SANTA ELENA, EMPERATRIZ

Siendo Diocleciano y Maximiano Hercúleo emperadores, enviaron á la isla de Bretaña (que es Inglaterra) por gobernador á Constancio Cloro, valeroso y esforzado capitán. Hospedóle un caballero y señor principal de aquella isla, llamado Coel, y recibióle en su casa. Tenía Coel una hija llamada Elena, hermosísima doncella, muy avisada y honesta. Viéndola Constancio, y sabiendo sus grandes partes, se le aficionó, y la pidió á su padre por mujer, y se casó con ella y tuvo de ella al gran Constantino, su hijo, que después fué emperador.

Andando el tiempo, los emperadores Diocleciano y Maximiano, renunciaron el imperio en un mismo día, el uno en Milán, y el otro en Nicomedia: y nombraron Diocleciano á Galerio Maximiano, y Maximiano Hercúleo, su compañero, á Constancio Cloro, por Césares y gobernadores del imperio: pero fué con condición, que Constancio repudiase á Elena, su legítima mujer, y se casase con Teodora, hija de la mujer de Maximiano; y así lo hizo Constancio, dado que con mucho pesar y disgusto suyo, porque amaba á Elena: mas hízolo por asegurar el imperio y excusar otros inconvenientes.

Dejó Constancio, cuando murió, por sucesor de su imperio (aunque tenía otros hijos de Teodora) á Constantino, su hijo, y de Elena, su primera mujer: y Constantino, favorecido de Dios, por virtud de la Santa Cruz, vino á ser señor absoluto, y monarca de todo el imperio romano, por los caminos y rodeos que refieren las historias eclesiásticas y profanas; y yo los dejo, por no ser propios de la vida de santa Elena, que pretendo aquí escribir: de la cual dice San Paulino, que fué cristiana aun antes que el emperador Constantino, su hijo, se convirtiese á nuestra santa religión, y fuese bautizado de mano de San Silvestre, papa; y que ella también le ayudó por su parte para que con tanta piedad y magnificencia edificase suntuosos templos á Cristo nuestro Redentor, y amplificase su santo nombre.

Alteráronse mucho los judíos, y quisieron revolver el mundo cuando vieron que aquel, á quien sus padres habían crucificado, era tenido y adorado del mismo emperador y de los grandes de su imperio, por verdadero Dios y Señor de todo lo criado: pretendieron rebelarse, y no les valió: porque fueron castigados severamente del emperador Constantino. Y no solo con las armas, sino con las letras y disputas, pretendieron oscurecer la gloria de Jesucristo, y persuadir á Santa Elena y al emperador, su hijo, que habiendo de mudar de religión, debían tomar la de los judíos, tan noble y tan antigua, y dada del mismo Dios, y confirmada con tantos milagros y prodigios divinos; y no la de un hombre, que por revolvedor (como ellos decían) y alborotador de los pueblos, había sido muerto en un palo entre dos ladrones. Para sosegarlos, se dio orden que viniesen á Roma los más insignes letrados de los judíos, y que disputasen con San Silvestre acerca de la religión suya, y de los cristianos; y así se hizo: y el santo pontífice, en presencia del emperador y de su madre, los convenció y confundió de tal manera, que no supieron que responder, ni más hablar: y con esto nuestra santa fé quedó victoriosa, y cada día iba creciendo y propagándose más: y Santa Elena se halló con el emperador, su hijo, en un concilio romano, que le celebró San Silvestre, y firmó los decretos y leyes que en él se habían establecido.

Después que en Nicea se celebró aquel famoso y universal concilio de los trescientos diez y ocho obispos, y se condenó en él la perversa doctrina del malvado Arrío, y de sus secuaces (que fué el año del Señor de 325), tuvo Santa Elena revelación del cielo de ir á Jerusalén, y visitar aquellos santos lugares, consagrados con la vida y muerte de Cristo nuestro Salvador, y buscar en ellos el estandarte glorioso de la cruz, con que él había vencido al enemigo del linaje humano y triunfado de todo el poder del infierno. Fué la santa emperatriz, cargada de años, con grandes ansias de hallar tan precioso tesoro y manifestarle al mundo: y aunque al principio tuvo muchas y grandes dificultades, al cabo el mismo Señor, que la guiaba, le cumplió sus deseos, y le descubrió aquella joya preciosísima y digna de toda reverencia, que buscaba, y con nuevos y evidentes milagros declaró ser aquella la misma cruz, en que él muriendo nos dio la vida. De la cruz y de los clavos, con que nuestro Redentor había sido enclavado, hizo santa Elena lo que dijimos más largamente el día de la Invención de la Cruz.

La cual invención de la Santa Cruz fué de grande provecho para toda la Iglesia católica; porque con el favor de una princesa tan grande y tan poderosa se alentaron los cristianos, y se reprimieron los infieles; y el emperador Constantino se confirmó más en sus buenos propósitos; y la devoción y veneración del madero santo se comenzó á extender y propagar, y nuestra santa religión á florecer por todas las partes del mundo. Y la bienaventurada emperatriz, no contenta con lo que había hecho, hizo otras dos cosas en Jerusalén, dignas de su rara piedad, devoción y humildad: la una fué mandar edificar un suntuoso templo junto al monte Calvario, donde había hallado la Santa Cruz: otro en la cueva de Belén, donde nació el Verbo eterno, vestido de nuestra carne mortal; y el tercero en el monte Olívete, en el lugar de la ascensión del Señor: los cuales templos dotó y enriqueció de muchos y preciosos dones: la otra cosa que hizo santa Elena fué, que visitó los monasterios de vírgenes y personas dedicadas á Dios, con tanta modestia y abatimiento de su imperial persona, que ella misma, vestida pobremente, cuando comían les daba aguamanos, y de beber, y les llevaba los platos, y les servía de rodillas: y siendo reina del mundo, y madre del emperador, trataba con ellas, como si fuera su criada; porque ellas eran criadas y esposas de su Señor.

Habiendo, pues, la santa emperatriz recreado su espíritu con la memoria é insignias de nuestra redención, y puesto en aquellos sagrados lugares, como trofeos de la religión cristiana, tan ricos y suntuosos templos, y edificado y llenado con la admiración de su vida á todos los moradores de aquella santa ciudad, se despidió de ella, no sin ternura y lágrimas: con las mismas anduvo por los otros lugares y provincias que habían sido santificadas por el Hijo de Dios, mandando edificar iglesias, oratorios y capillas, y adornándolas y proveyéndolas de todo lo necesario para el culto divino. Niceforo en su Historia, en el lib. VIII, cap. 30, dice, que por su orden y magnificencia se hicieron treinta iglesias en Jerusalén, y otras partes: y lo mismo hizo pasando por algunas ciudades de Oriente, las cuales ilustró y alegró con su presencia, enriqueciendo á muchos hombres principales, que por haber perdido sus haciendas, se hallaban en necesidad, y repartiendo largas limosnas á los pobres, y sacando á los presos de la cárcel, y dando libertad á los que estaban desterrados, ó condenados á sacar piedras y metales; consolando y remediando á todos los afligidos, como señora soberana y madre benignísima.

Volvió á Roma: y siendo ya de ochenta años, llena de santas obras y merecimientos, estando presente el emperador Constantino, su hijo, y sus nietos, después de haberles dado muy santos consejos, y su bendición, libre ya y suelta de la flaqueza de la carne, voló su espíritu al cielo, para gozar eternamente del fruto y gloria de la cruz, que ella con tanta ansia había buscado y hallado. Su muerte fué á los 18 de agosto, en que la Santa Iglesia la celebra; aunque el año en que murió no se sabe de cierto. El cuerpo de Santa Elena fué enterrado con imperial solemnidad y aparato en la iglesia de los santos mártires Pedro y Marcelino, en una arca de pórfido: y hay autores que escriben que pasados dos años se trasladó á Constantinopla; pero esto no es cierto: y Sigisberto dice, que de Roma fué llevado ó Francia: mas hoy en día se muestra en Venecia el cuerpo de Santa Elena.

Adviértase que algunos autores, especialmente griegos, dicen que santa Elena no fué inglesa de nación, sino de la ciudad de Drepana, y que no fué tan noble como nosotros la hacemos, sino una mujer pobre y mesonera: pero no tienen razón; y la verdad es la que aquí queda escrita, y la prueba el cardenal Baronio en las anotaciones del Martirologio, y más copiosamente en el tercer tomo de sus Anales. Mas como el emperador Constantino favoreció á los cristianos, y en su tiempo floreció tanto nuestra sagrada religión, y Santa Elena, su madre, lo ayudó á llevar adelante sus piadosos intentos; los gentiles y judíos, y todos los enemigos de Jesucristo (á quienes pesaba que se menoscabasen y desfalleciesen sus falsas sectas), procuraron deslustrar la grandeza del emperador y mancillar la fama de la emperatriz, su madre, y fingieron algunas fábulas, publicando que había sido de bajo linaje: y dio color á su mentira el no haber sido Constancio Cloro emperador, cuando se casó con Santa Elena en Inglaterra; y para serlo, el haberla repudiado, y casádose con Teodora, entenada del emperador Maximiano Hercúleo (como dijimos), en cuya comparación Elena se podía tener por mujer de baja suerte: pero ella fué de sangre ilustre, y más esclarecida, por ser madre de tal hijo; y mucho más bienaventurada y gloriosa, por haber conocido, amado y servido con tanto fervor á Jesucristo nuestro Señor, y procurado que todo el mundo le adorase, reverenciase y sirviese.

Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc.

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