El Martirologio jeronlmiano menciona el 25 de enero una “Translatio S. Pauli Apostoli”. “Poco a poco fué variando la orientación histórica, y el concepto de una traslación material de las reliquias de San Pablo, fué sustituido por el de una traslación o cambio psicológico y espiritual, verificado en el camino de Damasco. De este modo se pasó de la translatio física, a la conversion mística del Apóstol” (Lib. Sacram., t. VI). Esta fiesta parece ser de origen galicano y sólo poco a poco fué pasando a los libros romanos, a partir del siglo VIII. Los textos del Oficio y de la Misa sobrepasan el objeto histórico y determinado de esta fiesta. Se trata en ellos no sólo de lá Conversión de San Pablo, sino de todo a cuanto ella dió principio, del celo y de los sufrimientos del Apóstol.
Hemos visto ya a los Gentiles, representados a los pies del Emmanuel por los Reyes Magos, ofreciendo sus místicos presentes y recibiendo en cambio los dones de la fe, esperanza y caridad. La cosecha de las naciones está ya madura; ya es hora de la siega. Mas ¿quién ha de ser el obrero de Dios? Los Apóstoles de Cristo no han abandonado aún la Judea. Todos tienen la misión de anunciar la salvación hasta las extremidades de la tierra; pero nadie ha recibido todavía un título especial para ser Apóstol de los Gentiles. Pedro, el Apóstol de la Circuncisión, está destinado en particular, como Cristo, a las ovejas extraviadas de la casa de Israel (San Mateo, XV, 24.)
Pero, como es Jefe y fundamento, a él le corresponde abrir la puerta de la Iglesia a los Gentiles. Y lo hace con toda solemnidad, administrando el Bautismo al centurión romano Cornelio.
Con todo eso, la Iglesia se prepara; la sangre del Mártir Esteban y su última plegaria, van a lograr un nuevo Apóstol, el Apóstol de las naciones. Saulo, ciudadano de Tarso, no ha visto a Cristo en su vida mortal, y sólo Cristo puede hacer un Apóstol.
Desde los altos de los cielos donde reina impasible y glorificado, llamará Jesús a Saulo para que le siga, como llamaba durante los años de su predicación a los pescadores del lago de Genesaret para que siguieran sus pasos y escuchasen su doctrina. El Hijo de Dios arrebatará a Saulo hasta el tercer cielo y le revelará todos sus misterios; de suerte que cuando Saulo vaya a ver a Pedro, como él dice y a contrastar su Evangelio con el suyo, podrá decir: “No soy menos Apóstol que los demás Apóstoles”.
Comienza la gran obra el día de la conversión de Saulo. Hoy resuena la voz que quebranta los cedros del Líbano (Salmo XXVIII, 5), cuya maravillosa potencia hace primeramente de un judío perseguidor un cristiano, en espera de poder hacer un Apóstol. El patriarca Jacob había predicho ya esta transformación, cuando en su lecho de muerte revelaba a cada uno de sus hijos su futuro con el de la tribu que debía salir de ellos. Judá fué el más honrado; de su raza real debía nacer el Redentor, el ansiado de las naciones. También Benjamín fué anunciado, en frases más humildes, pero con todo, elogiosas: él será el abuelo de Pablo, y Pablo, el Apóstol de las naciones.
El anciano había dicho: “Benjamín, lobo rapaz: por la mañana cogerá la presa; por la tarde distribuirá el alimento.” (Gen., XLIX, 27). El es como dice San Agustín: quien con la fogosidad de su adolescencia se lanza como un lobo amenazador y carnívoro sobre el rebaño de Cristo. Saulo en el camino de Damasco, es el portador y ejecutor de las órdenes de los pontífices del Templo, empapado en la sangre de Esteban a quien ha lapidado por mano de aquellos a quienes guardaba sus vestidos. Y que por la tarde no arrebata la presa del justo, sino que con mano caritativa y tranquila distribuye a los hambrientos el alimento nutritivo; es el mismo Pablo, Apóstol de Jesucristo, abrasado de amor por sus hermanos, haciéndose todo a todos, hasta el punto de desear ser anatema por ellos.
Tal es la fuerza misteriosa del Emmanuel, siempre en aumento y a la que nada resiste. Cuando quiere que su primer homenaje sea la visita de los pastores, invítalos por medio de sus Ángeles, cuyas dulces armonías bastan para conducir a estos corazones sencillos hasta el pesebre, donde en pobres pañales descansa la esperanza de Israel. Cuando desea el homenaje de los príncipes de la Gentilidad, hace aparecer en el cielo una estrella simbólica; su aparición, al mismo tiempo que la inspiración interior del Espíritu Santo, determina a esos hombres a ponerse en camino desde el extremo Oriente, para depositar a los pies de un niño sus presentes y sus corazones. Cuando llega el momento de formar el Colegio Apostólico, se adelanta por la orilla del mar de Tiberiades, y basta aquella sola palabra: Seguidme, para atraerse a los hombres que ha escogido. Una sola mirada suya basta para cambiar el corazón del Discípulo infiel, en medio de las humillaciones de su Pasión. Hoy, desde lo alto del cielo, después de haber cumplido todos los misterios, queriendo demostrar que sólo El es el Señor de los Apóstoles, y que está consumada su alianza con los Gentiles, se aparece a este Fariseo que cree ir tras la ruina de la Iglesia; destruye aquel corazón de judío y crea con su gracia un nuevo corazón de Apóstol, aquel vaso de elección, aquel Pablo que dirá en lo sucesivo: Vivo yo, mas ya no yo; es Cristo quien vive en mí. (Gal., II, 20).
Era justo que la conmemoración de este importante suceso fuese colocada cerca del día en que celebra la Iglesia el triunfo del primer Mártir. Pablo es la conquista de Esteban. Aunque el aniversario de su martirio se encuentra en otro período del año (29 de junio) no podía por menos de aparecer junto a la cuna del Emmanuel como el más brillante trofeo del Protomártir; también los Magos reclamaban la presencia del conquistador de la Gentilidad, de la cual fueron ellos las primicias.
Finalmente, era conveniente que, para completar la corte de nuestro gran Rey, al lado del pesebre se elevasen las dos potentes columnas de la Iglesia, el Apóstol de los Judíos y el Apóstol de los Gentiles; Pedro con sus llaves y Pablo con su espada. De este modo se nos presenta Belén como verdadero símbolo de la Iglesia, y los tesoros de la liturgia en este tiempo, nos parecen más bellos que nunca.
Te damos gracias, oh Jesús, porque con tu poder derribaste hoy por tierra a tu enemigo, y le levantaste misericordiosamente. Eres en verdad el Dios fuerte, y mereces que todas las criaturas canten tus victorias. ¡Cuán admirables son tus planes para la salvación del mundo! Te asocias hombres para la obra de la predicación de tu palabra, y para la administración de tus Misterios; y para hacer a Pablo digno de tal honor, empleas todos los recursos de tu gracia. Te complaces en hacer del asesino de Esteban un Apóstol, para que aparezca tu poder a la vista de todos, y para que tu amor por las almas brille en su más gratuita generosidad, y superabunde la gracia donde abundó el pecado. Visítanos con frecuencia, oh Emmanuel, con esa gracia que muda los corazones, porque deseamos tener una vida exuberante, pero a veces sentimos que su principio está próximo a abandonarnos. Conviértenos como convertiste al Apóstol; y asístenos, luego porque sin ti nada podemos hacer. Anticípate, acompáñanos y no nos abandones nunca; asegúranos la perseverancia final, ya que nos diste el comienzo. Haz que reconozcamos, con amor y respeto el don de la gracia que ninguna criatura puede merecer, pero al cual la voluntad humana puede poner obstáculos. Somos prisioneros: sólo Tú posees el Instrumento necesario para poder romper las cadenas. Colócale en nuestras manos animándonos a usarlo, de manera que nuestra libertad es obra tuya y no nuestra, y nuestro cautiverio, dado caso de que exista, no debe atribuirse más que a nuestra negligencia y pereza. Dános, Señor, esta gracia; y dígnate aceptar la promesa que te hacemos humildemente de unir a ella nuestra cooperación.
Ayúdanos, oh Pablo, a responder a los designios misericordiosos de Dios sobre nosotros; haz que nos sometamos al yugo suave de Jesús. Su voz no atruena; no deslumbra nuestros ojos con sus rayos; pero con frecuencia se queja de que le perseguimos. Ayúdanos a decirle como tú “¿Señor, qué quieres que haga?” Seguramente nos responderá que seamos sencillos y niños como él, que seamos agradecidos, que rompamos con el pecado y luchemos contra nuestros malos instintos, que procuremos la santidad siguiendo sus ejemplos. Tú dijiste, oh Apóstol: “¡Sea anatema, quien no ame a Nuestro Señor Jesucristo!” Haz que le conozcamos más y más, para poder amarle, y que misterios tan amables no sean por nuestra ingratitud, causa de nuestra condenación.
Oh Vaso de elección, convierte a los pecadores que no piensan en Dios. En la tierra te diste completamente a la obra de la salvación de las almas; continúa tu ministerio en el cielo donde reinas, y pide al Señor para los que persiguen a Jesús en sus miembros, las gracias que triunfan de las mayores rebeldías.
Como Apóstol de los Gentiles, mira a tantas naciones sentadas aún en las sombras de la muerte. En otros tiempos te abrasaron dos deseos: el de reunirte con Cristo, y el de permanecer en la tierra para trabajar en la salvación de los pueblos. Ahora estás ya para siempre con el Salvador a quien predicaste; no olvides a los que no le conocen todavía. Suscita hombres apostólicos que continúen tus trabajos. Haz fecundos sus sudores y su sangre. Atiende a la Sede de Pedro, tu hermano y jefe; protege la autoridad de la Iglesia Romana que es heredera de tus poderes, y que te considera como su segundo pilar. Sal por su honor allí donde es despreciada; destruye los cismas y las herejías; infunde tu espíritu en todos los pastores, para que a imitación tuya, no se busquen a sí mismos; sino sólo y siempre los intereses de Jesucristo.
Fuente: El Año Litúrgico de Dom Próspero Gueranger
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