San Roberto: Apóstol de Baviera
Obispo, misionero y fundador de Salzburgo, la encantadora ciudad alpina en Austria, célebre por haber sido la cuna natal de Mozart. Pablo Luis Fandiño.
San Roberto (Ruprecht o Ruperto) nació en Worms en la segunda mitad del siglo VII, en el seno de la noble familia condal de los rupertinos o robertinos, que extendían su dominio sobre la región del medio y alto Rin. Estaban emparentados con la dinastía merovingia, que en aquel tiempo regía una vasta superficie de Europa, que incluye la actual Francia, Bélgica, una parte de Alemania y de Suiza. Consagrado a Dios desde su infancia, recibió la esmerada educación que le tributaron monjes misioneros venidos de Irlanda. Sobre las excepcionales virtudes que desde muy joven adornaron su alma, “Ruperto se destacó —observa la Enciclopedia Católica, basada en antiguas crónicas— por la sencillez, la prudencia y el temor de Dios; era un amante de la verdad en su discurso, recto en la opinión, cauto en el consejo, enérgico en la acción, previsor en la caridad, y en toda su conducta modelo glorioso de rectitud”.1
Obispo de Worms
Al sobresalir por su elevada piedad y amplios conocimientos, fue designado para ocupar la silla episcopal de Worms. Su enorme reputación atrajo a muchas personas que desde lejanas provincias venían a pedirle instrucción y consejo. Sin embargo, como expresa el conocido refrán, nadie es profeta en su tierra: “aquel pueblo, que se componía la mayor parte de idólatras, no podía soportar una santidad tan ilustre, como la que condenaba todas sus irregularidades, desórdenes y supersticiones. Éstos le apalearon, le hicieron mil suertes de ultrajes y le echaron de la ciudad: pero Dios le preparaba otro asilo”.2 Ruperto soportó semejantes afrentas con gran dignidad y verdadero heroísmo. En fin, nuestro santo no hizo más que seguir las enseñanzas y el ejemplo del Apóstol:“proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina”.3Aprovechó la presente contradicción para emprender un anhelado viaje a Roma, donde esperaba postrarse ante la tumba de San Pedro y presentar sus homenajes al Vicario de Jesucristo, a la espera de los designios de Dios.
Dios le descubre en Baviera un nuevo horizonte para su apostolado
Entre tanto, su fama de predicador había llegado a oídos de Teodón, duque de Baviera, quien le envió mensajeros a la Ciudad Santa suplicándole que fuese a instruir espiritualmente a su pueblo. En aquel fervoroso pedido, San Ruperto vislumbró un clamor de la Providencia que le mandaba a evangelizar aquella nación. “Fue recibido en Ratisbona por Teodón y por su Corte en el año de 697 con toda la distinción posible; y encontró los corazones de nobles y plebeyos dóciles a la palabra de Dios. La fe de Cristo había sido plantada en aquel país doscientos años antes por San Severino de Nórico; pero con su muerte las herejías y las supersticiones paganas habían extinguido enteramente la luz del Evangelio. Bagintrudis, hermana del duque Teodón, hecha cristiana, dispuso el ánimo de su hermano, y de todos los del país a recibir la fe de Cristo; y Ruperto con la ayuda de sus presbíteros, a quienes había llevado consigo, instruyó y después de un ayuno general bautizó a Teodón, a los Señores y al pueblo de todo aquel vasto país”.4Entonces San Ruperto se dedicó a predicar, cultivar y civilizar a su población. De Ratisbona, la capital, pasó a Lorch en donde continuó desarrollando su ministerio. Allí, Dios se encargó de confirmar su doctrina con sorprendentes milagros; curó numerosas enfermedades con sus oraciones y convirtió a muchos de sus habitantes.En atención al crecido número de los fieles y al extenso territorio que ocupaban, San Ruperto pensó en elegir un lugar a propósito para sede y núcleo de su apostolado. Después de descartar otras propuestas, pidió finalmente al duque de Baviera que le otorgara el territorio que otrora había sido ocupado por la ciudad romana de Juvavum, para erigir allí un monasterio y establecer su sede episcopal, a fin de afianzar su misión apostólica en el país. En agradecimiento por los grandes beneficios que su pueblo había recibido por la prédica de la fe verdadera, Teodón accedió gustosamente al pedido de San Ruperto, legándole a él y a sus sucesores un área calculada en dos mil millas cuadradas. En sus inmediaciones existía una mina de sal cuya explotación el santo obispo estimuló.
La fundación de Salzburgo
La ciudad de Salzburgo (que significa etimológicamente “ciudad de la sal”; salz en alemán equivale a sal en castellano), fue pues fundada por San Ruperto a orillas del río Salzach (“río de la sal”) y muy próxima a las ruinas del antiguo municipio romano de Juvavum. Es por ello que la iconografía cristiana representa a San Ruperto con un salero, o también con un barril en la mano, lleno precisamente de sal y no de vino. Con la ayuda del propio duque Teodón, el santo prelado erigió la primera iglesia de Salzburgo así como un monasterio benedictino —ambos dedicados a San Pedro, el Príncipe de los Apóstoles— al pie del Mönchsberg, una de las dos emblemáticas montañas que rodean la ciudad, en el mismo lugar en que San Máximo —discípulo de San Severino— sufrió el martirio junto con sus compañeros el año 476.
Apremiado por la necesidad de contar con nuevos y experimentados operarios para cuidar de su extensa mies, San Ruperto emprendió un rápido viaje a su tierra natal. A su regreso, trajo consigo a doce virtuosos misioneros de los cantones del alto Rin, entre los cuales se destacaron Cunialdo y Gislero, venerados como santos. Vino también acompañado de una sobrina, Santa Erentrudis, virgen consagrada a Dios, con quien erigió el año 714 el histórico monasterio de Nonnberg (monte de las monjas), el más antiguo convento femenino en el mundo de habla germánica. Convertida en su primera abadesa, Erentrudis gobernó con asombrosa prudencia y santidad, la prolífica comunidad de religiosas que le fue encargada por su tío carnal.
Qualis vita, finis ita
A tal vida, tal muerte. Satisfecho de haber provisto a sus instituciones con sólidas bases, San Ruperto comenzó a prepararse para el destino final de todo hombre. “Rendido de tan penosas como laboriosas fatigas, habiendo sacrificado al servicio de Dios su vida, bienes, comodidades y reputación, hizo saber a sus discípulos que se acercaba la hora de su muerte, cuya noticia sintieron en el alma; pero los consoló con la promesa de que intercedería por ellos ante el tribunal de Dios”.5Al comenzar la Cuaresma del año 718, San Ruperto adoleció gravemente. Tras soportar con admirable paciencia las molestias propias de la enfermedad, entregó su alma a Dios el 27 de marzo de aquel año, en la festividad de la Pascua, después de haber celebrado misa y predicado.
Sus restos permanecieron en la iglesia de San Pedro desde su muerte hasta el 24 de setiembre del 774. Aquel día, San Virgilio —discípulo y sucesor suyo— condujo parte de ellos a la catedral, donde permanecen hasta hoy aguardando el día de su resurrección.
Muchas iglesias y lugares en Austria y Alemania llevan su nombre, comenzando por la catedral de Salzburgo, como perenne testimonio de su inagotable actividad misionera.
El 20 de abril de 798, a pedido de Carlomagno, el Papa León III elevó la diócesis de Salzburgo a la categoría de arzobispado.
Desde fines del siglo XIII hasta comienzos del siglo XIX, Salzburgo se convirtió en un Principado gobernado por su arzobispo y formando parte del Sacro Imperio Romano Germánico.
Wolfgang Amadeus Mozart, genio universal de la música, fue bautizado en la catedral de San Ruperto el 28 de enero de 1756. Y fue en aquel mismo recinto, bajo la protección de nuestro santo, que interpretó sus primeras melodías, cuando la sugestiva Salzburgo cumplía su primer milenio de existencia. La fiesta de San Ruperto se conmemora hoy en Austria el 24 de setiembre y en el resto del mundo el 27 de marzo.
Notas.-1. Ulrich Schmid, St. Rupert, The Catholic Encyclopedia, Robert Appleton Co., New York, 1912, in www.newadvent.org/cathen/13229a.htm .2. P. Alban Butler, Vidas de los Padres, Mártires y otros principales santos, Imp. Santander, Valladolid, 1789, t. III, p. 409.3. 2 Tim 4, 2.4. P. Alban Butler, op. cit., p. 410.5. P. Juan Croisset, Año Cristiano, Imp. de Pablo Riera, Barcelona, 1862, t. 3, pp. 437