La gloriosa virgen y mártir santa Cecilia nació en Roma, de padres muy nobles é ilustres: y habiendo sido llamada del Señor, de tal manera le oyó y se encendió en el amor divino, que de día y de noche no pensaba ni trataba otra cosa, sino cómo podría alcanzar este prefecto amor; y para esto traía siempre consigo el libro de los Evangelios, y á menudo le leía, procurando poner por obra las palabras del Señor, y macerar su delicado y virginal cuerpo con ayunos y cilicios, entendiendo que así agradaría más a su dulce esposo Jesucristo. Ocupándose la bienaventurada virgen en estos santos ejercicios, los padres la casaron contra su voluntad con un caballero mozo, llamado Valeriano. Vino el día en que se habían de celebrar las bodas: y estando todos en gran fiesta y regocijo, sola Cecilia estaba triste y llorosa, y vestida de fuera de ropas ricas de seda y oro, conforme á su estado y su esposo, traía á raíz de sus carnes un áspero cilicio, y tres días antes deshaciéndose en lágrimas, y ayunando y orando, le suplicaba á nuestro Señor humildísimamente, que la guardase limpia, pura y entera, como á esposa, aunque indigna, suya: y para mejor impetrar lo que deseaba, tomaba por intercesores á los ángeles, á los apóstoles y mártires, y sobre todo á la Virgen de las vírgenes y Reina de todos los santos, Nuestra Señora. De esta manera se aparejó la santa virgen para el día de las bodas, confiando en el Señor que se podría ver á solas con su esposo Valeriano, sin detrimento de su virginidad, como le sucedió; porque aquella misma noche de las bodas, hallándose sola en su aposento con él, movida del espíritu de Dios, le habló de esta manera: Esposo mío dulcísimo, yo te comunicaría de buena gana un secreto, si supiese que me lo habías de guardar. Prometióla y juróla Valeriano que la guardaría el secreto: y ella le dijo: Yo te hago saber, que tengo en mi compañía un ángel de mi Dios, que con gran cuidado y celo guarda mi cuerpo: y sí quisieses llegarte á mí con amor carnal, temo que te costaría la vida; y si viere que tú me amas con puro y casto amor, te amará como á mí me ama, y te hará grandes mercedes como á mí me las hace. Turbóse algo Valeriano, oyendo las palabras de santa Cecilia, y con algún temor y espanto le respondió: Si tú, esposa mía muy querida, quieres que yo le dé fé á tus palabras, hazme ver á ese ángel que tú dices está en tu compañía; porque sí no lo veo, pensaré que estás aficionada á otro hombre, y no á mí, y llevarlo he tan mal, que á ti y á él quitaré la vida. Aquí replicó la santa virgen: No se puede ver una luz resplandeciente con ojos ciegos, ni tú ver al ángel con el alma inficionada y sucia: menester será, si lo quieres ver, que creas en Jesucristo y recibas el bautismo primero, para que así seas limpio de tus manchas y pecados.
Y como Valeriano por el vehemente deseo que tenia de ver al ángel, mostrase gana de hacerlo, y la preguntase quién había de ser el que le había de enseñar y bautizar; ella le envió á San Urbano, papa, que estaba escondido tres millas de Roma, y le dio las señas para hallarle, y un recado para el santo pontífice. Hallóle Valeriano, y refirióle lo que había pasado con Cecilia; y después de haberlo oído, el santo viejo se postró en el suelo, y alzando las manos al cielo, y derramando muchas lágrimas de alegría, hizo oración al Señor, y dijo: Gloriosísimo Señor, Dios mío, sembrador de consejos castos, recoged ahora el fruto de aquella semilla que sembrasteis en Cecilia, vuestra esposa, porque hé aquí á Valeriano, su esposo, que antes era como un bravo león, ahora os lo envía como un manso cordero; y no viniera él á mí con tan grande afecto, si no fuera para abrazar vuestra santa ley. Por tanto, Señor, alumbrad su corazón, y descubríos á él, para que conociéndoos más claramente, parta mano de la vanidad y desventura de esta miserable vida. En diciendo estas palabras San Urbano, apareció luego allí un viejo de venerable rostro, vestido de ropas blancas, que traía un libro en la mano, escrito con letras de oro. En viéndole Valeriano, despavorido y asombrado, cayó como muerto en tierra: levantóle y animólo San Urbano, y mandóle que leyese lo que en aquel libro estaba escrito, que eran estas palabras: «Uno es el Dios verdadero, una la verdadera ley uno el verdadero bautismo.» Y habiendo Valeriano dicho, que todo lo que allí estaba escrito, lo creía; desapareció aquel ángel, que con figura de viejo se le había mostrado: y él fué enseñado y bautizado de San Urbano, y con indecible contento y gozo volvió á Santa Cecilia. Hallóla en su retraimiento, recogida en oración, y á su lado, en forma de un mozo hermosísimo, al ángel del Señor vestido de claridad, y que de su rostro despedía un resplandor maravilloso. Quedó atónito Valeriano, y mirando al ángel y remirándole, notó que tenía en la mano dos guirnaldas de extremada belleza de rosas y azucenas, traídas del cielo. El ángel las ofreció, la una á él, y la otra á Cecilia, y les dijo: Estas guirnaldas que os he dado están tejidas de las flores que en los prados amenos y olorosos del cielo se cogen, las cuales os envía Jesucristo, para que de aquí adelante os améis con puro y casto amor. No se marchitarán jamás estas flores, ni perderán la suavidad de su agradable olor; más no podrán verlas sino aquellos que amaren la castidad de la manera que vosotros la amáis: y porque tú, Valeriano, has creído á las palabras de tu esposa. Dios me ha enviado á tí, para que sepas que te ama tiernamente, y está aparejado para concederte cualquiera cosa que le pidieres. Oyendo el nuevo soldado de Cristo aquella larga y benigna oferta que el ángel en nombre del Señor le hacía, con una humildad profunda, derribado en el suelo, hizo gracias á Dios por tanta merced y regalo, y después dijo al ángel: Ninguna cosa en esta vida más deseo que ver á un hermano que tengo, llamado Tiburcio, convertido á la santa fé de, nuestro Señor Jesucristo, porque le quiero como á mi propia vida, y querría verle particionero de la gracia que yo he recibido. Y como el ángel le dijese, que Dios le había otorgado lo que deseaba, y que Tiburcio, su hermano, vendría al conocimiento de la verdadera luz, y que ambos presto serian coronados de martirio: dejándole muy consolado en compañía de Santa Cecilia, desapareció de sus ojos. Luego vino Tiburcio: entró en el aposento donde su hermano y su cuñada estaban, y sintió una fragancia suavísima de aquellas guirnaldas de rosas y flores que el ángel les había traído del cielo, aunque no las veía. Admirado de tan grave novedad (porque no era tiempo de rosas ni azucenas), preguntó la causa de aquel olor suavísimo, y más del cielo que de la tierra, que allí había. De aquí tomaron ocasión mis dos santos esposos, para declarar á Tiburcio la merced tan señalada que de Dios habían recibido, y la vanidad de los dioses que la ciega gentilidad adoraba, y la verdad de la religión cristiana, y á persuadirle que la abrazase y se hiciese cristiano: lo cual todo le dijeron con tanta gracia y eficacia, y espíritu del cielo, que Tiburcio quedó convencido y rendido, y se echó á los pies de Santa Cecilia, ofreciéndose obedecerla en todo; y por su consejo se fué con Valeriano, su hermano, al santo pontífice Urbano, del cual recibió el agua del santo bautismo, y muy grandes gracias del Señor, y fue martirizado con su hermano Valeriano y Máximo, como lo dijimos en su vida, á los 14 de abril, y no lo repetimos aquí por tratar de lo que es propio de Santa Cecilia; aunque el martirio de estos hermanos é ilustres caballeros de Cristo, fué fruto de sus oraciones, y como un panal de miel que ella á guisa de abeja solícita y artificiosa fabricó para presentarle á la mesa del celestial Padre.
Después que los dos santos hermanos Valeriano y Tiburcio fueron coronados del martirio, como eran personas de tanta calidad y tan ricas, el prefecto Almaquio que había dado la sentencia de muerte contra ellos, codicioso de su mucha hacienda, mandó prender á la gloriosa Virgen Santa Cecilia, que entendía haber sido la que había engañado (como él pensaba) á su esposo y cuñado, y la que sabría dónde estallan sus grandes tesoros y riquezas. Traída delante de sí, la preguntó dónde estaban las riquezas de Valeriano y Tiburcio? Y como la santa le respondiese que seguras estaban y sin peligro, porque todas habían sido repartidas á los pobres; el prefecto en gran manera se turbó, y con gran rabia la dijo: Si no quieres, ó Cecilia, que te quite aquí luego la vida, sacrifica á nuestros dioses; mas la virgen no hizo caso de las palabras ni de las amenazas del prefecto. Finalmente, después de haber pasado algunas razones entre los dos, pretendiendo Almaquio persuadirla que adorase á los ídolos y obedeciese á sus mandatos, y la santa ofreciéndose á todos los tormentos y muertes, por no perder á Jesucristo; la mandó el prefecto llevar á un templo, para que allí, ó ofreciese sacrificio, ó se ejecutase en ella sentencia de muerte. Lleváronla los impíos ministros, y viéndola tan noble, tan rica, tan honesta y de tan extremada belleza, y en la flor de su edad, movidos con una falsa compasión, la rogaban que no se echase á perder, ni se privase de los contentos de esta vida por una vana superstición y locura; antes sacrificando á los dioses, gozase de su hermosura, nobleza y riquezas, y de todos los otros bienes de esta vida. Mas la santa que tenía su corazón en el cielo, limpios los ojos para ver como son y nó como parecen las cosas del suelo y las del cielo; volviéndose á ellos, dijo: No penséis, hermanos, que el morir por Cristo será daño para mí, sino de inestimable ganancia, porque confío en mi Señor, y tengo por cierto que con esta vida frágil y caduca alcanzaré otra bienaventurada y perdurable. ¿No os parece que es bien dejar una rosa vil, por ganar otra preciosa y de infinito valor? ¿Dejar al todo por el oro, la enfermedad por la salud, la muerte por la vida, y lo transitorio por lo eterno? ¿Por qué no queréis que yo entregue mi cuerpo á los tormentos que tan presto pasan, y á la misma muerte; pues por ella tengo de entrar en el palacio de mi dulce esposo, tan rico, y lleno de tan grandes bienes, y de una felicidad que nunca se acaba? Fueron las palabras de la santa virgen tan eficaces, y de tal manera penetraron los corazones de los que las oyeron, que movidos y enternecidos con el espíritu del Señor, comenzaron á decir todos á gritos, que creían que Jesucristo era verdadero Dios; y Santa Cecilia los llevó á su casa, y haciendo llamar secretamente al glorioso pontífice Urbano, fueron por él instruidos en las cosas de la fé, y bautizados con otros muchos, en número de cuatrocientas personas, y entre ellas fué Gordiano, varón principalísimo y de grande autoridad. Cuando Almaquio supo lo que había pasado, embravecióse sobre manera: y después de haber tentado á la santa virgen, y procurádola ablandar y reducir á la adoración de sus dioses; visto que todo era en vano, la mandó encerrar en un baño seco de la misma casa de santa Cecilia, y poner fuego debajo, para que allí, respirando aquel aire caliente y encendido, se ahogase: mas el Señor la guardó todo un día y una noche, sin recibir detrimento alguno, ni salir de su rostro una gota de sudor; antes parecía estar en un lugar de mucho refrigerio y deleite: lo cual sabido por Almaquio, mandó que allí le cortasen la cabeza. Hirióla tres veces el verdugo y no se la pudo cortar; y los que presentes estaban cogieron la sangre que la santa derramaba de su herida con esponjas y lienzos, para guardarla por reliquias. Vivió tres días la santa virgen de esta manera, é iban á visitarla muchos siervos del Señor; y ella los consolaba con palabras dulcísimas.
Entre los otros que, vinieron fué uno San Urbano, papa; y ella le dijo que había pedido á nuestro Señor que la alargase la vida tres días para entregarle su hacienda, y rogarle que la repartiese á los pobres, y consagrase aquella su casa en iglesia. Pasados los tres días, estando la gloriosa virgen en oración, voló su bendita alma resplandeciente á su esposo, á los 22 de noviembre, en que la Iglesia católica celebra su fiesta; y fue el año de Cristo de 232, imperando Alejandro Severo.
Sepultó su santo cuerpo el papa Urbano en el cementerio de Calixto, y consagró sus casas en iglesias: y después el papa Pascual (por una revelación que tuvo de la misma virgen) halló su cuerpo envuelto en telas de oro, bañadas de su misma sangre, y le tomó y trasladó con los cuerpos de Tiburcio y Valeriano, y del santo papa Urbano, á la misma iglesia, que está dentro de la ciudad de Roma, y hoy se llama Santa Cecilia, como lo escribe Anastasio, bibliotecario, en la Vida del papa Pascual, que está en la librería vaticana. Hizo esta traslación, dice Sigiberto, el año del Señor de 821: pero el año de 1599, cavando por orden del cardenal Sfrondato, titular de Santa Cecilia, y sobrino de Gregorio XIV, se halló debajo del altar mayor el cuerpo de esta preciosa virgen y mártir, dentro de una caja de ciprés, tan entera y lustrosa como si se acabara de hacer. Estaba el sagrado cuerpo envuelto con un velo de oro: y junto á él se hallaron los otros santos que arriba dijimos, cada uno de por sí, y viéronse los lienzos en que antes había sido envuelto el cuerpo de santa Cecilia, llenos de sangre; y hubo en Roma grande alegría: y la santidad del papa Clemente VIII (que entonces presidia en la silla apostólica) dijo misa de pontifical, y con gran solemnidad colocó de nuevo el cuerpo de Santa Cecilia y de los otros mártires en la misma iglesia.
La vida de esta purísima virgen escribió Simeón Metafraste, v refiérela Lipomano en su V tomo, y Surio en el VI de las Vidas de los santos; y hacen mención de ella los Martirologios romano, el de Beda, Usuardo y Adon, y el cardenal Baronio en sus anotaciones del Martirologio, y en el II tomo de sus Anales: y los notarios de la Iglesia romana (de los cuales los demás tomaron) escribieron su martirio.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc |