Es conocida aquella dolorosísima figura bíblica de Raquel vagando por los alrededores de la ciudad de Rama, lamentando la muerte de sus hijos y rechazando cualquier consuelo.
Miremos a las ciudades contemporáneas. Nos enseña la Sagrada Teología que, además de tener cada persona un Ángel de la Guarda, todas las ciudades poseen el suyo. Si los ángeles pudieran sufrir y llorar, veríamos ciertamente a los Ángeles de la Guarda de las grandes metrópolis modernas llorar amargamente, como Raquel, sobre las ciudades que les han sido confiadas, y rechazar quizá el consuelo.
Es que, gracias a la corrupción general y las dolorosas condiciones de vida que tenemos hoy en día en el mundo entero, no hay gran ciudad donde la muerte de los inocentes asuma proporciones siniestras. Y si queremos buscar las causas de los males que hoy afligen a la humanidad, no sería difícil encontrarlas al menos en parte, en esa gran matanza de inocentes, de que nuestro siglo es teatro.
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Hubo siglos pasados que conocieron verdaderas matanzas de inocentes. Este es el caso, por ejemplo, del exterminio, por orden de Herodes, de los niños entre los cuales buscaba matar al propio Creador. Nuestro siglo conoció un mal más atroz. No es ya el soldado cruel que invade el hogar y arranca del cuello materno al niño inocente hiriéndolo, sino que hiere a la madre con una flecha moral mil veces más cruel que el gladio de acero. Es el egoísmo germinando en el propio corazón materno, y llevándola a desear estancar, con el concurso de la ciencia, la propia fuente de la vida. La espada fue sustituida por la ciencia, y el soldado por la madre, que no sólo evita la vida, sino que la elimina.
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Dije que esa matanza es alarmante. ¿Por qué? Pocas cosas pueden merecer tan graves y pesados castigos de Dios como la matanza de inocentes, cuya sangre clama al cielo pidiendo venganza. Ese estado permanente de cosas es para una ciudad una fuente de males y castigos innumerables. Es un crimen que aplasta en la brutalidad de sus ruedas de molino una cantidad de niños cuyo total sólo en el día del Juicio Final se podrá conocer. Pero esta siniestra verdad tiene un reverso luminoso.
Si Dios promete tantos y tales castigos para los que asesinan a los niños, ¿qué recompensas y qué indulgencias no encontrarán junto a Él los que los protegen? Si Él sabe castigar con mano inexorable a los que matan a los inocentes, ¿no sabrá Él premiar las manos misericordiosas que les salvan? ¿No sabrá Él recompensar con generosidad a los que sacrifican su tiempo, sus ocios, sus recursos pecuniarios, y quizá sus intereses más fundamentales a la obra de preservar a los niños de la muerte que la perfidia de hombres desalmados, lanzan en la desgracia?