El ilustrísimo mártir san Vicente nació en la ciudad de Huesca, y criose en la de Zaragoza del reino de Aragón. Su padre se llamó Enriquio, y su madre Enola. Desde niño se inclinó á las obras de piedad, y virtud, se dio á las letras, y finalmente fué ordenado de diácono por san Valerio, obispo de Zaragoza, el cual, por ser ya viejo, é impedido de la lengua, encomendó a san Vicente el oficio de predicar. Eran emperadores en este tiempo Diocleciano y Maximiano, tan crueles tiranos, y fieros enemigos de Jesucristo, que nunca se vieron hartos de sangre de cristianos, pensando por este camino tener gratos á sus falsos dioses, y establecer con el favor de ellos mas su imperio. Enviaron los emperadores á España por presidente, y ministro de su impiedad á Daciano, tan ciego en la superstición de los dioses, y tan bravo, y furioso en la fiereza, como ellos.
Llegó esto monstruo á Zaragoza: hizo grande estrago en la Iglesia de Dios: atormentó, y mató á muchos cristianos: prendió á otros, y entre ellos á san Valerio, obispo, y á san Vicente, diácono suyo, que eran los dos, que más lo podían resistir, y en quienes todos los otros cristianos tenían puestos los ojos, y cuyo ejemplo, y gran fortaleza más los podía esforzar. Pero queriendo el presidente tratar más de espacio la causa de estos dos santos, los mandó llevar á la ciudad de Valencia á pié, y cargados de hierro; y ellos fueron con mucha pobreza, y mal tratamiento de los ministros, que por esta crueldad pensaban ganar la gracia de su amo. Llegados á Valencia, los echaron en una cárcel obscura, hedionda, y pesada, donde estuvieron muchos días apretados de hambre, y de sed, de cadenas, y prisiones; pero muy regalados del Señor, porque padecían por su amor. Pensaba el presidente, que con el tiempo, y mal tratamiento ablandaría aquellos corazones esforzados; mas sucedió tan al contrario, que cuanto más los afligía, tanto más se alentaban, y con el fuego de la tribulación resplandecía mas el oro de su caridad, y sus mismos cuerpos de carne, y flacos, cobraban fuerzas con las penas. Mandóles Daciano traer delante de sí: y como los vio sanos, robustos, y alegres, pensando, que con la hambre, sed, y los trabajos de la dura cárcel, estarían marchitos, desmayados, y consumidos, enojóse sobre manera contra el carcelero, creyendo, que los había regalado, y díjole: ¿Esto es, lo que te he mandado? ¿Así han de salir de la cárcel fuertes, y lucidos los enemigos de nuestro imperio? Y volviéndose á los santos mártires, dijo: ¿Qué me dices, Valerio? ¿Quieres obedecer á los emperadores, y adorar á los dioses, que ellos adoran? Y como el santo viejo respondiese mansamente, y quedo, y por el impedimento de su lengua no se entendiese bien su respuesta; tomó la mano san Vicente, y con grande espíritu, y fervor dijo á Valerio: ¿Qué es esto, padre mió? ¿Porque hablas entre dientes, como si tuvieses temor de este perro? Levanta la voz, para que todos te oigan, y la cabeza de esta serpiente infernal quede quebrantada: y si por tu mucha edad, y flaqueza no puedes; dame licencia, que yo le responderé. Y habida la licencia, dijo á Daciano: Estos tus dioses, Daciano, sean para tí: ofréceles tú incienso, y sacrificio de animales; y adórales como a defensores de vuestro imperio: que nosotros los cristianos sabemos, que son obras, de los que las fabricaron, y que no sienten, ni se pueden mover, ni oír, á quien los invoca. Nosotros reconocemos aquel sumo artífice, que crió el cielo, y la tierra por sola su voluntad, y con su singular providencia rige, y gobierna esta máquina del mundo. A este solo Señor tenemos por Dios: á él adoramos: á él reverenciamos, y á su benditísimo hijo Jesucristo, que vestido de nuestra carne humana murió por nosotros en la cruz; y para pagarle, de la manera, que podemos, aquel infinito amor con nuestro amor, y aquella muerte con nuestra muerte, deseamos padecer muchos tormentos, y derramar la sangre, y dar la vida por su santísima fé.
Con estas palabras cobraron grandes esfuerzos los cristianos, que estaban presentes, y el presidente grande indignación. Mandó, que el santo obispo fuese desterrado, y san Vicente cruelmente atormentado. Desnúdanle los sayones: cuélganle de un alto madero: estíranle con cuerdas de los pies; y descoyuntan sus sagrados miembros: y en el mismo tormento le hablaba Daciano, y le decía: ¿No ves, cuitado, cómo está despedazado tu cuerpo? Al cual el valeroso mártir, con rostro alegre, y risueño respondió: Esto es, lo que siempre deseé: créeme, Daciano, que ningún hombre me podía hacer mayor beneficio, que el que tú me haces, aunque sin voluntad de hacerle. Mayor tormento padeces tú, viendo, que tus tormentos no me pueden vencer, que el que yo padezco. Por tanto yo te ruego, que no te amanses, ni aflojes un punto el arco, que contra mí tienes flechado: porque cuanto más crueles fueren tus saetas, tanto más gloriosa será mi corona, y yo cumpliré mejor con el deseo, que tengo de morir por aquel Señor, que por mí murió en la cruz. Salió de sí con estas palabras el fiero tirano, y con los ojos turbados, echando espumajos por la boca, y dando bramidos como un león, arrebató los azotes sangrientos de mano de los verdugos, y comenzó á dar con ellos, no al santo mártir, sino á los mismos verdugos, llamándolos flojos, mujeres, y gallinas. Entonces Vicente miró á Daciano blandamente, y díjole: Mucho te debo, Daciano; pues haces oficio de amigo, y me defiendes: hieres, á los que me hieren: azotas, á los que me azotan; y maltratas, á los que me maltratan. Todo esto era echar aceite en el fuego, y encender mas el ánimo del tirano, viendo hacer burla de sus tormentos. Padecía la carne del santo levita, y hablaba su espíritu; y con lo que el espíritu hablaba, la impiedad del tirano quedaba convencida, y el mártir cobraba fuerzas. Mandó Daciano á aquellos sayones, que continuasen sus tormentos, y con garfios, y uñas de hierro rasgasen el santo cuerpo, y ellos lo hicieron con extraño furor; mas el santo, como si no fuera de carne, ni sintiera sus dolores, así hacia escarnio de aquellos crueles atormentadores, y les decía: ¡Que flacos sois! ¡Qué pocas fuerzas tenéis! Por más valientes os tenia. Estaban los verdugos cansados de atormentar al santo; y él no lo estaba de ser atormentado. Ellos habían perdido el aliento, y no podían pasar adelante en su trabajo; y nuestro Vicente estaba muy alentado, y gozoso, y cobraba nuevas fuerzas de sus penas; para que, como dice san Agustín, consideremos en esta pasión la paciencia del hombre, y la fortaleza de Dios. Si miramos la paciencia del hombre, parece increíble; si miramos el poder de Dios, no tenemos de que maravillarnos. Vistióse Dios de la flaqueza del hombre, y por eso sudó sangre, cuando oró en el huerto por la terribilidad de los tormentos, que se le representaban; y vistió el hombre de la virtud de su deidad, para que pase los suyos con fortaleza, y alegría, y el hombre quede obligado á hacer gracias al Señor por lo que tomó de su flaqueza, y le comunicó de su virtud. Así lo vemos en san Vicente, á quien Dios armó de tan divina fortaleza, y constancia, que los tormentos le parecían regalos, las espinas flores, el fuego refrigerio, la muerte vida; y parece, que á porfía peleaban la rabia, y furor de Daciano, y el ánimo, y fervor del santo mártir: el uno en darle penas; y el otro en sufrirlas: pero antes se cansó Daciano en atormentarle, que Vicente en reírse de sus tormentos. Pusiéronle en una cruz: extendiéronle en una como cama de hierro ardiendo: abrasáronle los costados con planchas encendidas: corrían los ríos de sangre, que salían de sus entrañas con tanta abundancia, que apagaban el fuego: la carne estaba consumida; y solos los huesos quedaban ya denegridos, y requemados. Mandaba el prefecto echar gruesos granos de sal en el fuego, para que saltando le hiriesen: y el valeroso soldado de Cristo, como si estuviera en una cama de rosas, y flores, así hacía burla, de los que le atormentaban, y más de Daciano: el cual viéndose vencido del santo mozo, mandó, que de nuevo le echasen en una cárcel muy obscura, y que la sembrasen de agudos pedazos de tejas, y lo arrastrasen sobre ellas, para que no quedase parte de su cuerpo sin nuevo, y agudo dolor; aunque, como dice san Isidoro, no buscó Daciano el secreto, y obscuridad de la cárcel, tanto por atormentar con ella á san Vicente, cuanto por encubrir su tormento, y la pena, que tenia de verse vencido de él. Estaba el valeroso levita sobre aquella cama dura, y dolorosa, con el cuerpo muerto, y con el espíritu vivo, aparejándose para nuevos martirios, y nuevas penas, cuando el Señor, mirando á su soldado desde el ciclo, tuvo por bien de darle nuevo favor, y mostrar, que nunca desampara, á los que confían en el. Habíale regalado con la constancia, y alegría en los tormentos, y con el fervoroso deseo de sufrir más, y con la victoria tan gloriosa de sus penas: ahora quiso hacerle otro regalo mayor, librándole de ellas con espanto de sus mismos enemigos.
Descubrióse en aquella cárcel sucia, y tenebrosa una luz venida del cielo: sintióse una fragancia suavísima: bajaron ángeles á visitar al santo mártir, el cual en un mismo tiempo vio la luz, sintió el olor, y oyó los ángeles, que con celestial armonía le recreaban. Turbáronse las guardas, creyendo, que san Vicente se había huido de la cárcel; mas el santo, viéndolos así turbados: les dijo: No he huido, nó: aquí estoy: aquí estaré, entrad, hermanos, y gustad parte del consuelo, que Dios me ha enviado; que por aquí conoceréis, cuan grande es el rey, á quien yo sirvo, y por quien yo tanto padezco; y después de haberos enterado de esta verdad, decidlo á Daciano de mi parle, que apareje nuevos tormentos: porque yo ya estoy sano, y aparejado á sufrir otros mayores. Fueron los soldados á Daciano: dijéronle lo que pasaba, y quedó como muerto, y fuera de sí; y entre tanto que pensaba, lo que había de hacer, estaban los ángeles dando suavísima música al santo mártir, y haciéndole dulcísima compañía, y, como dice Prudencio, hablando de esta manera: Ea, mártir invicto, no temas; que ya los tormentos te temen á tí, y para contigo han perdido toda su fuerza. Nuestro Señor Jesucristo, que ha visto tus batallas gloriosas, te quiere ya, como á vencedor coronar: deja ya el despojo de esta flaca carne; y vente con nosotros á gozar de la gloria del paraíso.
Pasada aquella noche, mandó Daciano, que trajesen al santo mártir á su presencia: y viendo, que la crueldad y fuerza, que había usado contra él, le había salido vana; quiso con astucia y blandura tentar aquel pecho invencible, que á tantos tormentos había resistido, y comenzóle á regalar con dulces palabras, y á decirle: Muy largos, y muy atroces han sido tus tormentos: razón será, que descanses en una cama blanda y olorosa, y que busquemos medios, con que cobres la salud. No era este celo, ni caridad, ni arrepentimiento del tirano, sino una sed insaciable de sangre del mártir: queríale sanar, para atormentarle de nuevo; y darle fuerzas, para que pudiese mas sufrir. Estas son las artes, como dice san Agustín, que el mundo usa contra los soldados de Cristo: halaga para engañar: espanta para derribar: pero con dos cosas se vence el mundo; con no dejarnos llevar de nuestro apetito y propia voluntad, y con no dejarnos espantar de la crueldad ajena. Mas el glorioso mártir de Cristo, Vicente, en viéndose tendido en aquella cama blanda y regalada, aborreciendo mas las delicias, que las penas, y el regalo, que el tormento, dio su espíritu: el cual, acompañado de los espíritus celestiales, subió al cielo, y fué presentado delante del acatamiento del Señor, por quien tanto había padecido. Embravecióse sobre manera Daciano: y dejando aquella máscara de vulpeja, que había tomado, volvióse luego á la suya propia de león, y propuso vengarse del cuerpo del santo muerto; pues que no había podido vencerle vivo. Mandó echar el sagrado cuerpo á los perros y á las fieras, para que fuese despedazado y comido de ellas, y los cristianos no le pudiesen honrar. Pero ¿qué puede toda la potencia y maldad de los hombres malvados, contra los siervos de aquel Señor, que con tanta gloria suya los defiende en la vida, y en la muerte; y después de la muerte los hace triunfar, quedando sus enemigos vencidos, y confusos? Estaban los miembros de nuestro vencedor, desnudos y arrojados en el suelo, junto á un camino, y allí cerca de un monte, para que las aves del cielo, y las bestias fieras se cebasen en él: pero en viendo alguna ave de rapiña sobre el santo cuerpo, luego salía del monte un cuervo grande, y graznando y batiendo sus alas, embestía con la ave atrevida, y con el pico, uñas y alas, le daba tanta picada, que la ahuyentaba, y se retiraba, y se ponía como guarda á vista del santo cuerpo. Vino un lobo, para encarnizarse en él; mas el cuervo le asaltó y se le puso sobre su cabeza, y le dio tantas picadas y tantos alazos en los ojos, que le hizo volver más que de paso á la cueva, de donde había salido. ¡O bondad inmensa del Señor, que así sabe regalar á los suyos! ¡O omnipotencia de Dios, á quien todas las criaturas sirven! ¿Cuál fué mayor milagro, que el cuervo trajese de comer á Elías hambriento; ó que el cuervo hambriento no comiese del cuerpo muerto de Vicente; y que no solamente no comiese, mas que no dejase comer á las otras aves de rapiña, y floras hambrientas? ¡O loco furor, y furiosa locura de Daciano, dice san Agustín! El cuervo sirve á Vincencio y el lobo le reverencia; y Daciano le persigue, y no tiene vergüenza de porfiar en su maldad, y de encruelecerse más contra aquel, que las bestias fieras, olvidadas de su fiereza, procuran amparar, y defender.
Supo Daciano lo que pasaba, y dio gritos como un loco, y decía: ¡O Vicente, aun después de muerto vences, y tus miembros desnudos, y sin sangre, y sin espíritu me hacen guerra! No, no será así, y volviéndose á los sayones, y ministros de su crueldad, mandóles, que tomasen el cuerpo del santo mártir, y cosido en un cuero de buey, como solían á los parricidas, le echasen en lo más profundo del mar, para que fuese comido de los peces, y nunca jamás pareciese; pensando poder vencer en el mar, á quien no había podido vencer en la tierra; como si Dios no fuese tan señor de un elemento, como lo es del otro, y tan poderoso en las aguas, como en la tierra, y el que, como dice el real profeta, hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra, en el mar y en todos los abismos. Toman el cuerpo santo los impíos ministros: llévanle en un barco, tan dentro del mar, que no se veía sino agua y cielo: échanle en aquel profundo abismo, y vuélvense muy contentos hacia tierra, por haber cumplido el mandato del presidente. Mas la poderosa mano del muy alto, que había recibido en su seno el espíritu de Vicencio, cogió el cuerpo de en medio de las ondas, para que se pusiese en el sepulcro, y con tanta facilidad y presteza le trajo sobre las ondas á la orilla del mar. que cuando llegaron los ministros de Daciano, que le habían arrojado, le hallaron en ella; y asombrados, y despavoridos, no lo osaron mas tocar. Las ondas blandamente hicieron una hoya, y cubrieron el santo cuerpo con la arena, que allí estaba, como quien le daba sepultura; hasta que el santo mártir avisó á un hombre, que le quitase de allí, y le enterrase. Mas como él por miedo de Daciano estuviese tibio y perezoso en ejecutar, lo que le fué mandado; el santo apareció á una buena y devota mujer, viuda, y le reveló el lugar, donde estaba su cuerpo, y mandóle, que le diese sepultura. Hizo la mujer varonil, lo que no había hecho el hombre temeroso; y venciendo con su devoción los espantos del tirano, tomó el cuerpo, y enterróle fuera de los muros de Valencia, en una iglesia, que después se dedicó al Señor en honor del mártir.
Estas fueron las peleas, y victorias, las coronas y trofeos del gloriosísimo mártir san Vicente: el cual como dice san Agustín, tomado de aquel vino, que hace castos y fuertes, á los que le beben, se opuso al encuentro del tirano, que contra Cristo se embravecía: sufrió con paciencia las penas, y estando seguro, hizo burla de ellas, fuerte para resistir, y humilde, cuando vencía; porque sabía, que no vencía él, sino el Señor en él: y por esto, ni las láminas y planchas encendidas, ni las sartenes de fuego, ni el ecúleo, ni las uñas y peines de hierro, ni las espantosas fuerzas de los atormentadores, ni el dolor de sus miembros consumidos, ni los arroyos de sangre, ni ¡as entrañas abiertas que se derretían con las llamas, ni todos los otros exquisitos tormentos, que le dieron, fueron parte para ablandarle un punto, y sujetarle á la voluntad de Daciano.
Murió san Vicente á los 22 de enero del año del Señor de 303. Escribió san Agustín dos sermones de este glorioso santo, y san Bernardo otro. Hacen honorífica mención de él san León papa, Prudencio, Isidoro, Metafraste, y los demás, que escriben martirologios.Pues ¿qué es esto, sino mostrarse la fortaleza de Dios en nuestra flaqueza, para que el siervo de Dios, cuando fuere menester poner la vida por la honra de su Señor, no tema su flaqueza, sabiendo, que no ha de pelear él, sino Dios en él? Ya se acabaron la rabia de Daciano, y la pena de Vincencio; mas no acabaron la pena de Daciano, y la corona de Vincencio. ¿En qué parte del mundo no se ha derramado, y extendido la fragancia, y gloria de este martirio? ¿Dónde no resuena el nombre de Vincencio? ¿Quién hubiera oído hablar de Daciano, sino por haber leído la pasión, del que tan gloriosamente le venció? Lo cual nos debe animar á todos á la imitación de nuestro victorioso Vicente, menospreciador del tirano, vencedor de los tormentos, triunfador de la muerte, del demonio y del infierno; para que siendo particioneros de sus merecimientos, lo seamos de sus coronas y triunfos.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc
SAN LEONARDO, CONFESOR
San Leonardo nació en Francia, de padres nobles é ilustres, muy favorecidos del rey Clodoveo, que fué el primer rey de Francia cristiano, del cual