Nuestra Señora del Sagrado Corazón
Plinio Corrêa de Oliveira
Si hay una época para cuya miseria sólo pueda existir esperanza de remedio en el Sagrado Corazón de Jesús, ésa es la nuestra.
Inútil sería atenuar la enormidad de los crímenes que en todas partes practica la humanidad de nuestros días. Dijo Pío XI en una de sus encíclicas, que la degradación moral del mundo contemporáneo es tal, que lo coloca en la inminencia de verse precipitado, de un momento a otro, en condiciones espirituales más miserables de que aquellas en que se encontraba cuando vino al mundo el Salvador.
En otros términos, los errores acumulados por los siglos que nos precedieron —los delirios de la Seudo-Reforma, las audacias diabólicas de la Enciclopedia, el libertinaje desenfrenado de las costumbres, los crímenes de la Revolución Francesa, la apostasía de los filósofos alemanes— crearon un ambiente de universal corrupción, que culminó en los desórdenes, en las catástrofes, en el exceso, en el desbordarse de la concupiscencia a que asiste la humanidad del siglo XX.
Cuando miramos hacia este mundo pecador, gimiendo en las torturas de mil crisis y de mil angustias, y que a despecho de eso no hace penitencia; cuando consideramos los progresos aterradores del neopaganismo, que está en vísperas de ascender al gobierno de la humanidad entera; cuando vemos, por fin, la pusilanimidad, la imprevisión, la desunión de aquellos que aún no se pasaron al bando del mal, nuestro espíritu se estremece en la previsión de las catástrofes que acumula sobre sí misma la impiedad obstinada de esta generación.
Hay algo de liberal o de luterano en imaginar que tantos crímenes no merecen castigo, y que una tal apostasía de las masas se operó por un mero error intelectual, sin que constituya un grave pecado para la humanidad. La realidad no es esa. Dios no abandona a sus criaturas y si éstas se encuentran lejos de Él, la culpa sólo les puede caber a ellas y no a Dios.
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¿No habrá entonces para la humanidad otro desenlace para los días de hoy, sino desaparecer en un diluvio de lodo y de fuego? ¿No se podrá esperar para ella otro futuro en este siglo, sino un ocaso ignominioso, en que la impenitencia final será castigada por los flagelos supremos, prenunciados por la Escritura como indicios del fin del mundo?
Si Dios dejase actuar exclusivamente su Justicia, sin duda. Y ni sabemos si en tal caso el mundo habría llegado hasta el siglo XX de nuestra era. Pero como Dios no es apenas justo, sino también misericordioso, no se cerró aún para nosotros la puerta de la salvación.
Una humanidad perseverante en su impiedad, todo lo puede esperar de los rigores de Dios. Mas Dios que es infinitamente misericordioso, no quiere la muerte de esta humanidad pecadora, pero sí “que ella se convierta y viva”. Y por eso su gracia busca insistentemente a todos los hombres, para que abandonen sus pésimos caminos y vuelvan al regazo del Buen Pastor.
Si no hay catástrofes que no deba temer una humanidad impenitente, no hay misericordias que no pueda esperar una humanidad arrepentida. Y para ello no es necesario que el arrepentimiento haya consumado su obra restauradora. Basta que el pecador, aunque desde el fondo del abismo, se vuelva hacia Dios con un simple comienzo de arrepentimiento eficaz, serio y profundo, que encontrará inmediatamente el socorro de Dios, que nunca se olvidó de él. Lo dice el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura: aunque tu padre y tu madre te abandonasen, yo no me olvidaría de ti. Hasta en los casos extremos en que el paroxismo del mal llega a agotar la propia indulgencia materna, Dios no se cansa. Porque la misericordia de Dios beneficia al pecador aún cuando la Justicia divina lo hiere de mil desgracias en el camino de la iniquidad.
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Estas dos imágenes esenciales de la justicia y de la misericordia divina, deben ser constantemente puestas ante los ojos del hombre contemporáneo. De la justicia, para que él no suponga temerariamente que sin méritos se va a salvar. De la misericordia, para que no desespere de su salvación siempre que desee enmendarse. Y si las hecatombes de nuestros días ya hablan tan claramente de la justicia de Dios, ¿qué mejor visión para completar este cuadro, que la del sol de misericordia, que es el Sagrado Corazón de Jesús?
Dios es caridad. Y por eso mismo la simple enunciación del Nombre Santísimo de Jesús recuerda la idea del amor. ¡El amor insondable e infinito que llevó a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad a encarnarse!
El amor expresado a través de esa humillación incomprensible de un Dios que se manifiesta a los hombres como un niño pobre, que acaba de nacer en una gruta. El amor que trasparece a través de aquellos treinta años de vida recogida, en la humildad de la más estricta pobreza, y en las fatigas incesantes de aquellos tres años de evangelización, en que el Hijo del Hombre recorrió caminos y atajos, traspuso montes, ríos y lagos, visitó ciudades y aldeas, surcó desiertos y poblados, habló a ricos y a pobres, esparciendo amor y recogiendo en la mayor parte del tiempo principalmente ingratitud. ¡El amor demostrado en aquella Cena suprema, precedida por la generosidad del lavado de pies y coronada por la institución de la Eucaristía! El amor de aquel último beso dado a Judas, de aquella mirada suprema puesta en San Pedro, de aquellas afrentas sufridas en la paciencia y en la mansedumbre, de aquellos sufrimientos soportados hasta la total consumación de las últimas fuerzas, de aquel perdón mediante el cual el Buen Ladrón robó el Cielo, de aquella donación extrema de una Madre celestial a la humanidad miserable.
Cada uno de estos episodios fue meticulosamente estudiado por los sabios, piadosamente meditado por los santos, maravillosamente reproducido por los artistas, y sobre todo inigualable mente celebrado por la liturgia de la Iglesia. Para hablar sobre el Sagrado Corazón de Jesús sólo hay un medio: es recapitular debidamente cada uno de ellos.
Realmente, al venerar al Sagrado Corazón, la Santa Iglesia no quiere otra cosa sino prestar una alabanza especial al amor infinito que Nuestro Señor dispensó a los hombres. Como el corazón simboliza el amor, rindiendo culto al Corazón, la Iglesia celebra el Amor.
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Por más variadas y bellas que sean las invocaciones con que la Santa Iglesia se refiere a Nuestra Señora, en ninguna de ellas dejaremos de encontrar una relación entre Ella y el amor de Dios. Esas invocaciones o celebran un don de Dios, al cual Nuestra Señora supo ser perfectamente fiel, o un poder especial que Ella tiene junto a su Divino Hijo.
Ahora bien, ¿qué prueban los dones de Dios, sino un amor especial del Creador? ¿Y qué prueba el poder de Nuestra Señora junto a Dios, sino ese mismo amor?
Así pues, es con toda propiedad que Nuestra Señora puede al mismo tiempo ser llamada “espejo de justicia” y “omnipotencia suplicante”. Espejo de Justicia, porque Dios la amó tanto, que en Ella concentró todas las perfecciones que una criatura puede tener, y por eso mismo en ninguna Él se refleja tan perfectamente como en Ella. Omnipotencia suplicante, porque no hay gracia que se obtenga sin Nuestra Señora, y no hay gracia que Ella no obtenga para nosotros.
Por lo tanto, invocar a Nuestra Señora bajo el título del Sagrado Corazón es hacer una síntesis bellísima de todas las otras invocaciones, y recordar el reflejo más puro y más bello de la Maternidad Divina, y hacer vibrar al mismo tiempo, armónicamente, todas las cuerdas el amor, que tocamos una a una enunciando las varias invocaciones de la letanía lauretana, o de la Salve Regina.
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Pero hay una invocación que quiero recordar especialmente. Es la de abogada de los pecadores. Nuestro Señor es Juez. Y por mayor que sea su misericordia, no puede también dejar de ejercer su función de juez. Nuestra Señora, en cambio, sólo es abogada. Y nadie ignora que no es función del abogado otra cosa sino defender al reo. Así, decir que Nuestra Señora del Sagrado Corazón es nuestra abogada implica en decir que tenemos en el Cielo una abogada omnipotente, en cuyas manos se encuentra la llave de un océano infinito de misericordia.
¿Qué hay de mejor que se pueda mostrar a esta humanidad pecadora, a la cual, si no se le habla de Justicia de Dios, se embota cada vez más en el pecado, y si se habla de ella, desespera de la salvación? Mostremos la Justicia: es un deber cuya omisión ha producido los más lamentables frutos. Al lado de la Justicia que hiere a los impenitentes, nunca nos olvidemos sin embargo de la Misericordia, que ayuda al pecador seriamente arrepentido a abandonar el pecado y, así, a salvarse.
Fuente: El Legionario, 21-7-1940.
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