La estupenda santidad de San José

La ignorancia religiosa en que vivimos ha producido, entre otros efectos nocivos, el de desvirtuar por completo el significado real de algunas determinaciones de la Iglesia que, cuando son mal interpretadas son enteramente estériles de frutos espirituales, pero cuando son bien comprendidas, son fértiles en gracias y provechos de todo orden. Es lo que se da, por ejemplo, con relación al culto a San José. Propuesto por la Iglesia como modelo de los jefes de familia y de los obreros, y también por el inmenso acervo de virtudes con que fue enriquecido por la gracia, fue modelo ideal de todas las grandes virtudes católicas.

San José con el niño Jesús

La falsa humildad, una cobardía espiritual

La mayoría de los católicos, sin embargo, no piensa seriamente en escoger a San José como su modelo. De un lado, la inmensa santidad del padre legal de Jesús, a quien la Iglesia rinde el culto de suprema dulía¹, les parece un ideal absolutamente inalcanzable.

De otro lado, la debilidad humana de la que nos sentimos repletos, solicitada por toda especie de inclinaciones, nos aparta de tal manera de cualquier ideal espiritual, que juzgamos haber hecho ya mucho cuando nos liberamos del yugo del pecado mortal y venial, y vivimos una vida espiritual estacionaria relativamente suave, pues ésta se limita a la conservación del terreno conquistado, pero enteramente estéril para la Iglesia y para la mayor gloria de Dios.
La Iglesia ciertamente no pretende que sus hijos igualen en gloria y en virtud a aquel que, después de María Santísima, fue el más elevado exponente de virtudes de la humanidad.

Por otro lado, sin embargo, ella no quiere de ningún modo que limitemos nuestros horizontes espirituales a una vida piadosa banal, mezquinada por la errónea ilusión de que sería falta de humildad aspirar a la santidad que brilló en el genio de Santo Tomás, en la combatividad de San Ignacio, en el recogimiento de Santa Teresa y en la caridad de San Francisco.

La Iglesia desenmascara esa falsa humildad, señalando en ella, ya sea un pretexto artificioso de la cobardía espiritual, o una concepción orgullosa de la virtud, considerada más como un fruto del esfuerzo humano que de la misericordia de Dios. Y, al mismo tiempo, ella se sirve del ejemplo de sus grandes santos para “levantar en alto” nuestros corazones, indicándonos que la única preocupación real de esta vida, el único problema verdaderamente importante de nuestra existencia, es la adquisición de aquella perfección espiritual que será el único patrimonio que conservaremos —a despecho de las crisis financieras, de las conmociones sociales, y de la fragilidad de las cosas humanas—, para finalmente transponer con él los propios umbrales de la eternidad.

Una admirable espiritualidad

De ello es ejemplo cabal el gran San José. Nacido de una familia ilustre, él arrastra, no obstante, una existencia oscura que, contrastando con el brillo de su nombre, lo colocó en la capa más baja de la sociedad de su tiempo.
Le faltan las dotes naturales con que los hombres se hacen grandes. No dispone de ejércitos ni de súbditos que lleven lejos la gloria de su nombre. No dispone del dinero con el cual pueda escalar las altas posiciones. Vive humilde y despreciado, a la sombra del Templo majestuoso que edificara su antepasado David, y en el mismo país en que había reinado la sabiduría de su antepasado Salomón.

Empero, brilla en él la llama de la caridad. Un intenso amor de Dios, una espiritualidad y una vida interior admirables hacen de su alma objeto de la complacencia de la Santísima Trinidad, y ese hombre humilde es llamado a coparticipar de modo directo en acontecimientos de los cuales derivarían los más notables hechos de la Historia del mundo.

La colaboración de San José en el plan divino

La Redención de la humanidad, que es el hecho central de toda nuestra Historia, determinó la caída del paganismo, el surgimiento y el triunfo de la Iglesia Católica, la implantación de una civilización basada en concepciones completamente nuevas de la familia, del Estado, del individuo y de la Religión, que fueron los hechos iniciales y la causa del gran progreso que hoy admiramos.

La familia pagana, transformada y sobrenaturalizada por el contacto con los Sacramentos de la Iglesia, se transformó en foco admirable de perfección espiritual, y en escuela austera de disciplina de los instintos inferiores.
El Estado pagano, transformado desde sus fundamentos por el Catolicismo, dejó de ser privilegio de plutócratas o demagogos, para ser antes que nada un admirable medio de distribución equitativa de la justicia y protección a todos los individuos.

El individuo, que en el paganismo era presa de sus pasiones, vio abrirse delante de sí el admirable ideal de perfección espiritual predicado por el Hombre-Dios; y el hombre medieval, descendiente de los sibaritas de la Antigüedad, se transformó en el cruzado, en el asceta o en el filósofo cristiano.

La Religión, en fin, consiguió traer al mundo, con sus Sacramentos, con la gracia de que es vehículo, y con el admirable apostolado jerárquico de la Iglesia, una continuidad de acción santificadora que ha sido la columna de la civilización, y que es aún hoy el único obstáculo contra la acción invasora del comunismo, como lo fué contra las invasiones bárbaras o musulmanas.

Todos estos acontecimientos gloriosos tuvieron su origen en la Redención. San José, por la admirable correspondencia a la gracia con que se distinguió, colaboró de modo eminente en el plan divino de la Redención. Y, como tal, es merecedor de una gran parte de la gloria que, legítimamente, le cabe al Divino Salvador por la inmensidad de beneficios con que nos colmó.

¡Vida interior intensa, constante, ambiciosa!

Vemos, pues, la admirable fecundidad de una vida que todas las circunstancias naturales tendían a volver estéril. Vemos la prodigiosa capacidad de acción de la santidad, que en el recogimiento y en la humildad, colaboró directamente en acontecimientos mucho más importantes, y tuvo una participación incalculablemente más notable en toda la Historia de la humanidad que Alejandro con sus ejércitos, Kant con su saber arrogante, o Maquiavelo con su diplomacia astuta y amoral.

Vida interior, por lo tanto. Vida interior intensa, constante, ilimitadamente ambiciosa, en el sentido espiritual de la palabra, es la gran lección que la fiesta de San José nos deja.

Íntimamente unidos a Nuestra Señora como lo fue San José, la grandeza de la lección no debe desanimar la escasez de nuestras fuerzas, pues debemos exclamar como aliento: Omnia possum in eo qui me confortat — “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filp. 4, 13).

Notas:
(*) Título y subtítulos del traductor. Publicado bajo el título Ideal Mariano en “O Legionario”, São Paulo, Nº 116, 26-3-1933. Para más información visitar https://www.pliniocorreadeoliveira.info/novidades.asp
[¹] Entre los santos, el culto a San José viene en primer lugar; por eso es llamado por los teólogos protodulía (proto=primero), para distinguirlo de la simple dulía (dependencia, veneración) prestada a los demás santos. Sobre él está únicamente el culto a Nuestra Señora, que por eso mismo recibe el nombre de hiperdulía, sólo inferior al culto debido a Dios, que es el de latría.


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