, nó por las letras con que se escribe, ni por la voz y sonido con que se pronuncia; sino por la persona divina, que este nombre nos representa. ¡O nombre glorioso, nombre dulce, nombre suave! ¡Quién le trajese siempre escrito con letras de oro en medio del corazón! Nombre de inestimable virtud y reverencia, que vence los demonios, alumbra los ciegos, resucita los muertos, y á un hombre flaco, caído y miserable, le hace hijo y particionero de Dios.

Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc

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