San Eduardo, Rey y Confesor

LOS REYES SANTOS

San Eduardo

En el curso del año tendremos ocasión de celebrar a reyes santos.

La Iglesia nos exige reverenciar a los Soberanos y, en general, a todos los constituidos en autoridad por la sencilla razón de que la autoridad viene de Dios; les tributa honores y reza para que reciban las gracias necesarias a su difícil cargo. A nosotros nos recomienda con empeño que también recemos por ellos, porque sabe a cuántos peligros están expuestos y la gran responsabilidad que tienen, para no usar de la autoridad sino dentro de los límites y en la medida en que Dios los ha hecho depositarios de ella.

Pero muchos, por desgracia, no saben resistir a las vanidades que los rodean y se dejan arrastrar por el hechizo falso de los placeres y de los honores. Por eso se podría fácilmente creer que la santidad heroica es casi imposible en una situación tan elevada y peligrosa. La Iglesia, al proponer a nuestro culto a muchos que ejercieron el poder real, nos muestra que no hay nada de eso. Y se cuentan bastantes que, aun viviendo en el trono y en el ejercicio de la potestad regia, practicaron las virtudes en grado heroico y merecieron los honores supremos de la beatificación y canonización.

LA DEVOCIÓN PARA TODOS

“Los que han tratado de la devoción, decía San Francisco de Sales, casi todos pusieron la vista en instruir a personas muy alejadas del comercio del mundo. Mi intención es instruir a los que viven en las ciudades, casados, en la corte, a los que por su condición se ven obligados a hacer una vida común en cuanto al exterior, los cuales con harta frecuencia y con el pretexto de que les es imposible, no quieren ni siquiera pensar en practicar la vida devota… Y yo les pruebo que puede vivir en el mundo un alma vigorosa y constante, sin recibir vaho alguno mundano, y encontrar fuentes de dulce piedad en medio de las olas amargas de este siglo y volar entre las llamas de las codicias terrenales, sin quemar las alas de los santos deseos de la vida devota”.

Y añade un poco más adelante: “Dios, en la creación, mandó a las plantas que produjesen sus frutos, cada una según su género: así también mandó a los cristianos, que son las plantas vivas de la Iglesia, que produjesen frutos de bendición, cada uno según su clase y vocación de distinto modo han de practicar la devoción el caballero, el artesano, el criado, el príncipe, la viuda, la joven, la casada; y no sólo esto sino que es menester acomodar la práctica de la devoción a las fuerzas, los quehaceres y las obligaciones de cada uno… La devoción, si es verdadera, en nada perjudica; al contrario, todo lo perfecciona y, sin duda ninguna, es falsa cuando va en contra de la legítima vocación del uno. Es un error y también una herejía pretender expulsar la vida devota de entre los soldados, de la tienda del mercader, de la corte de los príncipes, del hogar de las personas casadas. Es verdad que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa, no puede practicarse en esas profesiones: pero, además de estas tres clases de devoción, hay otras muchas que son propias para perfeccionar a los que viven en estados seglares. Y dan fe de ello, en el Antiguo Testamento, Abraham, Isaac y Jacob; y, en el Nuevo, San José, Lidia y San Crispín fueron perfectamente devotos en sus talleres; Santa Ana, Santa Marta, Santa Mónica… en sus casas; Cornelio, San Sebastián, San Mauricio, en medio de las armas; Constantino, Elena, San Luis, San Eduardo, en sus tronos… En cualquiera situación en que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta…

GLORIA DE SAN EDUARDO

La Historia nos demuestra, por su parte, que la santidad en modo alguno perjudica al cumplimiento del deber de estado. El que descuidase su obligación para darse a una devoción que el Señor no le exige, no sería santo.

Sobrino del mártir del mismo nombre, Eduardo se ha visto galardonado ante los hombres y ante Dios con el bello calificativo de Confesor. La Iglesia, en el relato de su vida, pondera sobre todo las virtudes que le valieron este título tan glorioso; bien merece se considere su reinado de veinticuatro años como uno de los mejores y más felices conocidos por Inglaterra. Los Daneses, amos por tanto tiempo, sometidos para siempre en el interior, y contenidos fuera por la postura valiente del príncipe; Macbeth, el usurpador del trono de Escocia, derrotado en una campaña que inmortalizó Shakespeare; y las leyes de Eduardo, que hasta hoy perduran como una de las bases del derecho británico; y su munificencia en favor de todas las nobles empresas, buscando a la vez el modo de reducir las cargas de su pueblo: todo eso prueba bastante que el suavísimo perfume de virtudes que hicieron de él un íntimo de Juan el discípulo amado, no tiene nada de incompatible históricamente con la grandeza de los reyes.

VIDA

Véanse a continuación las líneas que le dedica la Iglesia.

Eduardo, por sobrenombre el Confesor, era sobrino del santo rey Eduardo el Mártir, y fué el último rey de los anglosajones. El Señor reveló en un éxtasis su futuro reinado a un santo personaje llamado Britualdo. Los Daneses, que devastaban a Inglaterra, le buscaron para matarle, por lo que, viéndose obligado a expatriarse cuando sólo tenía diez años, marchó a la corte de su tío, el Duque de Normandía. Allí, entre todos los incentivos de las pasiones, fué tal la integridad de su vida, la inocencia de sus costumbres, que causaba admiración a todos. Desde entonces se vio brillar en él extraordinaria piedad que le llevaba a Dios y a las cosas divinas. De temperamento mansísimo, sin ninguna ambición de mandar, se refiere de él este dicho: Prefiero no reinar nunca a recuperar mi reino por la fuerza y con derramamiento de sangre.

Pero una vez muertos los tiranos que habían quitado la vida y el trono a sus hermanos, fué llamado a su patria y coronado en medio de aclamaciones y de una alegría general. Puso todo el empeño que pudo por borrar las huellas del furor de su enemigo, comenzando por la religión y las iglesias, reparando unas y levantando otras nuevas, dotándolas de rentas y de privilegios; pues su primera preocupación era el ver reflorecer otra vez el culto de Dios que tanto había disminuido. Afirman todos los autores que, obligado por los señores de su Corte a casarse, guardó virginidad con su esposa, virgen como él. Su amor y su fe en Cristo fueron tales, que mereció ver en el Santo Sacrificio como Jesús le sonreía y brillaba con un resplandor divino. Se le llamaba generalmente el padre de los huérfanos y de los desgraciados, porque su caridad era tan grande, que nunca se le veía más contento que cuando había agotado el tesoro real en favor de los pobres.

Fué ilustrado con el don de profecía, y recibió luces de lo alto sobre lo que estaba por venir a su país; hecho notable entre otros: conoció sobrenaturalmente en el mismo instante en que sucedió, la muerte de Suenón, rey de Dinamarca, ahogado en el mar al embarcarse para invadir a Inglaterra. Ferviente devoto de San Juan Evangelista, tenía por costumbre no negar nada de lo que le pidiesen en su nombre; y un día el mismo Apóstol, debajo de las apariencias de un mendigo cubierto de harapos, le pidió una limosna y el rey, al no tener dinero, sacó su anillo del dedo y se le ofreció al Santo, quien poco tiempo después se lo devolvió a Eduardo a la vez que le anunciaba como próxima su muerte. El rey, prescribió oraciones por sus intenciones propias y, efectivamente, murió con toda piedad el día anunciado por el Evangelista, a saber, el 5 de enero del año de la redención 1066. La fama de sus milagros rodeó su tumba, y al siglo siguiente, Alejandro III le inscribió entre los Santos. Pero el culto de su memoria en la Iglesia universal, en cuanto al Oficio público, le fijó Inocencio XI el 13 de Octubre, ya que en él se abrió su sepulcro después de 36 años y se encontró el cuerpo incorrupto despidiendo un suave olor.

Representas al pueblo en quien Gregorio Magno prevé al émulo de los ángeles; tantos reyes santos, tantas vírgenes ilustres, tan egregios obispos y tan excelentes monjes, que fueron gloria suya, son los que hoy forman tu corte. Mientras tú y los tuyos reináis perennemente en el cielo, juzgando a las naciones y dominando a los pueblos, las dinastías de tus sucesores en la tierra, por celos contra la Iglesia y abrazando el cisma y la herejía, se han extinguido una en pos de otra, se han vuelto estériles por la cólera de Dios en esa fama inútil de la que no queda rastro alguno en el libro de la vida.

¡Cuánto mejores y más duraderos se nos ofrecen, oh Eduardo, los frutos de la virginidad santa! Enséñanos a ver en el mundo presente la preparación del otro que no tendrá fin, a juzgar los acontecimientos humanos con vistas a sus resultados eternos. Con los ojos del alma, nuestra devoción te busca y te encuentra en tu real Abadía de Westminster. Arrodillados junto a esa tumba, de la cual pretende inútilmente alejar la oración la herejía recelosa, imploramos tu bendición. Presenta a Dios las súplicas que se elevan hoy de todos los puntos del orbe, por las ovejas descarriadas a las que llama la voz del pastor con repetidas instancias en nuestros días al único redil.

Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer

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