La Iglesia española envía hoy a uno de sus obispos ante la cuna del divino Niño con el encargo de honrar su nacimiento. A primera vista parece que las alabanzas que oímos de boca de Ildefonso no tienen más objeto que honrar a María; pero ¿se puede honrar a la Madre sin proclamar la gloria del Hijo, en cuyo alumbramiento radican todas las grandezas de aquella? En medio de ese coro de ilustres Pontífices que honraron el episcopado español en el siglo VII y VIII, aparece en primer lugar Ildefonso, el Doctor de la Virginidad de Maria, como Atanasio lo fué de la Divinidad del Verbo, Basilio de la Divinidad del Espíritu Santo, y Agustín de la Gracia. El arzobispo de Toledo expuso su enseñanza con profunda doctrina y gran elocuencia, probando al mismo tiempo, contra los judíos, que María concibió sin perder su virginidad; contra los adeptos de Joviniano, que permaneció Virgen en el parto, y contra los secuaces de Helvidios que fué Virgen después del parto. Antes que él habían tratado otros Doctores estas cuestiones separadamente; Ildefonso reunió en un haz luminoso todas esas luces, y mereció que una Virgen Mártir saliese de su sepultura para felicitarle por haber defendido el honor de la Reina de los cielos. Finalmente, la misma María, le vistió con sus manos virginales una maravillosa casulla que anunciaba el resplandor del vestido luminoso con que brilla Ildefonso eternamente, al pie del trono de la Madre de Dios.
Vida
San Ildefonso nació en Toledo. Fué discípulo de San Isidoro durante doce años en Sevilla, y luego Arcediano de Toledo. Poco después hizo profesión y fué elegido Abad del monasterio benedictino Agállense. Electo arzobispo de Toledo fué muy útil a su pueblo, por su doctrina, ejemplos y milagros. Refutó a los herejes que negaban la perpetua virginidad de María, la cual se le apareció para premiar su celo. Murió en 667 y su cuerpo descansa actualmente en Zamora.
Gloria a ti, oh santo Pontífice, que te elevas con tanto honor en esta tierra de España tan fecunda en valientes caballeros de María: Véte a ocupar un puesto junto a la cuna, donde esa Madre incomparable vela amorosamente al lado de su Hijo, el cual, siendo al mismo tiempo su Dios y su Hijo, consagró su virginidad en vez de lastimarla. Encomiéndanos a su ternura; recuérdala que es también Madre nuestra. Ruégala que atienda los himnos que entonamos en su honor, y que haga aceptar al Emmanuel el homenaje de nuestros corazones. Con el fin de ser bien acogidos por ella, nos atrevemos, oh Doctor, de la Virginidad de María, a tomar tus palabras y decirlas contigo: “A ti acudo ahora, Virgen única, Madre de Dios; a tus pies me prosterno, cooperadora única de la Encarnación de mi Dios; ante ti me humillo, Madre única de mi Señor. Suplicóte, sierva sin par de tu Hijo, que obtengas el perdón de mis pecados y ordenes que sea purificado de la maldad de mis obras. Haz que ame la gloria de tu virginidad; revélame la dulzura de tu Hijo; dame la gracia de hablar con toda sinceridad de la fe de tu Hijo, y de saber defenderla. Concédeme la gracia de unirme a Dios y a ti, de serviros a ambos: a Él como a mi Creador; a ti, como a la Madre de mi Creador; a Él como al Señor de los ejércitos; a ti como a la sierva del Señor de todo lo creado; a Él como a Dios, a ti, como a la Madre de Dios; a Él como a mi Redentor, a ti, como al instrumento de mi redención. Si Él fué precio de mi rescate, su carne fue formada de tu carne; de tu sustancia tomó el cuerpo mortal con el cual borró mis pecados; de ti se dignó tomar mi naturaleza, a la que elevó por encima de los Ángeles hasta la gloria del trono de su Padre.
Debo ser por tanto tu esclavo, pues tu Hijo es mi Señor. Tú eres mi Señora porque eres la sierva de mi Señor. Soy el esclavo de la esclava de mi Señor, porque tú, que eres mi Señora, eres Madre de mi Señor. Te suplico, oh Virgen santa, hagas que posea a Jesús, por la virtud de Aquel mismo Espíritu, por medio del cual concebiste tú a Jesús; que conozca a Jesús, por el mismo Espíritu que a ti te hizo conocer y concebir a Jesús; que hable yo de Jesús, por el mismo Espíritu por el cual tú te declaraste sierva del Señor; que ame a Jesús, por el mismo Espíritu por medio del cual tú le adoras como a tu Señor y le amas como a Hijo tuyo; que obedezca finalmente, a Jesús con la misma sinceridad con que Él, siendo Dios, te obedeció a ti y a José.”