Profeta, taumaturgo y fundador
La extraordinaria vida de este santo comprueba que la práctica heroica de la virtud puede, en ciertos casos, suplir una ciencia humana defectiva. Eso explica la aparente paradoja de la biografía de San Francisco de Paula: un analfabeto dotado de alta sabiduría, que lo convirtió en consejero de Papas y monarcas. Hizo grandes milagros y resucitó a muertos.
Plinio María Solimeo
Difícilmente un santo se labra en un hogar poco cristiano, pues el ejemplo de los padres suele desempeñar un importante papel en la formación de los hijos. Lo vemos claramente en la vida de San Francisco de Paula, cuyos progenitores eran modestos agricultores de la pequeña ciudad de Paula, en la Calabria. Santiago, el padre, sacaba del campo el sustento de la familia y se santificaba en la oración, ayuno, penitencia y buenas obras. Su esposa, Viena, era también virtuosa, secundándolo en sus buenas disposiciones.
Pero no tenían hijos. Y, para obtenerlos, hacían violencia al Cielo, sobretodo al seráfico San Francisco, de quien eran devotos. Prometieron dar su nombre al primer hijo que tuviesen. El Poverello de Asís se dejó conmover, y nació el vástago tan deseado.
La alegría, sin embargo, fue de poca duración, pues al recién nacido Francisco le sobrevino una infección a los ojos, que le amenazaba la visión. Santiago y Viena recurrieron de nuevo al santo: ¿sería posible que él hubiese atendido sus ruegos por la mitad? Esta vez le prometieron, en caso que el niño sanase y tan pronto como la edad lo permitiese, que lo vestirían con el hábito franciscano, dejándolo durante un año en un convento de la Orden. El niño sanó y creció en gracia y santidad, siguiendo desde temprano el ejemplo paterno de oración y penitencia hasta alcanzar los doce años.
Entonces se le apareció un fraile franciscano, recordando que había llegado la hora en que sus padres cumpliesen la promesa. Admirados, ellos consintieron y llevaron al niño, con su pequeño hábito, al convento franciscano de San Marcos, en el cual se observaba todo el rigor de la regla.
Francisco, aunque no estaba obligado a eso, comenzó a observar la regla con tanta exactitud, que se volvió modelo hasta para los frailes más experimentados en las prácticas religiosas.
Algunos milagros marcaron la vida del fraile-niño en el convento. Cierto día el sacristán lo mandó precipitadamente a buscar brasas para el turíbulo, pero sin indicarle cómo. Él, con toda simplicidad, las trajo en su hábito, sin que éste se quemase. Otra vez, estando a cargo de la cocina, colocó los alimentos en la olla y ésta sobre el carbón, olvidándose sin embargo de encenderlo. Fue después a la iglesia a rezar y entró en éxtasis, olvidándose de la hora. Cuando alguien que pasó por la cocina vio el fuego apagado, lo llamó preguntándole si la comida estaba lista, Francisco sin titubear respondió que sí. Y llegando a la cocina encontró el fuego prendido y los alimentos debidamente cocidos.
Los frailes de San Marcos querían conservar consigo a aquel adolescente que daba tantas pruebas de santidad. Pero él se sentía llamado a otro camino. Acabado el año, se dirigió con sus padres a Roma, Asís, Loreto y Monte Cassino. En este último lugar, sabiendo que San Benito se había establecido allí a los catorce años para entregarse por entero a Dios, hizo el mismo propósito. Pidió a sus padres que lo dejasen vivir como ermitaño en la finca que habitaban. Sus padres no sólo consintieron, sino que pasaron a llevarle diariamente los alimentos.
Francisco quería más soledad. Por eso, un día desapareció y subió una montaña rocosa, donde encontró una pequeña gruta que transformó durante seis años en su morada. Viviendo exclusivamente para Dios, en la contemplación y penitencia, se alimentaba de raíces y hierbas silvestres. Según la tradición de su Orden, ahí recibió el hábito monástico de manos de un Ángel.
Primeros discípulos, fundaciones
Al surgir jóvenes discípulos, este ermitaño de 19 años obtuvo del obispo local licencia para construir un monasterio en lo alto de un monte próximo a Paula. Ése fue el origen de la Orden de los Mínimos, fundada por el santo en 1435. Esta construcción, como otras posteriores, constituyó un continuo milagro. De ella participaban los habitantes de la ciudad, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Y fueron testigos de innumerables milagros. Enormes piedras salían de lugar a su simple voz, pesados árboles y piedras se hacían livianas para ser removidas o transportadas, alimentos que apenas alcanzaban para nutrir a un trabajador alimentaban a muchos… En vista de eso, aun personas enfermas iban a participar de las construcciones y se veían curadas.
La Provincia de Mesina, en la isla de Sicilia, es una de las mejores de la Religión, así en número y antigüedad de conventos, como en haber criado siempre varones insignes en santidad; su primero y más principal (por ser fundación de San Francisco de Paula) es el de la ciudad de Milazo; tiene sus principios desde los once de Enero, del año del Señor de 1464, cuando nuestro Padre glorioso tenía ya casi cincuenta años de edad. Edificados algunos conventos en Calabria, determinándose fundar en las Islas de Sicilia, pasó el Faro sobre su manto, vino a desembarcar en la ciudad de Milazo, Diócesis de Mesina, distante del mar un tiro de mano, por la parte de Levante, por la de Poniente, uno de arcabuz. Fueron sin número y espantosos los milagros que el bendito santo hizo en este viaje andábase la gente tras aquel nuevo Elías, viéndole hacer prodigios en la penitencia, oyéndole sus palabras dulces, recibiendo infinitos beneficios y mercedes de nuestro Señor, en todos sus trabajos y menesteres, por los méritos de su siervo San Francisco de Paula; dos compañeros suyos pasaron con él a la Isla, los Beatos fray Paulo de Paterno y fray Juan de San Lucido.
“No hay ninguna clase de enfermedad que él no haya curado, de sentidos y miembros del cuerpo humano sobre los cuales no haya ejercido la gracia y el poder que Dios le había dado. Restituyó la vista a ciegos, la audición a sordos, la palabra a los mudos, el uso de los pies y manos a lisiados, la vida a agonizantes y muertos; y, lo que es más considerable, la razón a insensatos y frenéticos”. “No hubo jamás mal, por mayor y más incurable que pareciese, que pudiese resistir a su voz o a su toque. Acudían a él de todas partes, no sólo uno a uno, sino en grandes grupos y por centenas, como si fuese el Ángel Rafael y un médico bajado del Cielo; y, según el testimonio de aquellos que lo acompañaban ordinariamente, nadie jamás regresó descontento, al contrario, cada uno bendecía a Dios por haber recibido el cumplimiento de lo que deseaba”.¹
Entre los innumerables muertos que resucitó, se destaca su sobrino Nicolás. Deseaba éste ardientemente hacerse monje en la Orden que su tío acababa de fundar. Pero su madre, por apego humano, se opuso a ello tenazmente. El joven enfermó y murió. Su cuerpo fue llevado a la iglesia del convento, y Francisco pidió que lo condujesen a su celda. Pasó la noche en lágrimas y oraciones, obteniendo así la resurrección del joven.
Al día siguiente, por la mañana, cuando su hermana fue a asistir al entierro del hijo, Francisco le preguntó si ella aún se oponía a que él se hiciese religioso.“¡Ah! —dijo ella en lágrimas— si yo no me hubiese opuesto, tal vez él aún viviese”. — “¿Es decir que estáis arrepentida?”, insistió el santo. — “¡Ah, sí!” Francisco le trajo entonces al hijo sano y salvo, que la madre abrazó en llantos, concediendo el permiso que antes negara.
Otro caso famoso fue el de la resurrección de un hombre que había sido ahorcado tres días antes por la justicia. Le restituyó no sólo la vida del cuerpo sino también la del alma.
Pero el hecho más extraordinario, y que según se sabe sólo ocurrió con Francisco, fue el haber resucitado dos veces a una misma persona. Un tal Tomás de Ivorio, habitante de Paterno, trabajando en la construcción del convento de esa ciudad, fue aplastado por un árbol. Llevado en presencia del santo, éste le restituyó la vida. Tiempo después, cayó de lo alto del campanario, precipitándose al suelo. Y le restituyó nuevamente la vida.
Fue durante ese tiempo que se le apareció el Arcángel San Miguel, su protector y el de la naciente Orden, trayéndole una especie de ostensorio en que aparecía el sol con un fondo azul y la palabra Caridad, que el Arcángel recomendó que el santo tomase como emblema de su Orden.
Francisco pasaba las noches en oración, durmiendo mal sobre unas planchas. Observaba una cuaresma perpetua, a veces comiendo cada ocho días, habiendo incluso pasado una cuaresma entera sin alimento, a imitación de Nuestro Señor. Su hábito era de un tejido burdo, que él portaba de día y de noche, pero que no por eso dejaba de exhalar un olor agradable. Su rostro, siempre tranquilo y ameno, parecía que no se resentía ni con las austeridades que practicaba ni con los efectos de la edad, pues era lleno, sereno y sonrosado.
El coronamiento de todas sus virtudes consistía en una admirable simplicidad. Era bondadoso, franco, cándido, servicial, siempre dispuesto a hacer el bien a cualquiera. Fue ese espíritu que él comunicó a sus hijos espirituales.
Estaba dotado del don de profecía. Según uno de sus biógrafos, de él se puede decir, como del Profeta Samuel, que ninguna de sus predicciones dejó de cumplirse. Así, profetizó que los turcos invadirían Italia, como ya había predicho que tomarían Constantinopla.
Los demonios no podían resistirle, y fueron innumerables los casos de posesos que libró del yugo diabólico.
Aunque analfabeto, predicaba con tanta sabiduría que pasmaba a quien lo oía. Y como tenía en grado heroico la virtud de la sabiduría y las virtudes cardinales —prudencia, justicia, templanza y fortaleza—, brillaban ellas en su modo de ser y actuar, como también en sus palabras. Por eso, sin la menor inhibición podía conversar y dar consejos a Papas, reyes y grandes de este mundo.
En Francia
La fama de sus virtudes llegó hasta Francia, donde Luis XI fuera atacado por una enfermedad mortal. Por eso, pidió al santo que acudiese a curarlo. Pero sólo fue por una orden formal del Papa que Francisco partió para aquel país. Ello resultó providencial para la expansión de su Orden, no sólo en Francia sino también en otros países de Europa, como Alemania y España.
San Francisco de Paula, no bien estuvo ante el rey, discernió que la voluntad de Dios no era curarlo, sino llevarlo de esta vida. Y se lo dijo claramente al soberano, preparándolo para la muerte. El monarca le confió a sus hijos, principalmente al delfín, entonces con catorce años.
Francisco fue el confesor de la Princesa Juana, que después de haber sido repudiada por su marido, el futuro Luis XII, se hizo religiosa y mereció la honra de los altares.
Fue por un consejo de Francisco que el Rey Carlos VIII se casó con Ana de Bretaña, única heredera de aquel ducado, que vino así a unirse al Reino de Francia.
San Francisco, entre otros grandes carismas, estaba dotado de una gracia especial para obtener de Dios el favor de la maternidad para mujeres estériles. Muchos milagros de ese género, algunos en casas reales o principescas, fueron relatados en el proceso de canonización del santo en Tours.
Sus devociones particulares consistían en dar culto al misterio de la Santísima Trinidad, de la Anunciación de la Virgen, de la Pasión de Nuestro Señor, así como a los santísimos nombres de Jesús y María.
La “segunda muerte” de San Francisco de Paula
El santo falleció el Viernes Santo del año de 1507, a los 91 años de edad.
Su cuerpo permaneció incorrupto hasta 1562. En ese año, durante las Guerras de Religión, los protestantes calvinistas —como el santo lo había predicho— invadieron el convento de Plessis, donde estaba enterrado, sacaron su cuerpo del sepulcro y, sin conmoverse al verlo en tan buen estado, lo quemaron con la madera de un gran crucifijo de la iglesia.
Así, el santo fue prácticamente martirizado después de su muerte. Sin embargo, a pesar del odio de los enemigos de su Fe, su gloria permanece para siempre.²
fuente: http://www.fatima.org.pe/articulo-72-san-francisco-de-paula
Notas.-
- Les Petits Bollandistes,Vies des Saints,d’après le P. Giry, Bloud et Barral, París, 1882, t. IV, p. 143.
2. Otras obras consultadas:
- Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1947, t. II, pp. 333 y ss.
- P. José Leite S.J., Santos de Cada Día, Editorial A. O., Braga, 1993, pp. 412-413.
- Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, 3ª edición, pp. 20 y ss.