SAN LORENZO, DIACONO Y MÁRTIR

GLORIA DE SAN LORENZO

“La Iglesia Romana, dice San Agustín, nos invita a celebrar este día, como triunfal, en que San Lorenzo venció al mundo atónito. Roma da testimonio de cuán gloriosa e inmensa multitud de virtudes (tan variada como las flores), matiza la corona de San Lorenzo. Era diácono de aquella Iglesia. En ella distribuía la preciosa sangre de Cristo y en ella derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. Amó a Cristo en vida y le imitó en su muerte.”

El Santo Doctor ha resumido en pocas palabras lo más principal de la vida de San Lorenzo. Asistió él mismo en Roma muchas veces al aniversario del Santo Mártir, celebrado siempre con esplendor. Tenía San Lorenzo, como los Apóstoles, el privilegio de una vigilia, en recuerdo de la noche en que fué martirizado.

En la Baja Edad Media, se celebraba el 10 de Agosto una misa en su tumba y otra, más solemne, en la basílica de San Lorenzo extramuros construida por Constantino. Figuraba antiguamente en esta basílica una inscripción, que puede considerarse como el más antiguo testimonio histórico de San Lorenzo.

“Látigos, garfios, llamas, tormentos, cadenas, Sólo la fe de Lorenzo pudo vencerlas. Dámaso suplicante colma estos altares de presentes Admirando los méritos del glorioso mártir.”

A pesar de su brevedad esta inscripción es interesante por ser muy antigua: fué redactada por San Dámaso poco más o menos un siglo después de la muerte de San Lorenzo. La leyenda se apoderó pronto de esta muerte extraordinaria; San Ambrosio cita ya ciertos episodios. En cuanto a San Agustín cuenta a sus fieles, siempre con ciertas precauciones oratorias, las circunstancias de la vida o de la muerte del Santo Mártir.

EL DIÁCONO

En tiempo de Sixto II (+ 258) era San Lorenzo uno de los siete diáconos romanos. En Roma estaba limitado el número de diáconos a siete, uno para cada región eclesiástica. Además del ministerio del altar y de la asistencia al Papa en las funciones litúrgicas, los diáconos romanos administraban los bienes temporales de la Iglesia romana; cargo este que hacía de ellos personajes importantes y sucedió con frecuencia que el Papa fué elegido entre los diáconos más bien que entre los presbíteros.

EL MÁRTIR

Al pertenecer San Lorenzo a la Jerarquía de la Iglesia caía de lleno en el edicto que Valeriano dió en 258. Ordenaba éste que todo obispo, presbítero o diácono fueran decapitados, tan pronto como fuera comprobada su identidad: A San Sixto le alcanzó también la persecución. Fué detenido y decapitado en el Cementerio de Calixto durante una ceremonia litúrgica. Por el mismo tiempo fueron también decapitados seis diáconos.

Sólo quedaba San Lorenzo; mas pronto daría a Cristo el testimonio de su sangre. No faltaban a los perseguidores motivos interesados: San Lorenzo quedaba como único depositario de los bienes de la Iglesia romana. Según San Ambrosio fué requerido San Lorenzo para entregar los tesoros de la Iglesia. Tres días le bastaron al santo diácono para presentar al juez, en vez de oro y plata, los pobres socorridos por su caridad. Y San Agustín concluye: “Las grandes riquezas de los cristianos son las necesidades de los indigentes.”

Este episodio quizás explique por qué San Lorenzo fué martirizado tres días después de San Sixto. En efecto, en la noche del 9 al 10 de Agosto fué entregado a los verdugos. Con “gran ardor y firmeza” (Sacram. León. Mense. Aug.) sufrió San Lorenzo el terrible suplicio del fuego. Es verdad “que el refinamiento de la crueldad que tendía a consumir al paciente a fuego lento sobre parrillas, era contrario a la tradición romana”. Mas cuando el ansia de riquezas domina a un juez no se respeta tradición alguna, y no se puede, invocando un principio general, negar un hecho particular muy explicable dadas las circunstancias referidas más arriba. El suplicio del fuego fué por otra parte usado en Lyon en 177.

Tenemos, finalmente, por lo que se refiere a San Lorenzo, el testimonio antes traducido de San Dámaso. Se ha pretendido quitar importancia a este epigrama al ver en él “la enumeración de las torturas clásicas”. Una inscripción de San Lorenzo in Damaso que se quiere rechazar “por que es imposible fijar la fecha”, debe ser, con todo eso, muy antigua y con mucha probabilidad del mismo San Dámaso. Por su fe, declara ese texto, Lorenzo superó los tormentos de las llamas en medio de las cuales pasa el camino que conduce al cielo.

San Agustín atribuye la victoria de San Lorenzo a su eminente caridad: “Sobre la parrilla fueron quemados todos sus miembros, fué atormentado por atroces dolores producidos por las llamas, mas venció con la fuerza de su caridad todos los dolores corporales.” El Santo Doctor nos deja entrever en otro lugar en términos conmovedores los últimos instantes del mártir: “Extínguese la vida temporal que reemplaza la eterna. ¡Cuán grande es la dignidad y cuánta la seguridad de partir alegre de este mundo, de partir para la gloria en medio de los tormentos y torturas; de cerrar un instante los ojos con los que veía a los hombres y al mundo y de volverlos a abrir para ver a Dios…!” 

PLEGARIA A SAN LORENZO

“Tres veces dichoso el Romano al honrarte en el lugar donde reposan tus cenizas. Se postra en tu santuario y oprimiendo la tierra con su pecho, la riega con sus lágrimas y expresa sus deseos. Separado de Roma por los Pirineos y los Alpes, casi no puedo adivinar el número de sus tesoros ni la riqueza de su suelo en sepulturas sagradas. Privado de esos bienes y no pudiendo ver de cerca las huellas ensangrentadas, contemplo de lejos el cielo. Allá, oh San Lorenzo, voy a ir a buscar el recuerdo de tus sufrimientos; porque tu tienes dos palacios por morada: el de cuerpo en la tierra y el del alma en el cielo. El cielo, ciudad inefable que te hace miembro de su pueblo, que coloca en tu frente la corona cívica en la filas de su eterno senado. ¡A juzgar por el brillo de tus piedras preciosas se diría que la Roma celestial te elige por cónsul perpetuo! Tus funciones, tu crédito y tu poder se ponen de manifiesto en los entusiasmos de los ciudadanos romanos, atendidos en las peticiones que te han presentado. Quien pide es escuchado; todos ruegan con libertad, expresan sus necesidades; ninguno sale triste.
“Socorre a tus hijos de la ciudad reina, tengan por apoyo inquebrantable; apoyo tu amor paternal; encuentren en ti la ternura y la leche del seno materno. Pero entre ellos, oh tú, honor de Cristo, escucha también al humilde suplicante que reconoce su miseria y confiesa sus faltas. Soy indigno, lo confieso, soy indigno de que Cristo me oiga; pero protegido por los mártires puede uno obtener remedio para sus males. Atiende a este tu devoto: por tu bondad, desata mis cadenas, líbrame de la carne y del siglo”.

Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer

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