Sobre María Corredentora

Fátima La Gran Esperanza consultó a San Alfonso María de Ligorio (1696- 1787) sobre la “corredención” de la Santísima Virgen.

En el Discurso sexto PURIFICACIÓN DE MARÍA , Sección I FIESTAS PRINCIPALES DE MARÍA , de la SEGUNDA PARTE de las Glorias de María nos dice: Sacrificio grande que hizo María al ofrecer este día la vida de su Hijo a Dios

María se inmola junto a su Hijo

Sí, en el corazón; porque no otra cosa sino la compasión por las penas de este Hijo tan amado debían atravesar el corazón de la Madre, como así se lo predijo Simeón: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35). La Virgen, como dice san Jerónimo, ya sabía por las Sagradas Escrituras los sufrimientos y penas que el divino Salvador había de soportar durante la vida y en su sagrada pasión y muerte. Bien conocía lo que habían dicho los profetas: que había de ser traicionado por un amigo: “Hasta mi íntimo amigo en el que yo confiaba, el que mi pan comía, levanta contra mí su calcañar” (Sal 40, 10); que había de ser abandonado por sus discípulos: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas” (Za 13, 7); conocía los desprecios, salivazos, bofetadas y burlas que había de sufrir de la chusma: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba” (Is 50, 6); no ignoraba que había de acabar siendo la burla de los hombres, rechazado por la plebe más vil, siendo saciado de injurias y villanías: “Soy un gusano que no un hombre, vergüenza del vulgo y asco de la plebe” (Sal 21, 7); “Que sería saciado de oprobios” (Lm 3, 30); bien tenía presente que al final de su vida su carne sagrada debía ser lacerada y rota por los azotes: “El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas” (Is 53, 5), hasta el punto de quedar su cuerpo deformado como el de un leproso, todo lleno de llagas que dejaban los huesos al descubierto: “No tenía apariencia; le vimos, y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2). “Puedo contar todos mis huesos” (Sal 21, 18); no le era desconocido que habían de atravesarle las manos y los pies y ser colocado entre los malhechores: “Y con los rebeldes fue contado” (Is 53, 12); y que, finalmente, había de morir en la cruz ejecutado para la salvación de los hombres: “En cuanto a aquél a quien traspasaron, harán lamentación por él” (Za 12, 10). 

Claro que María sabía todo lo que su Hijo debía padecer, pero con la profecía de Simeón le fueron revelados, como dijo el Señor a santa Teresa, todas las circunstancias y detalles, tanto externos como internos, que habían de atormentar a su Jesús en la pasión. Y ella a todo dio su consentimiento; y con una entereza que pasmó a los ángeles aceptó la sentencia de muerte de su Hijo tan terrible y afrentosa, diciendo: “Padre eterno, puesto que así lo queréis, que no se haga mi voluntad, sino la vuestra; uno mi voluntad a la vuestra y os ofrendo este Hijo mío; estoy conforme en que se entregue su vida pro daros gloria y por la salvación del mundo. Y al mismo tiempo os sacrifico mi corazón. Traspáselo el dolor cuanto os plazca con tal que vos, mi Dios, seas glorificado y estéis contento. No se haga mi voluntad, sino la tuya”. 

Por eso María guardó silencio en la Pasión cuando lo acusaban injustamente. No dijo nada a Pilato que estaba muy dispuesto a librarlo conociendo su inocencia; y sólo apareció en público para asistir al sacrificio de la Cruz sobre el Calvario. Ella lo acompañó al lugar del suplicio; lo asistió desde que fue colgado en la cruz: “estaba junto a la cruz de Jesús su Madre” (Jn 19, 25) hasta que expiró. Todo por cumplir el ofrecimiento que había hecho a Dios en el Templo. 

María aceptó el sacrificio de su Hijo

Para comprender la violencia que María hubo de hacerse en este sacrificio, sería preciso conocer el amor que esta Madre le tenía a Jesús. El amor de las madres hacia sus hijos, normalmente hablando, es tan tierno que cuando éstos se encuentran a la hora de la muerte, y ven que los van a perder para siempre, ese amor les hace olvidar todas sus faltas e ingratitudes, y hasta las injurias que de ellos recibieron, haciéndoles sufrir un dolor inenarrable. Y esto, a pesar de que el amor de estas madres es un amor dividido con otros hijos o al menos con otras personas. Pero María sólo tiene un hijo, y éste es el más hermoso entre los hijos de Adán. Es obediente, virtuoso, inocente y santo; basta decir que es Dios. Además el amor de esta madre no está dividido entre otras personas. Ella ha puesto todo su amor en este Hijo único sin miedo a excederse en el amor, pues este Hijo es Dios que merece un amor infinito. Y este Hijo es la víctima que ella debe ofrecer voluntariamente al sacrificio. 

Vea cada uno cuánto le debía costar esto a María y qué fortaleza de ánimo debía tener al sacrificar y ofrecer en la cruz la vida de un Hijo tan amable. Así es que la Madre más afortunada al ser la Madre de Dios, es al mismo tiempo la madre más digna de compasión por ser la más afligida, al ser la Madre de un Hijo que desde que lo tuvo, sabía que estaba destinado al patíbulo. ¿Qué mujer aceptaría tener un hijo sabiendo que después lo había de perder con una muerte infamante? María aceptó de corazón a este Hijo con tan duras condiciones, y no sólo lo aceptó, sino que ella en este día lo ofreció en sus brazos al sacrificio. 

Dice san Buenaventura que la Santísima Virgen, de todo corazón hubiera querido para ella –de ser posible– las penas y el sacrificio de su Hijo; pero por obedecer a Dios, hizo el gran ofrecimiento de la vida de su amado Jesús por la salvación de la Humanidad, venciéndose con sumo dolor por la ternura del amor que le tenía. Por eso, en este ofrecimiento tuvo que hacerse María más violencia y fue más generosa, que si se hubiera entregado ella misma a padecer todo lo que debía soportar su Hijo. Superó la generosidad de todos los mártires, porque los mártires ofrecieron su propia vida, en cambio la Virgen ofreció la vida de su Hijo al que amaba y estimaba más que su propia vida.

María renovó a cada instante la entrega de su Hijo 

No concluyó aquí el dolor de esta ofrenda, ya que, desde el primer momento y durante toda la vida de su Hijo, María tuvo ante sus ojos la muerte y todos los sufrimientos que debían acompañarle, y cuanto más iba descubriendo en él lo hermoso, lleno de gracia y amable que era, más se acrecentaba la angustia de su corazón… Madre dolorosa, si hubieras amado menos a tu Hijo y ese tu Hijo hubiera sido menos digno de amor o no te hubiera amado tanto, menor hubiera sido tu dolor al ofrecerlo en sacrificio. Pero ni hubo ni habrá madre que ame a su hijo tanto como tú, porque ni hubo ni habrá hijo más amable y que más quisiera a su madre que tu hijo Jesús. Oh Señor, si nosotros hubiéramos conocido la hermosura, la majestad del semblante de aquel divino niño, ¿hubiéramos tenido valor para sacrificar su vida por nuestra salvación? Y tú, oh María, que eres su madre, y madre que tanto lo amas, ¿cómo es que pudiste ofrecer a tu hijo inocente por la salvación de los hombres y ofrecerlo a una muerte la más dolorosa y cruel que hubiera podido padecer un hombre en la tierra? 

¡Qué cuadro tan desolador desde aquel día le representaría ante los ojos de María el amor que profesaba a su Hijo! ¡Presentir aquellos escarnios y desprecios que había de sufrir su pobre Hijo! El amor se lo representaría ya agonizante en el huerto, ya lacerado por los azotes o coronado de espinas en el pretorio y, sobre todo, viéndolo clavado en un leño ignominioso en el calvario. Mira, oh Madre, parece que le dijera su amor; mira al Hijo tan amable e inocente que ofreces a tantas penas y a muerte tan horrible. ¿De qué te servirá librarlo de las manos de Herodes si lo guardas para un fin tan lastimoso?  

De modo que María no ofreció en el templo tan sólo a su Hijo a la muerte, sino que lo ofreció a cada instante, como le reveló a santa Brígida, que este dolor que le anunció el anciano Simeón no se apartó de su corazón hasta su asunción en el cielo. Por eso le dice san Anselmo: “Señora, yo no puedo creer que hubieras podido sobrevivir con tal dolor ni un solo momento si el mismo Dios, dador de vida, no te hubiera sostenido con su fuerza todopoderosa”. Mas hablando san Bernardo de esa extrema aflicción que se apoderó de María en esta fecha, dice que desde entonces vivía muriendo a cada instante, pues a cada momento le asaltaba el dolor de la muerte de su amado Jesús, que era dolor más cruel que la misma muerte. 

María asume la función de corredentora 

San Agustín, al considerar los grandes méritos de la Madre de Dios al ofrecer este gran sacrificio al Señor por la salvación del mundo, la llama con toda razón “la reparadora del género humano”; san Efrén le dice que es “la redentora de los cautivos”; san Ildefonso, que es “la reparadora del mundo perdido”; san Germán, “el remedio de nuestras miserias”; san Ambrosio, “la madre de todos los fieles”; san Agustín, “la madre de los vivientes”; san Andrés Cretense, “la madre de la vida”. Porque dice san Arnoldo de Chartres: “Estaban del todo identificadas la voluntad de Cristo y la de María, y ambos ofrecían un mismo holocausto; por eso consiguieron ambos el mismo efecto de salvar al mundo”. Al morir Jesús, María unió su voluntad con la de su Hijo de tal manera que ambos ofrecieron un mismo sacrificio, y por eso dice el mismo santo abad que así es como el Hijo y la Madre realizando la redención humana obtuvieron la salvación de los hombres; Jesús, satisfaciendo por nuestros pecados; María, impetrando que se nos aplicara semejante satisfacción. 

Por eso, con razón afirma Dionisio Cartujano que la Madre de Dios puede ser llamada “salvadora del mundo”, pues con el sufrimiento soportado compadeciendo a su Hijo –y que ofreció voluntariamente a la divina justicia– mereció que se comunicaran a los hombres los méritos del Redentor. 

Siendo María por los méritos de sus sufrimientos y del ofrecimiento de su Hijo madre de todos los remedios, se ha de creer que sólo por ella se otorga la leche de las divinas gracias, que son los méritos de Jesucristo, y los medios para conseguir la vida eterna. A esto se refiere san Bernardo al decir que Dios ha puesto en manos de María el precio de nuestra redención. Con lo que el santo nos da a entender que por la intercesión de la Virgen santísima se aplican a las almas los méritos del Redentor y que por sus manos se dispensan las gracias, que son precisamente el precio de los méritos de Jesús. Si tanto agradó a Dios el sacrificio de Abrahán al ofrecerle a su hijo que se obligó para premiarlo a multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo: “Porque hiciste esto y no perdonaste a tu hijo único por amor a mí, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo” (Gn 22, 16; 17), debemos creer con toda firmeza que inmensamente más agradable fue para el Señor, por ser infinitamente más noble el sacrificio de la excelsa Madre al ofrecerle a su Jesús. 

Por eso se le ha concedido que gracias a sus plegarias se multiplique el número de los elegidos y, por tanto, de sus devotos. El santo anciano Simeón había recibido de Dios la promesa de que no moriría sin ver nacido al Mesías (Lc 2, 26). Pues esta misma gracia no la recibirá sino por medio de María. Por lo que quien desea encontrar a Jesús no lo encontrará sino por medio de María. Vayamos a esta divina Madre si queremos encontrar a Jesús, y vayamos con plena confianza.

Leer libro de Las Glorias de María en el siguiente link: https://www.corazones.org/espiritualidad/espiritualidad/lasgloriasdeMaria.pdf

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