"Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya…"

Plinio Corrêa de Oliveira (Atribuido)

“DICHO ESTO marchó Jesús con sus discípulos a la otra parte del torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró Él con sus discípulos” (Jn. 18, 1).

Jesús deja Jerusalén. No se trataba de una partida común, seguida de un retorno en breve, sino de una verdadera y profunda separación.

El Mesías amaba la Ciudad Santa, sus murallas cubiertas de gloria, al Templo del Dios vivo que en ella se erguía, el pueblo elegido que la habitaba. Por eso, le predicó la Buena Nueva con especial cariño, y combatió sus vicios con vigor particularmente ardiente. Pero fue rechazado. Dejaba, pues, la Ciudad maldita.

Era de noche. Jerusalén resplandecía con todas sus luces. Había calor y hartura dentro de las casas, y animación en las calles. Una gran despreocupación flotaba sobre la ciudad alegre y tranquila. De Jesús, con toda su belleza, su gracia, su sabiduría, su bondad, poco le importaba. En el momento en que Él dejó la ciudad nadie lo sintió, nadie lo supo, salvo quizás uno que otro transeúnte que lo vio con indiferencia. Los judíos no sentían necesidad de Jesús. Para dirigir sus almas preferían a Anás, Caifás y sus congéneres. Para velar por sus intereses nacionales les bastaba Herodes. Toleraban a Pilatos con un mal humor muy resignado. Bajo la guarda de estos pastores espirituales y temporales podían comer, beber y divertirse a su gusto, aliviando después la conciencia con una oración y un sacrificio en el Templo. Así todo se arreglaba en la modorra y en el conformismo.

Jesús había venido a perturbar esa paz. Hablaba de muerte, de Juicio, de Cielo y de infierno, sin comprender que el siglo no admitía predicaciones de éstas, y que el primer deber de un rabí consistía en adaptarse a las exigencias del tiempo. Conocedor de los textos sagrados, hábil en el raciocinar, eximio en impresionar a las multitudes y en atraer a las personas en la intimidad de sus coloquios persuasivos, parecía empeñado en mostrar una incompatibilidad irremediable entre la Religión de un lado, y la vida suelta, despreocupada y sin frenos por otro lado. Así rajaba las dos partes del arco, y tarde o temprano provocaría ruinas. A Jesús, esto no le importaba, porque no era sensato. Acentuando el efecto peligroso de sus palabras, practicaba milagros. Y apoyado en el prestigio que éstos le conferían, perturbaba más aún los espíritus enseñándoles que el camino que conduce al Cielo es estrecho, inculcando la necesidad de la pureza, de la honestidad, de la rectitud para poder entrar en él. Él, que predicaba la compasión, ¿no se condolía de las luchas de alma, de los dramas de conciencia que así desencadenaba? Él, que predicaba la humildad, ¿no reconocía la necesidad de conformarse con el ejemplo de prudencia que los Príncipes de los Sacerdotes le daban?

Por un tiempo, es verdad, pareció en la inminencia de vencer. Pero el Sanedrín actuó a tiempo. Abriendo generosamente sus arcas, mandó que emisarios recorriesen el pueblo despertando prevenciones contra el insolente. Eran ágiles, estos emisarios, y supieron tocar las cuerdas psicológicas apropiadas. Las posibilidades del rabí estaban eliminadas. Jerusalén no sería suya. Es más. Su muerte estaba decidida, y el pueblo la aplaudiría. Esa muerte era un último e insignificante corolario de todo. Un pequeño episodio de policía. Sí, el “caso” Jesús de Nazareth estaba concluido. El pueblo podía entregarse nuevamente al placer, al oro, a las largas ceremonias en el templo. Todo volvería a la normalidad. Sí, una gran despreocupación hacía más liviana la atmósfera, en aquella noche harta y tranquila.

Estaba terminada la predicación de Jesús, y Él dejaba la ciudad porque allí nada tenía que hacer. No era compatible con su perfección asociarse a aquella tranquilidad tibia y somnolienta en que dormían las conciencias que él había procurado despertar. La única actitud era salir. Salir, sí, para significar un alejamiento completo, una separación absoluta, una incompatibilidad sin tapujos.

Y salió. Quedaron atrás las luces. Él entraba en las tinieblas de la noche. Quedó atrás la multitud. Él llevaba consigo tan sólo un puñado de seguidores. Quedó atrás todo cuanto era poder, riqueza, gloria humana, Él iba para un lugar eriazo, pobre, seguido apenas de unos desconocidos sin expresión social, sin calificación cultural, sin nada. Quedaron atrás las alegrías de la vida, Él iba al encuentro de la desolación de los abandonados, de las angustias terribles de los que esperan la muerte.

*   *   *

“Y DIJO a sus discípulos: sentaos aquí mientras que yo hago oración” (Mc. 14, 32). El aislamiento de Jesús era mayor de lo que a primera vista parece. Los Apóstoles lo seguían, es cierto, pero con el alma llena de apego a todo cuanto en la terrible separación dejaban, y llena de pavor delante de todo cuanto las perspectivas de futuro les hacían entrever. Sus almas ya no tenían disposición para rezar. Era el comienzo de la deserción, pues quien no reza está resbalando hacia el abismo. Rezar, no “podían”. Volver a Jerusalén, no querían. Quedaron “sentados allí”. Y consintieron en que el Maestro fuera más adelante, que quedase solo. Por cierto los Apóstoles se consideraban héroes por quedarse “sentados allí”. Tanto sentían su dolor, que no pensaron en el del Señor. Por eso se dejaron aplastar por el sufrimiento. ¡Poco después durmieron, y luego huyeron!

No rezar, pensar poco en la Pasión de Cristo y mucho en sus propios dolores, todo esto lleva a “sentarse” en el camino y dejar a Jesús ir adelante. Después viene la modorra, el sueño, la tibieza. Y después la fuga. ¡Terrible, terrible lección para los que emprendieron la larga jornada en el camino de la perfección!

Jesús les había dicho: “Orad para que no caigáis en tentación” (Lc. 22, 40). No rezaron, sucumbieron…

*   *   *

“Y LLEVÁNDOSE consigo a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, empezó a entristecerse y angustiarse” (Mt. 26, 37).

Selección. Algunos estaban menos embotados por el dolor del abandono, de la derrota, de la separación total del mundo. Les dolía más vivamente el sufrimiento de Jesús. Merecieron ser llamados aparte, y presenciar el inicio de los dolores infinitamente preciosos del Redentor.

¡Cuántos reciben el mismo llamado! La gracia los atrae hacia una piedad mayor, una ortodoxia más profunda, una comprensión más exacta de la situación terrible de la Iglesia en nuestros días. Para corresponder a esas gracias es necesario tener el coraje de participar de la tristeza de Nuestro Señor, y para eso es necesario tener un espíritu generoso, fuerte y serio.

¿Cómo se rechaza esa gracia? Rechazando la tristeza de Nuestro Señor, viviendo para las bagatelas, idolatrando el deporte, haciendo de la radio y de la televisión el centro de la vida, haciendo de las bromas el único tema de las conversaciones, huyendo de considerar los deberes terribles que la época impone, la gravedad de los problemas que suscita, para engolfarse en la pequeña vida de todos los días.

Éstos no reciben la adorable confidencia de los dolores del Corazón de Jesús. Son sapos que viven con el vientre pegado a la tierra, y no águilas que cortan con su vuelo poderoso lo más alto de los cielos.

*   *   *

“Y LES DIJO entonces: triste está mi alma hasta la muerte; aguardad aquí y velad conmigo” (Mt. 26, 38).

“Está mi alma”, dice el Salvador, y no “estoy yo”. Así quiso Él significar que su tormento era todo moral. La parte del cuerpo aún no había comenzado. Tanto se insiste en la Pasión sobre los dolores del cuerpo, y esto es bueno. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús vino a insistir sobre los dolores del alma de Cristo, y esto es óptimo. Pues los dolores de alma son más profundos, más lacerantes y más nobles que los del cuerpo. Ellos se oponen más a los defectos del alma, que son los que ofenden a Dios.

¿Y por qué sufría el alma de Cristo? ¿Por qué debemos sufrir nosotros?

Por ver la voluntad del Padre Eterno violada, a Jesús Nuestro Señor rechazado, negado, odiado. Pensar en esto, medir la extensión y la gravedad de esto, es sufrir en nosotros los dolores espirituales de Nuestro Señor.

Jesucristo y su Iglesia forman un solo todo. Cada vez que vemos un aviso inmoral, una afirmación errada, una institución o una ley opuesta a la doctrina de la Iglesia, debemos sufrir. Si no, si para esto no tenemos celo ni fuerzas, servimos tan sólo para “quedar sentados” y en la hora del peligro, huir.

“En tristeza mortal”: es decir, en suma tristeza. La tristeza de ver la Ley violada, la Iglesia perseguida, la gloria de Dios negada, debe ser en nosotros una tristeza suma, y no apenas una de esas pequeñas tristecitas emotivas y pasajeras como las que se desprenden de las almas frívolas e impresionables, a la manera de los fuegos fatuos de los pantanos y los cementerios. Una pequeña tristeza de epidermis, que no arranca de nosotros resoluciones serias, celo profundo, renuncia efectiva a todo para sólo vivir luchando. ¡Un alma en “tristeza mortal” no se consuela con revistas, con ropas, con restaurantes, con paseos, con banalidades honestas… o deshonestas! Ella vivirá en el pesar mortal por la gloria de Dios ultrajada, encontrando consuelo solamente en la vida interior y en el apostolado.

“Aguardad aquí”, es decir, no os mezcléis ni con los hijos pérfidos de Jerusalén, ni con los tibios que a pocos pasos de aquí duermen.

“Velad conmigo”. Sí, participad de mi soledad, de mi derrota, de mi dolor. Haced de esto vuestra gloria, vuestra alegría, vuestra riqueza.

*   *   *

“Y ADELANTÁNDOSE algunos pasos, se postró en tierra” (Mt. 26, 39).

¿Por qué “adelantarse algunos pasos”, si quería que los tres Apóstoles “quedasen con Él”? “Quedarse” con Nuestro Señor es quedarse cerca de Él en espíritu, es ser solidario con Él. Se queda con Él quien está con la Iglesia de todo corazón, con toda el alma, todo el entendimiento. “Se queda” con Nuestro Señor quien en las horas de agonía piensa en Él y no en sí. “Se queda” con Nuestro Señor quien piensa sólo en Él y no en el mundo, su espíritu y sus deleites.

Nuestro Señor se adelantó sólo “un poco”, a “un tiro de piedra”, dice San Lucas (22, 41). ¿Por qué “adelantarse”? ¿Y por qué hacerlo solamente “un poco”?

Nuestro Señor quería ser visto, para mantener en la fidelidad a los tres Apóstoles escogidos; quería consolarlos y consolarse sintiéndolos cerca. Pero era necesario que“se adelantase”, porque era llegada una hora de especial gravedad. Iba a hablar con Dios, y Dios le iba a hablar. Así como en el culto judaico el sacerdote entraba solo en el Santo de los Santos, así también Nuestro Señor quiso dar solo este primer paso de la Pasión.

¿Tenemos también nosotros en el alma soledades santas como éstas, cumbres en las que sólo Dios y nosotros estamos, y a las que ningún confidente, ningún amigo, ningún afecto terreno alcanza, en las que sólo admitimos la mirada de nuestro Director divino?

¿O somos de esas almas sin reservas ni nobleza, abiertas a todos los vientos, a todas las miradas, a todos los pasos, como una vulgar plaza pública?

“Se postró en tierra”. Humillación completa, renuncia total. Es la víctima lista para el holocausto.

¡Qué preparación para la oración! Cuando hablamos con Dios, ¿nos “postramos en tierra” antes? Es decir, ¿vamos humildes, prontos a obedecer, deseosos de renunciar a todo, reconociendo nuestra nada? ¿O vamos con reservas, con reticencias, con puntos doloridos en los que Dios no puede pedirnos un sacrificio? Cuando oímos a la Iglesia, ¿nos “postramos en tierra”, renunciando a todas nuestras opiniones, a todas nuestras voluntades, para obedecer? Ante aquellos que nos edifican aproximándonos de la Iglesia y del Papa, ¿nos “postramos en tierra” aceptando su influencia, o colocamos barreras, levantamos restricciones?

*   *   *

“ORANDO y diciendo: Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz; no obstante, no se haga lo que Yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mt. 26, 39).

¡Estar postrado en tierra, pero al mismo tiempo orar! ¡Con el cuerpo puesto en lo que hay de más bajo, que es el suelo, y subiendo con el alma hasta lo más alto de los Cielos, que es el trono de Dios! En esto está la invencibilidad del verdadero católico. En el auge de la aflicción, de la humillación, del desamparo, él tiene aún en sus manos el arma que vence a todos los adversarios. ¡Cuán verdadero es esto en las luchas de la vida interior! Sin recursos para encontrar el camino, o para resistir, rezamos… y vencemos. ¡Y cuán verdadero es en el apostolado! ¿Nos aterra el ímpetu de la onda paganizante? Pensamos inmediatamente en concesiones, en las cuales sacrificamos lo accidental porque es accidental, lo esencial secundario porque es secundario, y por fin lo principal… “para evitar un mal mayor”. Si conociésemos la fuerza de la oración, si supiésemos “postrar el rostro en tierra y rezar”, comprenderíamos mejor la eficiencia de nuestras armas sobrenaturales, el sentido, el valor, la utilidad de la intransigencia cristiana. El divino Salvador sufrió aquí por los pesimistas, por los desanimados, que no tienen noción de la fuerza triunfal de la Iglesia.

“No me hagas beber este cáliz…” ¿Cuál es el cáliz? Era el sufrimiento atroz, aplastante, injusto, que se aproximaba, y que Jesús preveía. En este paso, el Divino Maestro padeció por los que pecan de optimismo, por los que, colocados frente a perspectivas de lucha, de angustia, de dolor, practican la política del avestruz, y así entienden que “todo va muy bien”. Prever el dolor, prepararse valerosamente para enfrentarlo, es alta, altísima virtud. Y esto, ya se trate de nuestra vida particular, ya de la causa de la Santa Iglesia. En este momento en que Ella es tan combatida, no cometamos la necedad de decir que todo va bien. Reconozcamos la seriedad de la hora, miremos varonil y cristianamente hacia las amenazas del futuro, con ánimo resuelto y confiante, prontos a reaccionar por la oración, por la lucha, por la aceptación plena del sacrificio.

Fue el ejemplo que el Divino Maestro nos dio. Se retiró de todos para, cara a cara con Dios, medir en toda su extensión el océano de dolores que venía sobre Él, y tomar una actitud ante esta perspectiva.

¿Qué actitud? “Si es posible, no me hagas beber este cáliz. No obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú”.

Dos súplicas se contienen aquí. En una, el Hombre–Dios pide que el dolor se aparte de Él “si es posible”. En la otra lo acepta si no fuera posible evitarlo.

Actitud santa, sin teatralidad ni vanagloria. El dolor causa naturalmente pavor al hombre, y Nuestro Señor, que es no sólo verdadero Dios sino también verdadero hombre, tenía pavor del dolor. Pidió, pues, que “si era posible” le fuera apartado. Evitar el dolor es legítimo, sabio, santo. Pero evitarlo a cualquier precio, no; sólo “si es posible”.

“Si es posible”: ¿qué quiere decir esto? Si delante de aquella súplica humilde de un Justo atribulado por la previsión del dolor la voluntad divina pudiese mostrarse propicia, apartando el sufrimiento, que así fuese. Mas si apartar ese dolor significaba introducir una modificación en los planes de la Providencia, con desmedro de la gloria de Dios y del bien de la Iglesia que sería fundada, y de las almas, entonces era mejor sufrir todo.

“Si es posible”… sublime condicional, que el siglo no conoce. Y por esto el mundo entero está en crisis, en trance, en agonía. Bienes de la tierra, riqueza, gloria, salud, hermosura, todo esto es bueno en la medida en que lo subordinemos a la gloria de Dios. Pero si es preciso renunciar a todo porque en virtud de esta o aquella circunstancia interior o exterior “no es posible” tener estas cosas sin desagradar a Dios, entonces hagamos la renuncia completa. ¡Si todos los hombres pensasen y sintiesen así, el mundo sería otro! Es por falta de este condicional, en el cual está contenido todo el orden y todo el bien, que la civilización va pereciendo.

“No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú”. Palabras sobre las cuales se asienta toda la vida de la Iglesia, de las almas y de los pueblos. Palabras santas, dulces, duras y terribles, que el hombre de hoy no quiere entender. Definición perfecta de la obediencia, de esta obediencia que desde Lutero el mundo odia cada vez más.

Sí, hágase la voluntad de Dios y no la mía: cumpliré los Mandamientos, y no seguiré mis caprichos. Pensaré con el Papa, aunque a mí se me figurase preferible otra doctrina. Obedeceré a todos los que ejercen sobre mí un legítimo poder, porque representan a Dios; y por eso haré la voluntad de Dios y no la mía.

Jesús mío, ¿cómo explicar en vista de esto, que aún se diga que fuisteis un revolucionario, y que vinisteis a traer a la tierra la Revolución?

*   *   *

DESPUÉS de esto, hay un silencio. Los Evangelios no nos cuentan lo que fue respondido, ni lo que Jesús dijo a esa respuesta. ¿Para qué decirlo? ¿Y con qué palabras?

Probablemente en la Tierra sólo una persona vio todo, supo todo, adoró todo: María Santísima, presente sin duda en espíritu en todo, y participando de todo.

El tema es demasiado alto para que interpretemos este silencio que ni los Evangelistas quisieron romper. Pidamos a la Medianera de todas las gracias que nos inicie en el recogimiento de la vida interior y en los misterios inefables de este momento de silencio.

*   *   *

JESÚS aceptó. “En esto se le apareció un ángel del cielo, confortándole. Y entrando en agonía, oraba con mayor intensidad. Y le vino un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo” (Lc. 22, 43 y 44).

Comenzó así la Pasión. Jesús había previsto el dolor y la muerte, y los había aceptado. La simple previsión de lo inevitable lo colocaba delante de un colmo de tormentos abrumador.

Mas “un ángel lo confortaba”. Sí, su súplica humilde había sido escuchada. Dios le daba fuerzas para vencer el tormento invencible, soportar el dolor insoportable, aceptar con conformidad la injusticia inaceptable.

¡Si comprendiéramos esto! Los Mandamientos nos parecen demasiado pesados, ruge en nosotros el viento de los apetitos desarreglados y de las tentaciones diabólicas. ¡Si comprendiésemos que ésta es la hora de Dios, si “orásemos con mayor intensidad”, si aceptásemos la visita del ángel que nos conforta!

Sí, porque también para nosotros el ángel viene siempre, desde que recemos. A veces es un movimiento interior de la gracia, a veces un buen libro, a veces un amigo que nos da un buen ejemplo, o un buen consejo. Pero nosotros no rezamos. Resultado, caemos.

En la Agonía, el ángel vino como fruto de la oración. Recibida su visita, Nuestro Señor continuó orando: sí, rezar más insistentemente es el secreto de la victoria. Quien reza se salva, quien no reza se pierde, decía San Alfonso de Ligorio. ¡Y cómo tenía razón!

Jesús sudó sangre. La sangre redentora corrió por la presión del dolor moral. Puede decirse que era sangre del Corazón. ¡Qué magnífico tema para los devotos del Sagrado Corazón!

Sudar sangre es el extremo del dolor. Es el punto más alto de la presión del sufrimiento moral sobre el cuerpo. Se diría que Nuestro Señor estaba soportando todo lo que podía en materia de sufrimiento. Sin embargo, ni siquiera el primer paso del Via Crucis estaba dado.

¿Cómo explicar esta resistencia incomparable? Su martirio comenzaba donde el de otros llega al auge. Es que “un ángel del cielo le confortaba”, y Él “oraba con mayor intensidad”.

¡Oh valor de lo sobrenatural! !Y nosotros osamos decir que es por falta de fuerzas que capitulamos en la vida interior, o en las luchas del apostolado!

*   *   *

TRES VECES dijo el Señor su “fiat” (cfr. Mt. 26, 39–44). Y después de cada una vino a sus discípulos.

La primera vez “los halló durmiendo”. Y les recomendó: “Velad y orad para no caer en la tentación. Que si bien el espíritu está pronto, mas la carne es flaca” (Mt. 26, 40–41).

Pero ellos no hicieron caso. ¿Por qué? Tenían sueño. Un sueño hecho de dos excesos opuestos. De un lado la desesperación, del otro la presunción. – La desesperación: delante de la derrota humana de Jesús, sus sueños de grandeza terrena estaban deshechos. ¿Qué les restaba? Aquellas tinieblas, aquella soledad, aquel suelo duro y vulgar en que estaban. ¡La carrera cortada, oh dolor de dolores! Bajo el peso de este dolor la única cosa por hacer era dormir. – La presunción: sin embargo, se tenían por fuertes. Habían luchado tanto, sería por cierto ofensivo dudar de su fuerza. Y, convencidos de su resistencia, despreocupados por su perseverancia, “mataban el tiempo” durmiendo.

Sueño hecho, además, de grosería. ¡El Señor sufría, y ellos dormían! ¿Qué les daba el Señor? ¿Ya ellos no le hacían un infinito favor en estar con Él allí, en aquel abandono? ¿Qué más quería: que todavía se quedasen rezando fuera de hora? No. Que Él vigilase, si quería. En cuanto a los Apóstoles, irían a dormir.

A medida que se duerme, el sueño queda más pesado. Es éste el proceso de desarrollo de la tibieza. La segunda vez, Jesús “los encontró dormidos porque sus ojos estaban cargados de sueño” (Mt. 26, 43). Sueño de la mediocridad, del relajamiento, de la molicie. ¿Seguían ellos aún al Maestro? Sí y no. Sí, porque al fin de cuentas allí estaban. No, porque ya no le daban oídos. Él hablaba, ellos desobedecían. Él sufría, ellos dormían. Era un inicio de ruptura.

¿Cómo es que se dan caídas como éstas, tan desastrosas? Dormir cuando Jesús habla es, para mí, estar desatento, displicente, tibio, cuando me hablan los que representan a la Santa Iglesia, los que me deben guiar por las vías de la santidad, quienes por su ejemplo encarnan para mí la ortodoxia, la generosidad, el hambre y sed de virtud. Cuando caigo en este sueño, ¿qué otro remedio hay, sino despertarme, “velando y orando para no caer en tentación”? Y si no lo hago ¿cuál es el resultado?

El fracaso en la vida espiritual, y en la vocación. La tercera vez, las palabras de Nuestro Señor son de censura: “Dormid ahora y descansad; he aquí que llegó ya la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos de aquí: ya llega aquel que me ha de entregar” (Mt. 26, 45–46).

*   *   *

LA HORA había pasado. Ni siquiera la súplica afectuosa y cargada de dolor los había conmovido: “¿aún no has podido velar una hora?” (Mc. 14, 37).

Al cabo de un momento, y “estando todavía hablando, llega Judas Iscariote, uno de los doce, acompañado de mucha gente, armada con espadas y con garrotes” (Mc. 14, 43). Y poco después, “sus discípulos, abandonándole, huyeron todos” (Mc. 14, 50).

Huyeron, sí, porque habían sido tibios, no habían rezado. Si yo, Señor, no quiero huir, debo ser firme, no puedo dormir, tengo que rezar.

*   *   *

DADME, Señor, esa gracia de la perseverancia en todas las situaciones, todos los trances, todas las amarguras; esa gracia de la fidelidad en todos los abandonos, todos los desamparos, todas las derrotas; esa gracia de la firmeza aunque todos os abandonen oprimidos por el sueño o enloquecidos por la concupiscencia de las cosas de la tierra. O entonces, Señor, llevadme de esta vida. Pues una cosa yo no quiero: huir.

Por la intercesión omnipotente de vuestra Madre Santísima, es esta gracia de la perseverancia que os pido, Señor Jesús.

Revista “Catolicismo” Nº 40 – Abril de 1954
Fuente:http://www.pliniocorreadeoliveira.info/CAT_1954_040_ESP_Padre,%20que%20no%20se%20haga%20mi%20voluntad,%20sino%20la%20tuya.htm

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