VIGILIA DE SAN JUAN BAUTISTA

San Juan de la Palma.

EL RELATO EVANGÉLICO
“Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del turno de Abías, y su mujer de las hijas de Aarón, y su nombre era Isabel. Y ambos eran justos ante Dios, caminando sin tacha en todos los mandatos y preceptos del Señor, y no tenían hijo, porque Isabel era estéril, y ambos eran ya ancianos. Y sucedió que, al ejercer el sacerdocio ante Dios en el orden de su turno, según la costumbre del sacerdocio, le tocó por suerte entrar a poner el incienso en el templo del Señor; y toda la multitud del pueblo estaba fuera, orando, a la hora del incienso. Y se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Y Zacarías se turbó, al verlo, y cayó sobre él el temor. Mas díjole el Ángel: no temas, Zacarías, porque ha sido oída tu súplica: y tu mujer Isabel te dará un hijo, y llamarás su nombre Juan: y tendrás alegría y gozo, y muchos se alegrarán de su nacimiento: porque será grande delante del Señor, y no beberá vino, ni sidra, y será henchido del Espíritu Santo desde el mismo vientre de su madre: y convertirá a muchos hijos de Israel al Señor, su Dios: y caminará delante de El con el espíritu y el poder de Elias: para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los incrédulos a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo perfecto”.

EL FUTURO MESÍAS

Esta página que hoy nos hace leer la Iglesia, es preciosa entre todas aquellas en que se han consignado los anales de la humanidad; porque éste es el comienzo del Evangelio, la primera palabra de la buena nueva de nuestra salvación. No es que el hombre no hubiese tenido noticia hasta entonces de los designios del cielo para levantarle de su caída y darle el Salvador. Pero la espera había sido larga desde el día en que la sentencia dada contra la serpiente mostró a nuestro primer padre el futuro hijo de la Mujer, que sanaría al hombre y daría satisfacción a Dios. Es cierto que, de edad en edad, se había ido revelando la promesa; cada generación, podríamos decir, había visto al Señor, por medio de los profetas, ir añadiendo un nuevo rasgo al perfil de este hermano de nuestra raza, tan grande por sí mismo, que el Altísimo le llamaría su Hijo, tan celoso de la justicia que, para saldar la deuda del mundo, vertiría hasta la última gota de su sangre. Cordero por su inmolación, dominaría la tierra con su dulzura; deseado de los pueblos aunque nacido de Jessé, más magnífico que Salomón, acogería el ardiente anhelo de las pobres almas redimidas: adelantándose a sus deseos, se hará anunciar como Esposo descendido de los collados eternos. Cordero cargado con los pecados del mundo. Esposo deseado por la Esposa: éste era el Hijo del Hombre y al mismo tiempo Hijo de Dios, el Cristo, el Mesías prometido al mundo. Mas, ¿cuándo debía venir este deseado de las naciones? ¿Quién señalaría al mundo a su Salvador? ¿Quién conduciría la Esposa al Esposo?

LARGA ESPERA

Al salir llorando el género humano del Edén, había quedado con la mirada fija en el futuro. Jacob, al morir, saludaba de lejos a ese hijo querido cuya fuerza sería como la del león y cuyos encantos celestiales eran objeto de sus inspiradas contemplaciones5 en su lecho de muerte. La humanidad, ansiosa a causa de su mal y por el ardor de sus aspiraciones, contemplaba un siglo y otro, sin que la muerte que la consumía, suspendiese sus estragos, sin que el ansia del Dios esperado cesase de aumentar en su corazón. Así pues ¡qué reiteración de plegarias se sucedía de generación en generación, y qué creciente impaciencia en las súplicas! Ojalá rompieras las barreras de los cielos y bajaras. Basta de promesas, exclaman refiriéndose a la Iglesia de aquellos tiempos el piadoso San Bernardo y los Santos Padres, al comentar el primer versículo del Cantar de los Cantares: basta de figuras y de sombras, basta de hablar por medio de otros. No escucharé más a Moisés; los profetas están mudos para mí; la ley cuyos portavoces eran, no es capaz de dar vida a mis muertos ¿y qué me importarán a mí, a quien está anunciado el Verbo de Dios, los balbuceos de sus profanos labios? Nada valen los perfumes de Aarón en comparación del óleo de alegría que el Padre derramó sobre el que yo espero. No más enviados ni servidores: después de tantos mensajes, venga ya El mismo.

EL PRECURSOR

Y la Iglesia de la espera, postrada en la persona de los más dignos de sus hijos sobre la cima del Carmelo, no se levantará hasta que aparezca inminente la señal de la lluvia salvadora en el cielo. Entonces, olvidando el agotamiento de los años, se argüirá con el vigor de su primera juventud; llena de la alegría anunciada por el ángel, seguirá con gozo al nuevo Elias, Precursor predestinado cuyo nacimiento para mañana nos promete la vigilia de hoy; irá en pos del que corre como el antiguo Elias, pero con más verdad que él, delante del carro del rey de Israel.

ORACIÓN

Entresaquemos las dos Oraciones siguientes del Sacramentario Gelasiano; ellas nos introducirán en el espíritu de la fiesta:
“La oración del bienaventurado Juan Bautista nos obtenga, Señor, comprender y merecer el misterio de tu Cristo.”
“Dios Omnipotente y eterno, que en los días del bienaventurado Juan Bautista cumpliste lo que anunciaron las prescripciones legales y los oráculos de los santos profetas; concede, te rogamos, que cese toda figura y se manifieste y hable la misma Verdad, Jesucristo Nuestro Señor. Amén.”
  fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer
 

HOGUERAS DE SAN JUAN

Podría decirse de las hogueras de San Juan que se remontan casi a los orígenes del cristianismo.Al menos aparecen desde los primeros años de la paz, como fruto de la iniciativa popular, y no sin excitar la atención de los Padres y los concilios, cuidadosos de desterrar toda idea supersticiosa en las manifestaciones que reemplazaban, por otra parte felizmente, las fiestas paganas de los solsticios. Pero la necesidad de combatir algunos abusos, tan posibles hoy como entonces, no impidió a la Iglesia fomentar tal género de demostraciones, que también respondía al carácter de la fiesta. Las hogueras de San Juan completaban felizmente la solemnidad litúrgica; mostraban unidas en un mismo pensamiento a la Iglesia y a la ciudad terrena. Pues la organización de estos regocijos estaban a cargo de los ayuntamientos, y los municipios cargaban con todos los gastos. Por eso, el privilegio de encender las hogueras quedó reservado, ordinariamente, a las autoridades civiles. Los mismos reyes, tomando parte en las alegrías comunes, tenían a gala dar esta señal de alegría a sus pueblos.

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