La Providencia Divina confirmó en gracia y amoldó perfectamente a la Cruz de Cristo a un religioso escogido para secundar a Santa Teresa de Jesús en la extraordinaria obra de la Reforma del Carmelo
Plinio María Solimeo
Cierto día, una imagen de Cristo padeciente habló milagrosamente a fray Juan de la Cruz, preguntándole qué deseaba en paga de su amor puro y exclusivo a Dios.
– “Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”, fue la respuesta del heroico carmelita, arquetipo de la reforma carmelitana emprendida por Santa Teresa.
En sus labios, ese dicho no era una figura de retórica, sino que traslucía la extraordinaria generosidad de su alma de fuego.
Infancia atribulada
Su padre, Gonzalo de Yepes, era de ilustre familia castellana perteneciente a la aristocracia de la antigua capital de España, Toledo, con blasón y antepasados notables en las armas y en las ciencias. Huérfano, criado por un tío eclesiástico, trabajaba en asuntos administrativos y contables con otros dos tíos, mercaderes de seda.
Un bello día Gonzalo se enamoró de Catalina Alvarez, joven y bella tejedora, huérfana como él pero de origen modesto. Y pese a la oposición de sus tíos, se casó con ella. Airados, los tíos lo expulsaron de la casa.
Precisamente aquellos años fueron tan estériles que en Castilla “no se halla pan por ningún dinero”. 1 Como no encontraba trabajo en su ramo, Gonzalo se vio obligado a aprender de su esposa el oficio de tejedor, para sostener el nuevo hogar.
Los hijos comenzaron a llegar: Francisco, Luis, Juan… Este último, el futuro santo, apenas conoció a su padre, pues Gonzalo falleció tras una dolorosa enfermedad, dejando mujer e hijos en la miseria. Luis, débil y desnutrido, siguió poco después a su padre a la tumba.
A fin de ganar el sustento para los suyos, Catalina se vio obligada a mudarse a Medina del Campo. Francisco, el hijo mayor, ya adolescente, aprendió el oficio de la madre para auxiliarla. Allí Juan tuvo que separarse de ellos y fue recibido en el Colegio de la Doctrina, una especie de orfanato, que además de atender sus necesidades materiales proporcionaba a los niños formación religiosa y escolar.
Hechos milagrosos surcan la infancia de Juan de Yepes
Cuando el pequeño andaba por los seis años, jugaba con niños de su edad introduciendo una varita en una laguna. De repente perdió el equilibrio y se cayó al agua. Llegó hasta el fondo, y después salió a flote. En ese momento vio a la Santísima Virgen que le extendía su purísima y blanca mano. Pero el pequeño, considerando aquella mano tan pura de la Madre de Dios, se juzgó indigno de tocarla, y encogió la suya. Entró entonces en escena un labrador, que lo “pescó” del agua.
Otro portento se dio cuando la familia se trasladaba hacia Medina del Campo. A la entrada de la ciudad emergió de un charco un gran monstruo, presto a devorar al niño. Este hizo la señal de la cruz y el monstruo desapareció en las aguas turbias.
En otra ocasión Juan, siendo monaguillo en el convento de la Magdalena, jugaba en el patio con otros niños. Estando cerca de un pozo hondo, un amigo atolondrado le dio un empujón haciéndolo caer dentro. Cuando todos pensaban que se había ahogado, lo vieron flotando a flor de agua. Él mismo pidió una cuerda que ciñó a la cintura, siendo así rescatado. El niño afirmó a los asombrados testigos que Nuestra Señora lo había sostenido en el agua.
Ya adolescente, Juan fue trasladado al Hospital de la Concepción, donde ejercería tres ocupaciones: ayudante de enfermero, recolector de limosnas para la institución y, en sus horas libres, estudiante en el colegio de la Compañía de Jesús.
Su benefactor deseaba que él se ordenara sacerdote y fuese capellán de la institución. Pero Juan de Yepes tenía otras aspiraciones. Apenas concluyó sus estudios a los 21 años, se dirigió furtivamente al convento carmelita de la ciudad, donde pidió su admisión con el nombre de Juan de San Matías. Para terminar sus estudios de teología, los superiores lo enviaron a Salamanca.
En vida, confirmado en gracia
Formado desde la cuna en la escuela de la pobreza y del sufrimiento, fray Juan de San Matías estaba preparado para recibir la mayor gracia de su vida. Ordenado sacerdote, regresó a Medina del Campo para cantar su primera Misa, preparándose para ella con ayuno y mortificaciones. Cuando la celebraba con un fervor seráfico, pidió “a su Majestad le concediese no cometer pecado mortal ninguno con que la ofendiese, y padecer en esta vida la penitencia de todos los pecados que como hombre flaco pudiera cometer si su divina Majestad no le tuviera de su mano”.
Años después, estando una virtuosa religiosa esperando que fray Juan terminara de atender a otra persona para tratar con él asuntos espirituales, recogida en oración, “le manifestó el Señor la gran santidad del santo padre fray Juan, y le reveló que cuando dijo la primera Misa, le había restituido la inocencia y colocado en el estado de un niño de dos años, sin doblez ni malicia, confirmándolo en gracia como los Apóstoles para que no pecase y jamás lo ofendiese gravemente”. 2
Esto explica el imponderable de candidez y pureza que emanaba de San Juan de la Cruz, como lo atestiguaron en su proceso de canonización innumerables testigos.
Dos grandes santos, una gran obra
Fue justamente poco después de esa gracia que él tuvo el encuentro providencial con Santa Teresa. Estaba ella en Medina, donde acababa de fundar un convento reformado de monjas, cuando oyó hablar de él. De inmediato pensó que podría dar origen a la rama masculina de su reforma, y suplicó a Dios que le concediera esa gracia. Al día siguiente, fray Juan explicó a Teresa que quería hacerse monje cartujo —Orden de regla muy severa— para llevar mejor una vida de contemplación y penitencia. Pero cuando la gran reformadora le explicó la idea del Carmelo con la primitiva regla, quedó encantado de secundarla en tal obra.
De ese modo Juan de San Matías pasó a llamarse Juan de la Cruz, nombre con el cual se haría mundialmente conocido, siendo el primer fraile en recibir el hábito de la Reforma carmelitana y el gran apoyo de Santa Teresa para la consolidación de esa empresa.
Cuando la gran fundadora fue enviada a su antiguo convento de la Encarnación como priora, quiso ser auxiliada por fray Juan de la Cruz como confesor de las monjas.
Mérito y valor del espíritu de Cruz
Fue allí que Juan se convirtió en la principal víctima de la verdadera batalla que se desató entonces entre carmelitas calzados y descalzos acerca de la reforma. Preso por los calzados en la prisión del convento de Toledo, en una celda fría y sin ventanas, enteramente incomunicado, ayunando a pan y agua, y siendo flagelado por ellos regular y cruelmente varias veces por semana durante nueve meses, más tarde él podría afirmar: “No os espantéis si yo muestro tanto amor por el sufrimiento; Dios me dio una alta idea de su mérito y valor cuando yo estaba en la prisión de Toledo”. 3
En contrapartida, en ese forzado aislamiento recibió insignes favores divinos, componiendo allí algunos de sus más notables poemas.
Después de una fuga dramática —en el curso de la cual tuvo que saltar el alto muro del convento-prisión— se ocupará de la formación de novicios, dirección de profesos, y atención espiritual de frailes y religiosas. Pero siempre ejerciendo en el gobierno de la Orden puestos secundarios, principalmente después de la muerte de la gran Santa Teresa, en 1582.
Los bolandistas resumen así sus virtudes: “La simple vista de un crucifijo era suficiente para provocarle éxtasis de amor y hacerle caer en lágrimas. La Pasión del Señor era el objeto ordinario de sus meditaciones, y él recomienda fuertemente esa práctica en sus escritos […] Afirmaba ser la confianza en Dios el patrimonio de los pobres, y sobre todo de los religiosos. El fuego del amor divino hacía de tal manera arder su corazón, que sus palabras inflamaban a aquellos que las oían […] Su amor de Dios se manifestaba en ciertas ocasiones, por trazos de luz que brillaban en su rostro […] Su corazón era como un inmenso horno de amor que él no podía contener en sí mismo y que brillaba hacia fuera por señales exteriores de las cuales él no era señor. No se admiraba menos en él su amor por el prójimo, sobre todo los pobres, los enfermos y los pecadores. […] El profundo sentimiento por la religión del que estaba penetrado le inspiraba un respeto extremado por todo lo que pertenecía al culto divino. Por el mismo motivo, él procuraba santificar todas sus acciones”. 4
Debido a su corta estatura (no llegaba a 1,60 m.) y a sus breves pero siempre juiciosas palabras, Santa Teresa lo llamaba afectuosamente “mi Senequita”, pues le hacía recordar aquel filósofo de la Antigüedad, coterráneo suyo. A él se refería también como “el santico de fray Juan”, cuyos “huesecillos harán milagros” por ser él “celestial y divino”, y añade: “no encontré otro en toda Castilla como él, ni que tanto enfervorice en el camino del Cielo”. 5
Para morir, se coloca en las manos de uno de sus peores enemigos
En el capítulo de los Descalzos de 1591, y pese a haber sido el primer padre de la reforma teresiana, fray Juan se vio privado de todos los cargos que tenía en la Orden, y reducido a vivir como un religioso más. Uno de los recientemente electos prometió incluso perseguirlo hasta verlo expulsado de la Orden. “Fray Juan está experimentando en estos momentos una verdadera y obstinada persecución. El padre Diego Evangelista [su peor opositor] no está aún satisfecho viendo al padre Juan de la Cruz sin oficio alguno. Busca avaramente su humillación”. 6 Y, para ello, comenzó una campaña de calumnias contra el santo.
Fray Juan pidió permiso para retirarse a un convento aislado, cerca de Sierra Morena, donde era tratado con consideración y respeto. Por eso, cuando surgieron los síntomas de su última enfermedad y el superior le pidió que eligiese un convento con más recursos para tratarse, escogió el de Úbeda, dirigido por uno de sus más acerbos enemigos, para poder sufrir hasta el fin.
Éste, a pesar de ver que el santo empeoraba, lo colocó en una celda aislada, prohibiéndole toda visita.
Le surgieron tumores en una pierna, que fueron intoxicando todo el cuerpo. El cirujano tuvo que hacer en frío una incisión de arriba a abajo en la pierna, para extraer la materia purulenta. Cada curación le arrancaba pedazos de carne con la materia infectada. Empero el enfermo, meditando los padecimientos de Nuestro Señor en la Pasión, sufría todo como si se tratase del cuerpo de otro. El médico, admirado de tanta santidad, guardaba las gasas llenas de sangre y pus, pero que prodigiosamente desprendían un suave perfume, para aplicarlas en otros enfermos, y de esa manera obtuvo varias curaciones milagrosas.
El prior, mientras tanto, se mostraba inflexible, no dando al enfermo ni lo necesario. Fue necesario que los religiosos mendigasen en las calles alimentos y remedios para fray Juan. Al llegar el Provincial, reprendió al prior por su dureza de corazón, y éste reconoció su falta, cambiando el tratamiento. Pero el santo ya estaba en el fin, habiendo bebido todo cuanto podía del cáliz del sufrimiento. Entró en agonía el 13 de diciembre, falleciendo poco después de medianoche.
El Papa Clemente X lo beatificó en 1675, Benedicto XII lo canonizó el 27 de diciembre de 1726, y Pío XI lo declaró Doctor de la Iglesia Universal.
Notas.-
1. Fray Crisógono de Jesús, Vida de San Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid, 1982, 11ª edición.
2. Idem, ib., p. 71, nota 19.
3. Les Petites Bollandistes, dáprès le Père Giry, par Mgr. Paul Guérin, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 580.
4. Op. cit., t. XIII, p. 581.
5. P. José Leite S.J., Santos de cada día, Edit. A.O., Braga, p. 441.
6. Fray Crisógono de Jesús, op. cit., p. 371.
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