San Félix de Nola, Presbitero


La vida de san Félix, presbítero de Nola, escribió en verso latino san Paulino, obispo de la misma ciudad, y el venerable Beda, la trasladó en prosa; y fué de esta manera. El padre de san Félix, fué siro de nación, y se llamó Hermia. Vino á Italia, para vivir en ella, y tomó casa en la ciudad de Nola, que es en la provincia de Campania, como cinco leguas de la ciudad de Nápoles. Tuvo dos hijos: el uno se llamó Hermia, como su padre, y el otro Félix, que es el santo de quien hablamos. Muerto el padre, el hijo Hermia se dio á las armas, y siguió la guerra debajo del estandarte del emperador: más Félix, por serlo de veras, como lo era de nombre, determinó seguir la bandera del sumo emperador y rey de los reyes Jesucristo, y menospreciadas todas las cosas de la tierra, buscar con grande ansia las del cielo. Para esto dio la mayor parte de su patrimonio á los pobres: aplicóse al servicio de la Iglesia, y en ella tuvo grado de lector y exorcista, con tanta virtud y espíritu, que echaba los demonios de los cuerpos que atormentaban y poseían; y finalmente subió al grado de sacerdote, aprovechando á todo el pueblo, no menos con su excelente doctrina, que con el ejemplo de su santa vida. Levantóse en su tiempo una horrible y gravísima persecución contra la Iglesia de Jesucristo, movida de los gentiles, que con fuerzas de atroces tormentos, y con exquisitos géneros de muertes la procuraban extinguir. Vinieron á la ciudad de Nola los ministros del emperador, y buscaron, como solían, las cabezas y guías de los cristianos, para hacer en ellos su presa, y atraerlos si pudiesen, á su maldad, y sino atormentarlos y despedazarlos; para que los demás se rindiesen á la voluntad del emperador, viendo, ó rendidos, á los que tenían por padres y maestros, ó muertos con tanta crudeza, que el temor acabase con ellos, lo que el amor y blandura, no hubiese podido acabar. Era en esta sazón obispo de Nola un santo varón, por nombre Máximo, anciano en la edad, santo en las costumbres, de aspecto venerable, celoso, prudente, y de alto y cristiano espíritu: el cual, entendiendo el intento y rabia, con que habían venido á Nola los ministros de Satanás, y que él había de ser el primero, en quien aquellos lobos habían de embestir, para que, herido y muerto el pastor, más fácilmente pudiesen hacer salto en el rebaño del Señor; comenzó á pensar, lo que le convenía hacer, si se dejaría prender para morir, como deseaba, por Cristo, ó si se guardaría para otra mejor ocasión, para que no peligrasen por él sus ovejas. Con esta duda, hablando consigo mismo, decía: el vivir en tantos peligros, cierto no es vivir, sino morir continuo, y estar sujeto á mil muertes, sin acabar de morir. Todo lo que pasa presto, es fácil de llevar, por grave que parezca: si yo me presento á estos impíos ministros, una vez sola me despedazarán, y con la muerte me abrirán camino para la verdadera vida; mas si me escondo, no se acabarán jamás mis congojas y quebrantos: pues habré de vivir entre las fieras, sin alivio ni descanso. El pelear es una muerte cierta, más breve; el huir es un morir prolijo y dudoso: lo uno es de una vez, y con un dolor acabar los afanes, y miserias innumerables de esta vida; lo otro es padecer muchos golpes, sin acabar con ellos: el padecer martirio es provechoso para mí; el ausentarme será provecho, y por ventura necesario para mis ovejas. Pues ¿porqué quiero yo más mirar á mi bien, que al de mi ganado? El Señor dijo á los apóstoles, que cuando los persiguiesen en una ciudad, huyesen á otra: según esto mi huida es lícita y segura, y á lo que puedo ver, por el estado de las cosas presentes, será útil para mi pueblo; y así dejando lo que á mí me toca, sigamos el bien de los otros: y aunque deseemos morir por Cristo, vivamos ahora por amor de Cristo; que él nos dará otro tiempo para morir por él. Con esta resolución, el santo obispo encomendó su ganado á Félix, y se retiró á los riscos de los montes, y á los lugares más ásperos y seguros. Como los perseguidores no hallaron al obispo, dieron en san Félix, que era la segunda roca, y pilar de aquella cristiandad. Préndenle, y cárganle de prisiones y cadenas: y no habiéndole podido ablandar con dulces palabras y promesas, ni espantar con fieras amenazas, le echaron en una cárcel muy obscura; y para que no pudiese dormir ni reposar, sembraron el suelo de agudos pedazos de tejas. Entretanto que san Félix estaba preso en la cárcel, el santo obispo Máximo, estando libre de las prisiones, no lo estaba del amor de sus ovejas, ni de otras penas que padecía; porque acordándose de su grey, se consumía, pareciéndole, que la cárcel, el fuego y la misma muerte, no era tan dura, como el verse sin el pueblo, que Dios le había encomendado: y puesto caso que confiaba mucho en la virtud, y valor de Félix, siempre temía, que las ovejas padecerían en ausencia del propio pastor. Por este respecto, y por el deseo encendido, que tenia de poner la vida por Cristo, muchas veces trató de volverse á la ciudad; mas el Señor, que por otro camino quería ser en el santo obispo glorificado, le quitó aquel pensamiento. Añadióse á este otro tormento, que no hallaba ya que comer, ni con que sustentarse; y como era viejo, y el tiempo era de invierno y muy frió, y el suelo estaba cubierto de escarcha y hielo, helábase el santo pontífice, y desfallecía. Estaban en un mismo tiempo los dos santos sobre manera afligidos, el uno viejo, y el otro mozo, el uno obispo, y el otro sacerdote, el uno libre, y el otro preso, el santo obispo estaba atormentado de la hambre, y el sacerdote de sus prisiones y cadenas: ambos tenían necesidad del consuelo y favor divino; y el Señor, que es benigno, y nunca desampara, á los que confían en él, se les dio de esta manera.
Vino á la cárcel, donde estaba san Félix, un ángel, que la ilustró con su luz resplandeciente, la cual solo vio el santo, para quien solo se enviaba; y oyó una voz que le decía, que se levantase y saliese de la cárcel. Parecióle sueño, como á san Pedro, cuando estuvo preso de Herodes: más tornando el ángel á mandarle, que se levantase y le siguiese; hallóse desatado de sus prisiones y cadenas, y comenzó á seguir al ángel, abriéndoselo las puertas de la cárcel, que para los otros estaban cerradas. Iba el ángel delante, y san Félix le seguía, hasta que llegaron al monte, donde el santo obispo Máximo, estaba tendido en el suelo, helado y consumido con la hambre, frió y mucha edad, y con un semblante, que más parecía muerto que vivo. Abrazóle san Félix: y como lo halló sin sentido y helado, comenzó con el huelgo á calentarle; procurando dar algún espíritu y vida, al que al parecer estaba sin ella. Como vio, que no le aprovechaba, todo lo que hacía, volvióse á la oración, que es remedio universal de todos los males, y suplicó á nuestro Señor, que lo socorriese en tan extrema necesidad; y luego vio colgado de una zarza un racimo de uvas, el cual tomó como enviado del cielo, le exprimió en la boca del santo viejo; y él con aquel licor volvió en sí, abrió los ojos, movió los labios, y comenzó á alabar á Dios, y después á quejarse de san Félix, porque había tardado en venir, habiéndole nuestro Señor prometido, que le vendría á socorrer y visitar. ¿Quién desconfiará en sus trabajos de tan gran Señor? ¿Quién, aunque esté en el vientre de la ballena como Jonás, desmayará, sabiendo, que Dios es poderoso para sacarle de él? ¿Y que aunque mortifica, también da vida, y después de haber dejado llegar al hombre á lo más profundo del abismo, le saca y levanta, consuela y anima? Libró el ángel á Félix de la cárcel, para que él, como otro ángel, librase á Máximo de la muerte, y de la aflicción extremada que tenía. Tuvieron los dos santos algunos razonamientos dulces, y piadosos entre sí, y al cabo determinaron volver á la ciudad, para esfuerzo y ayuda de los fieles: y como ni el santo viejo podía, por su gran flaqueza, andar por sus pies, ni había pies ajenos, en que llevarle; la caridad, á la cual ninguna cosa le es imposible, dio fuerzas á san Félix, para que le llevase acuestas, movido del amor, y de la esperanza del gran fruto, que las almas de los fieles habían de recibir con la vista de su pastor.
Tomó, pues, sobre sus hombros el santo mozo al santo viejo, yendo mas ligero con su peso: llevóle secretamente á la ciudad: entrególe á una buena vieja, que sola estaba en casa del obispo; y él se escondió, hasta que cesó aquella borrasca, y después los dos salieron en público, y visitaron, y consolaron á los fieles, los cuales por la persecución pasada tenían necesidad de ayuda, y consejo. Poco duró aquella bonanza, y aquella paz, que Dios nuestro Señor había dado á la ciudad de Nola; porque luego se tornó á turbar el mar, y a levantarse las olas hasta el cielo. Volvieron los ministros del emperador á la ciudad: y como sabían, que san Félix era el capitán de todos los demás, la primera cosa, que hicieron, fué buscarle: halláronle en la plaza; mas no le conocieron. Preguntaron al mismo san Félix, si conocía á Félix presbítero; y el respondió, que de cara no le conocía, como era verdad (pues que ninguno se conoce, ni puede ver su rostro), y entendiendo, que le buscaban, se apartó de allí, y se fué á esconder en un lugar secreto, que le pareció seguro, aunque no había en él, con que repararse, sino una pared vieja, y caída. Los ministros, así que entendieron de otros, que aquel, con quien habían hablado, era el mismo, que buscaban, dieron tras él, y entraron en el mismo lugar, donde él estaba escondido; pero para que se vean los modos tan exquisitos, y admirables, que Dios toma, por socorrer y defender á sus siervos, cubrió repentinamente aquel rincón, en que estaba san Félix de unas telas de arañas, tan espesas, y tan cerradas, que no le pudieron descubrir, ni ver: y teniéndose por engañados, y no viendo, al que buscaban, volvieron atrás muy despechados, y confusos: para que entendamos (como dice san Paulino), que cuando tenemos á Dios, las telarañas nos sirven de fuertes muros; y cuando nó, los muros son telarañas para nuestra defensa. ¿Pues quién no servirá á un Señor tan poderoso, tan cuidadoso de los suyos, y que con modos tan maravillosos los defiende? Partiéronse los perseguidores aquella tarde: y san Félix quedó cantando aquel verso del salmo: «Aunque esté en medio de la sombra de la muerte, no temeré los males; porque vos estáis conmigo»: y entróse mas adentro entre las ruinas de ciertos edificios, donde estuvo seis meses, según san Paulino, sin ser conocido, ni visto. Y para que más nos admiremos, y alabemos la providencia, que el Señor tuvo en sustentar á este su siervo en todo aquel tiempo; allí junto, donde estaba san Félix, moraba una buena, y devota mujer, la cual inspirada, y movida del mismo Señor, cada día, sin saber lo que hacía, ni para quien lo hacía, ponía pan, y otros manjares, que había guisado para los de su casa, en aquel escondrijo, donde estaba san Félix, pensando, que los ponía en su propia casa; y de esta manera le sustentó, sin saber, que le sustentaba, acordándose cada día de poner allí la vianda, y nunca acordándose de haberla puesto, que es ejemplo raro, y maravilloso. Y para que no le fallase que beber, en un aljibe roto, que allí estaba, enviaba Dios tanta cantidad de rocío, que el santo con él se podía refrescar; y de esta suerte vivió los seis meses apartado de toda comunicación, y trato con los hombres, pero muy regalado de los ángeles, y visitado del mismo Dios, hasta que habiendo cesado aquella tormenta, serenándose el cielo, y sosegándose el mar, salió san Félix de su secreto retraimiento, y comenzó á hacer, lo que antes él solía, que era predicar, exhortar á toda virtud al pueblo: el cual viéndole tan sin pensar, le honró, y reverenció, como si hubiera bajado del cielo. Murió en este tiempo el obispo Máximo, consumido con su larga edad, y trabajos, que por Cristo había padecido; luego todos pusieron los ojos en san Félix para que fuese su pastor, y obispo; mas como él era tan humilde, persuadiólos con buenas razones, que eligiesen por obispo á Quinto, que era un clérigo de santísima vida, el cual había sido ordenado de misa siete días antes que él, alegando, que esto se le debía, así por más antiguo sacerdote, como por sus raras partes; y también porque de esta manera gozaría el pueblo de sus trabajos, y de los de Quinto, y por uno tendría dos, que le ayudasen, y sirviesen para la salvación de sus almas; y así se hizo, tomando Quinto el gobierno de aquella iglesia, y continuando Félix la predicación, y ayudando al nuevo obispo á llevar el peso de su dignidad.
Si fué grande la humildad de Félix, no lo fué menos el amor entrañable, que tuvo á la santa pobreza, el cual mostró bien, cuando dio á los pobres la mayor parte de su patrimonio, viviendo con mucha templanza de la pequeña parte, que guardó por sí, y repartiendo á los pobres, todo lo que al cabo del año le sobraba: pero mucho mejor se vio, en lo que después de la persecución hizo; porque como el tiempo, que ella duró, le hubiesen tomado, y confiscado todos sus bienes, y hecho almoneda de ellos; después que se sosegó aquella tempestad, y comenzó la Iglesia á gozar de paz y quietud, aconsejaron á san Félix, que pidiese sus bienes por justicia, como lo habían hecho otros, que los habían pedido, y cobrado; mas él respondió con espíritu de verdadero, y perfecto santo: No quiera Dios, que yo torne á poseer los bienes que una vez perdí por Jesucristo, ni que codicie aquellas riquezas de la tierra, que una vez dejé, por poseer mejor los tesoros del cielo. Y así se sustentaba de los frutos de una pequeña huerta, y de tres hanegadas de tierra, que él mismo por sus manos cultivaba con ayuda de otro labrador; y si le sobraba alguna cosilla, teníala por de los pobres, y no por suya. Nunca tuvo más de un vestido; y si le daban otro, luego le daba, á quien de él tenía necesidad. Con esta santidad vivió san Félix muchos años, siendo no menos feliz por sus grandes merecimientos, que lo era por su nombre. Finalmente, murió á los 14 de enero, ó por mejor decir, comenzó á vivir una vida bienaventurada, y eterna, de la cual dieron manifiesto testimonio los muchos, y grandes milagros, que nuestro Señor obró por él; y fueron tantos, y tan notorios, y esclarecidos, que venían de muchas partes del mundo los fieles en romería, á su sepulcro, para alcanzar del Señor mercedes, y favores por su intercesión; y san Dámaso papa compuso versos, haciéndolo gracias por la salud, que Dios le había otorgado por su oración. Entre los otros milagros, que obraba Dios por este santo, ora descubrir la verdad oculta y que por otra vía no se podía averiguar; porque cuando no había indicios vehementes, que alguno hubiese cometido algún grave delito, y el que era acusado lo negaba, y no se podía probar, llevábanlo al sepulcro de san Félix, para que allí jurase, y dijese la verdad, y si no la decía, era castigado visiblemente: de lo cual hace mención san Agustín en la epíst. 137, y añade, que él envió desde África á la ciudad de Nola, un clérigo suyo, que siendo infamado de un delito grave, le negó; para que con su juramento hecho sobre el sepulcro del santo, se manifestase la verdad, y purgase la infamia.
Por espacio de muchos años, y siglos, manó de su cuerpo un licor celestial, y saludable, con el cual se curaban muchos enfermos, y sanaban de sus dolencias.
En la vida de este santo hay muchas cosas admirables, por las cuales debemos alabar al Señor; como son el haberle librado de la cárcel por el ángel, llevándole al monte, donde su obispo estaba pereciendo: criado el racimo de uvas para su refrigerio: defendídole con telas de arañas, de los que le buscaban para matarle: y sustentándole tantos meses por mano de aquella mujer milagrosamente: pero hay otras no menos maravillosas de sus heroicas virtudes, que debemos procurar imitar; especialmente aquella caridad tan entrañable, y fervorosa, con la cual olvidado de sí, llevó acuesta á su obispo; y la humildad, con que después de él muerto no lo quiso ser; y aquel alto, y admirable espíritu de pobreza, con que menospreció los bienes de la tierra, por gozar del sumo bien, y tuvo por ganancia la pérdida, de lo que acá tenia, por alcanzar, y poseer, al que es todo de todos, y perfecta bienaventuranza, de los que le sirven y padecen por su amor.
Hacen mención de este santo san Paulino, que (como dijimos) compuso en verso su vida, y Beda la escribió en prosa: san Agustín en la epíst. 137 y en el libro de Cura pro mortuis: y Gregorio Turonense en el libro de la gloria de los mártires, capítulo 104.
FuenteLa leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc

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