San Juan Fisher, obispo, y Santo Tomás Moro, mártires

Que, por haberse opuesto al rey Enrique VIII en la controversia sobre su matrimonio y sobre la primacía del Romano Pontífice, fueron encarcelados en la Torre de Londres, en Inglaterra. Juan Fisher, obispo de Rochester, varón conocido por su erudición y por la dignidad de su vida, por mandato del rey fue decapitado un 22 de Junio frente a la cárcel, y Tomás Moro, padre de familia de vida integérrima y presidente del consejo, por mantenerse fiel a la Iglesia Católica murió martir el día 6 de Julio de 1535, uniéndose así al martirio del obispo.


Santo Tomás Moro (1478 -1535) canonizado por el Papa Pío IX

Canciller y mártir

por Plinio Corrêa de Oliveira
O Jornal, Rio de Janeiro, 22 de junio de 1935

En el día 6 de julio de 1535, bajo los golpes de la justicia inglesa, moría Tomás Moro, ex miembro del Parlamento Inglés, ex subcomisario de Londres, ex consejero del rey, ex canciller de Inglaterra, elevado a la categoría de hidalgo, y hecho caballero; uno de los más famosos escritores de su época, autor de una obra inmortal —la “Utopía”—y amigo cercano de Erasmo, el gran humanista del siglo XVI.

Condenado a muerte, la sentencia del tribunal determinaba que le abriesen el vientre, y le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Enrique VIII convirtió la pena en decapitación. En el día fijado, se procedió con la ejecución. Por un momento brilló al sol del verano el arma empuñada por las manos trémulas del verdugo. La cabeza del criminal rodó por tierra. Estaba todo consumado. Él expiaba un crimen atroz —que a otros, antes como después de él, les había costado un precio aún mayor— el de ser católico.
 Su vida fue siempre un brillante ascenso, en que la gloria y el poder corrían a su encuentro, al tiempo que los despreciaba, volviendo sus ojos para otra felicidad que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podían robar.
Aún joven, su alma noble se dejó atraer por el encanto místico de un monasterio benedictino, donde quiso enrolarse como soldado en la milicia sagrada del sacerdocio.
Pero la Providencia lo condujo para otros rumbos y, aunque se vio obligado a reducir el tiempo consagrado al estudio de la teología, su materia predilecta, para dar lugar a la filosofía, intervino la voluntad paterna, que lo forzó a relegar a un segundo plano estos estudios tan apreciados, para imponerle que emplease mejor su tiempo para formarse en Derecho en Oxford.
Dócil, Tomás Moro obedeció. Adquirió, en la famosa Universidad de Oxford, conocimientos jurídicos eminentes. Por esta razón, vio abrirse delante de si las puertas de la política y del Parlamento y por ellas ingresó.
En el rápido ascenso que lo condujo a los más altos cargos del gobierno, cualquier observador superficial podría imaginar que el jurista y el político habían matado definitivamente en Tomás Moro al filósofo y al teólogo, y que nada más, en el reinado de Enrique VIII, habría de perdurar del estudiante idealista de otros tiempos.
Pero fue lo contrario lo que ocurrió. Señor de extensa inteligencia, pudo formar, al par de una ciencia jurídica notable, una profunda cultura filosófica. Y sus producciones, de las cuales la más famosa fue la “Utopía”, lo colocaron en el primer plano de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de reyes y príncipes, y la fraternal amistad del inmortal Erasmo.
Hay, entre el político que asciende a los más altos grados de la admiración equipado de profundos conocimientos filosóficos, jurídicos y sociales, y el político que sube a las eminencias del poder como único bagaje, una pequeña cultura y una gran ambición, la misma diferencia que existe entre el médico y el curandero. El primero se orientará por la ciencia no menos de que la práctica. El segundo, procederá con un empirismo ciego, aplicando a los problemas de hoy el mismo repertorio de fórmulas que él vio “dar en resultado” en el ayer.
Tomás Moro perteneció a la primera categoría, el político no mató en él al filósofo ni al teólogo; sino que el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el camino, dictándole los horizontes y dirigiéndolo a la acción.
Es justamente en esta ocasión que Enrique VIII lo atrapa en lo más brillante de su carrera para imponerle el trágico dilema: o crees o mueres; o él adhiere a la herejía protestante, o incurre en la ira del rey, presagio terrible de futuras desgracias.
Es el momento crucial de su existencia. De un lado, la vida le sonríe, del otro la conciencia le indica el camino del deber. Él no duda. Entrega su determinación y se recoge a la vida privada.
Fue ahí que las iras del rey fueron a fulminarlo. Conducido a la prisión, fue sometido a diversos interrogatorios, en que el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras cristianas.
Al duque de Norfolk, que le decía que “la indignación del príncipe significaba la muerte” le replicó noblemente: “¿Es sólo eso, milord? Realmente entre vuestra gracia y yo no hay sino una diferencia: es que yo moriré hoy y vuestra gracia mañana”.
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Encarcelado en la Torre de Londres por un año, enfermo, privado del supremo consuelo de los sacramentos, todo conspiraba contra su constancia, inclusiva —suprema tentación— los ruegos afectuosos de su esposa y de su hija, incapaces de acompañarlo en la dolorosa grandeza del martirio. Finalmente, su familia se vio reducida a tal miseria, que tuvo que vender los trajes de corte, para pagar el alimento indispensable para que Moro no muriese de hambre en la prisión.
En los interminables interrogatorios, le salió al encuentro la perfidia de Tomás Cromwell, que procuraba, por medio de hábiles preguntas, convencerlo del crimen de alta traición. Moro, sin embargo, no se dejó enredar y, con la tranquila firmeza de un alma pura, pronunció esta frase que resume toda su defensa: “Soy fiel al rey, no hago mal a nadie, ni difamo a ninguno; si esto no es suficiente para salvar la vida de un hombre, no quiero vivir por más tiempo”.
Finalmente, le quitaron los libros de piedad. Cerró, entonces, las ventanas de su cárcel y se mantuvo en la oscuridad, para meditar sobre la muerte, hasta que llegó el día en que debería beber la última gota del cáliz.
Caminó para el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni ahí lo abandonó aquella cordura de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo mostró en dos lances extremos de indefectible humor inglés. Como estaba poco firma la escalera del cadalso, pidió al verdugo que lo ayudase a subir. “Cuando caiga, agregó jocosamente, yo me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo se arrodilló y le pidió tiempo para componer su barba. En tono de broma, le dijo después al verdugo: “No la cortes, ella no tiene culpa”. Oró, y entregó su gran alma a Dios.
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En una época en que el desprestigio se va proyectando como una sombra siniestra sobre tres categorías de hombres que sirven de sostén a la sociedad —los políticos, los científicos y los militares— la Iglesia acaba de elevar a la honra de los altares a tres modelos admirables de honor y virtud, exactamente en estas tres clases. Canonizó a Juana de Arco, canonizó a San Alberto Magno y acaba de canonizar ahora a Santo Tomás Moro.
En su gesto, hay simplemente un acto de justicia para con los santos. Pero la Providencia permitió que sus procesos de canonización sólo ahora llegaran a término, para que sirviesen como una protesta a todo pulmón contra la desmoralización que hiere de lleno el prestigio de la ciencia, de la autoridad y de la espada, sin las cuales la sociedad no puede vivir.
Y fue más lejos en su reacción. No predicó apenas con ejemplos sacados del pasado. Inspirados en la doctrina de la Iglesia, se formaron en nuestra época tres grandes figuras modelares para dignificar la ciencia, restaurar el prestigio de la autoridad y reconstruir la dignidad de la espada: Contardo Ferrini, uno de los mayores cultores del derecho romano en su siglo; Foch el vencedor de la gran guerra; y finalmente Dolfuss, el canciller mártir.

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