«Pedro, ¡si ustedes deben decidir entre mí y la criatura, no duden: escojan a la criatura, yo lo exijo, sálvenla! Yo haré la voluntad de Dios, y Dios providenciará lo necesario para mis hijos»
Roberto Bertogna
Cuando Gianna Beretta Molla pronunció tales palabras tenía 39 años de edad, era madre de tres niños de 6, 5 y 3 años respectivamente. Competente médica pediatra, tenía frente a sí el éxito en su carrera profesional. Estaba casada con un virtuoso y acomodado ingeniero industrial, director de una empresa.
Dotada de una gran alegría de vivir, pasaba sus vacaciones en la bell’Italia y en el extranjero. Frecuentaba habitualmente el magnífico teatro Scala de Milán. Se distraía con el piano, pintaba bonitos cuadros al óleo, se vestía de manera refinada, en fin, era una persona a quien nada le faltaba en la vida.
¿Qué fue lo que llevó a esta feliz madre de familia y esposa ejemplar, recientemente canonizada por Juan Pablo II, a no tener pena de sí —como lo atestigua la frase del epígrafe—, sino a buscar lo más perfecto para la gloria de Dios?
¿Cómo esta noble alma formó su personalidad? ¿Qué principios guiaron su acción?
Aborto: pecado que mata más que todas las guerras
Impunemente se practica hoy el mayor genocidio de toda la historia de la humanidad: el aborto, llamado eufemísticamente interrupción voluntaria del embarazo, a través del cual son legalmente asesinados —¿hasta cuándo?— millones y millones de seres humanos. Auténtica y apocalíptica matanza de los inocentes.
Para tener una idea de la gravedad de esta inmensa tragedia, basta examinar algunas estadísticas. Anualmente en los Estados Unidos son practicados 1.3 millones de abortos; en Rusia, 2 millones; en Italia, 140 mil; en España, 77 mil. Y, según la prensa, sabemos que proporcionalmente ocurre lo mismo en Francia, Alemania, Portugal, China, Cuba, Brasil, etc. En fin, un flagelo mundial que mata más que todas las guerras y el Sida.
Contra tal clamorosa y suprema violación del más fundamental de todos los derechos de la persona, el derecho a la vida, nos encontramos con la edificante vida de Gianna Beretta Molla, madre coraje, como es conocida en Italia.
Padres “rectos, justos y temerosos de Dios”
Esta valiente madre italiana nació en la ciudad de Magenta, vecina a Milán, el día 4 de octubre de 1922, fiesta del Patrón de Italia, San Francisco de Asís. Hagamos una visita a la casa en donde nació Gianna para conocer a sus progenitores, don Alberto Beretta y doña María De Micheli de Beretta. Su padre ejercía la función de cajero en una empresa de Milán, y su madre se ocupaba de los quehaceres domésticos y de la educación de la gran prole que Dios le había dado: doce hijos, de los cuales cinco murieron a tierna edad.
José, hermano de Gianna y futuro misionero en el Brasil, así describe a sus padres: “Mamá era muy dotada de inteligencia y de una gran fuerza de voluntad. Severa consigo misma, pero muy amable con sus hijos. Enseñaba que Dios Nuestro Señor está siempre muy próximo a nosotros con su inmensa bondad. Papá también era muy religioso, se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para poder ir a Misa. […] El día terminaba con el rezo del Santo Rosario, y papá consagraba toda la familia al Sagrado Corazón de Jesús y a San José”.
Los amigos sabían que no era una familia cerrada en sí misma. Todos eran bien acogidos: “La seriedad y la generosidad para con el prójimo eran los principios fundamentales de mamá y papá”, observa Virginia, otra de las hijas del matrimonio.
La misma Gianna, antes de contraer nupcias afirmó: “Mis santos padres: rectos, justos y temerosos de Dios”.
En la infancia, virtud amena y equilibrada
Preparada y modelada por padres auténticamente católicos y asistida espiritualmente por su hermana Amalia, Gianna hizo su Primera Comunión a los cinco años de edad, el día 14 de abril de 1928. A partir de ese momento, acompaña regularmente a su madre a Misa todos los días, y el Santísimo Sacramento será su alimento espiritual cotidiano.
Frecuentó la escuela primaria en Bérgamo, siendo confirmada en la catedral de aquella ciudad al cumplir los ocho años de edad.
Una de sus amigas declaró: “Gianna tenía un carácter ameno y un semblante sonriente, pero era muy equilibrada, un alma pura y un corazón generoso. Difundía a su alrededor mucha tranquilidad, tenía una Fe que contagiaba, y todas las personas que la trataban se sentían atraídas hacia la Iglesia”.
Experiencia decisiva y buenos propósitos
A los quince años, estudiando en el Liceo Classico, participa de un retiro espiritual, según el método de San Ignacio de Loyola. Más tarde dirá que las gracias recibidas en aquella ocasión marcaron toda su existencia. Aprendió entonces cómo en la vida son necesarias y fundamentales la meditación y la oración hechas con regularidad.
Así, escribió en su diario: “Jesús, prometo someterme a todo aquello que permitirás que me suceda. Hacedme conocer siempre tu voluntad.
1. Para servir a Dios, hago el propósito de no ir más al cine, sin antes saber si aquello que pasan se puede ver, si es modesto y no es escandaloso e inmoral;
2. Hago el propósito de preferir morir a cometer un pecado mortal;
3. Quiero temer al pecado mortal como si fuese una serpiente; y, repito: mil veces morir que ofender al Señor;
4. Imploro al Señor que me ayude a no ir al infierno y a evitar todo aquello que pueda hacer mal a mi alma;
5. Rezar una Avemaría todos los días para que el Señor me dé una santa muerte;
6. Pido al Señor que me haga comprender su gran misericordia;
7. Quiero siempre, de hoy en adelante, rezar de rodillas mis oraciones, tanto por la mañana, en la Iglesia, como en la tarde en mi cuarto a los pies de mi cama”.
Devoción a la Santísima Virgen: señal de los predestinados
Gianna sabía que no bastaban esos buenos propósitos. Todos eran muy bonitos y necesarios pero, ¿dónde encontrar las fuerzas para cumplirlos? Inteligente y coherente como era, conocía la fragilidad humana.
Su madre, en el testamento, exhortó a sus hijos: “Les pido amar a vuestro padre, no lo dejen solo, vivan unidos en familia. Y, sobre todo, sean fieles a Jesús y devotos de la Santísima Virgen”.
Gianna recurrió entonces a aquella que Jesús, en lo alto de la Cruz, nos dio como Madre: “¡María! Vos sois mi «dolce Mamma», confío en Vos y tengo la certeza de que jamás me abandonaréis. Os saludo como «Madre mia, Fiducia mia» [Madre mía, Confianza mía] y me consagro enteramente a Vos. Acordaos siempre de que soy vuestra, y en cada momento de mi vida presentadme a vuestro Hijo, Jesús”.
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Misión de médica, salud del cuerpo y del alma
En 1942, terminada la secundaria, Gianna se matriculó en la Universidad de Medicina. Poseía un concepto preciso y sublime de esta profesión. Más de que un trabajo, para ella la medicina era una misión. Sobre el significado y el profundo valor de la misión de médica, nos dejó algunos escritos:
“No olvidemos que en el cuerpo de nuestro paciente existe un alma inmortal. Y nosotros, que tenemos el derecho de oír ciertas confidencias, estemos atentos para no profanar el alma. Sería una traición. Seamos honestos y médicos con fe. A nosotros nos son concedidas ocasiones que al sacerdote no le ocurren: nuestra misión no termina cuando los remedios no surten efecto, existe el alma para ser llevada a Dios, y la palabra del médico tiene autoridad”.
La Dra. Gianna concedía a sus enfermos no solamente atención médica, sino una verdadera ayuda espiritual, y muchas veces los auxilió, guiándolos hacia la recepción del sacramento de la confesión.
En numerosas ocasiones, les infundió valor a muchas madres próximas al parto, consiguiendo transmitirles la alegría de acoger a un hijo como a un don de Dios. Con base en esta concepción, convenció a muchas jóvenes a desistir del aborto.
Planeaba ser misionera
Desde su infancia alimentó admiración y amor por las misiones. Muchas veces su madre remendaba la ropa de sus hijos a fin de enviar el dinero economizado para las misiones. Durante su militancia en la Acción Católica, insistía mucho sobre la importancia del apostolado.
Y si su primera elección fue la de ser médica, no escondía el deseo cultivado interiormente de hacerse misionera laica auxiliar, consagrándose a Dios al servicio de la evangelización.
Pensaba realizar aquel deseo de médica misionera al lado de su hermano, Fray Alberto Beretta, misionero capuchino en el Estado brasileño de Marañón.
En ese sentido escribió a su hermano: “Estoy buscando un médico que me sustituya, y pido que el Señor me ayude a encontrarlo. Estudio portugués y si Dios quiere, seré muy feliz al partir. Rece para que todo salga bien”.
Descubriendo la vocación para el matrimonio
Vivió algunos años en la incertidumbre de escoger un estado de vida. Para tomar una buena decisión, rezaba mucho, pedía oraciones y consejos, sufría. En la búsqueda de discernir la voluntad de Dios para su vida, pasó incluso por una gran perturbación interior; no en el plano de la fe, sino en la elaboración del proyecto de vida.
Parecía que el mismo Dios deshacía y confundía proyectos, deseos y sueños. Se sentía llamada por Dios, pero en el momento de la realización, parecía que todo volaba por los aires. Un modo misterioso de actuar de Aquel que traza “vías diferentes de las nuestras”.
Gianna en sus anotaciones, señala tres medios para descubrir la propia vocación:
1. interrogar al Cielo con la oración;
2. interrogar al director espiritual;
3. interrogarse a uno mismo, reconociendo nuestras inclinaciones.
Fue lo que hizo. En lugar de abatirse, intensificó sus oraciones para poder reconocer mejor la voluntad de Dios. Para ello fue a Lourdes, y allí rezó empeñadamente.
Cuando comprendió que la voluntad de Dios era que constituyese una familia, se orientó con decisión hacia el matrimonio, conciente de que era el camino que Dios deseaba para ella.
Así, escribió en su diario: “El problema de nuestro porvenir, no debemos solucionarlo cuando tenemos apenas quince años, sino es mejor orientar toda la vida hacia aquella vía en la cual el Señor nos quiere, porque nuestra felicidad terrena y la eterna dependen de vivir bien nuestra vocación”.
Encuentro no casual, bendecido por Dios
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En la festividad de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1954, se celebraba en la ciudad de Mesero la fiesta de la ordenación sacerdotal de Fray Lino Garavaglia, hoy obispo de las diócesis de Cesena y Sarsina, en Italia.
Tanto Pedro, el futuro novio, como Gianna fueron invitados a la Misa y al almuerzo.
Al día siguiente Pedro Molla le escribió a Gianna: “Me acuerdo de ti cuando, con tu sonrisa amplia y gentil, saludabas a Fray Lino y a sus parientes; me acuerdo cuando hacías devotamente la Señal de la Cruz antes de comer; me acuerdo aún cuando estabas en oración durante la bendición del Santísimo Sacramento”.
A los pies de la Virgen de Lourdes, en junio de 1954, Gianna había comprendido cual era su vocación, y en aquella fiesta de la Virgen Inmaculada, Pedro comprendía cual era el proyecto de Dios. Al día siguiente, él registró en su diario: “Siento la serena tranquilidad que me da la seguridad de haber tenido ayer un óptimo encuentro. La Inmaculada Concepción me bendijo”.
Durante el noviazgo, Pedro observó: “Cuanto más conozco a Gianna, más tengo la seguridad de que mejor encuentro Dios no podía ofrecerme”.
Gianna respondió: “Deseo hacerte feliz y ser la esposa buena que tú deseas: comprensiva y dispuesta para los sacrificios que la vida nos pedirá. Pienso en donarme totalmente para formar una familia verdaderamente cristiana. Es verdad que tendremos que enfrentar dolores y sacrificios, pero si deseamos siempre uno el bien del otro, con la ayuda de Dios venceremos todos los obstáculos”.
Madre ejemplar, esposa dedicada
Gianna y Pedro recibieron el sacramento del matrimonio el día 24 de septiembre de 1955. Se prepararon espiritualmente para ese momento con un triduo, que consistía en asistir a Misa y recibir la Santa Comunión.
El amor recíproco, basado en la fe y no en el sentimentalismo, proporcionó a los jóvenes esposos el coraje para enfrentar todo serenamente. Gianna no renunció a su profesión de médica. Cuidaba muy eximiamente de los quehaceres domésticos, revelándose una excelente cocinera, y continuaba asistiendo a sus pacientes; les prestaba asistencia médica gratuita en el jardín de la infancia y en la escuela primaria.
Sentía profundamente el amor a la maternidad: “Con el auxilio y la bendición de Dios, haremos de todo para que nuestra familia sea un pequeño Cenáculo, donde Jesús reine sobre todos nuestros afectos, deseos y acciones”.
Aceptó los inevitables sacrificios de la vida familiar sin que nunca se apagase su sonrisa de bondad, paciencia y generosidad. Todos los que la conocieron son testigos de que coherencia, conciencia de sus deberes y equilibrio eran las dotes típicas de Gianna, las cuales hacía fructificar al máximo en todo su ambiente doméstico, profesional y parroquial, con mucha armonía y simplicidad.
Para ella, la primera finalidad del matrimonio era la formación de una familia numerosa y santa. En una carta a su hermana, decía: “Pida al Señor que me mande pronto tantos hijos buenos y santos”.
El 19 de noviembre de 1956, catorce meses después de la boda, nació Pierluigi, su primer hijo. Después nacieron María Zita, el 11 de noviembre de 1957, y Laura María, el 15 de julio de 1959. En menos de cuatro años de matrimonio, tuvo tres hijos, todos ellos con una gravidez muy difícil.
Gianna concebía a la mujer como madre católica, y vivió su maternidad como una oblación: ser madre y ser “sacrificio” eran dos realidades inseparables. Pero, nótese bien, todo vivido con alegría, aunque su precio fuese muy alto.
En ese sentido, ya a los dieciocho años de edad, escribió en su diario: “Toda vocación es vocación a la maternidad, espiritual y moral, y prepararse significa estar dispuesto a ser donadores de vida, y si en la lucha por nuestra vocación tuviésemos que morir, aquel sería el día más bonito de nuestra vida”.
Heroico amor maternal por amor a Dios
Después de tres embarazos dolorosos, al inicio del cuarto fue indispensable una cirugía, debido a un fibroma uterino (tumor en el útero). Fidelísima a sus principios morales y religiosos, decidió sin la menor duda que el médico se preocupase en primer lugar, no con la operación que podría salvar su vida, sino con la salvación de la vida de la criatura.
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Escribió entonces su marido: “Con incomparable fuerza de voluntad y con inmutable empeño, continuaba con su misión de madre hasta los últimos días de su gestación. Rezaba o meditaba. La sonrisa y la serenidad que infundían la belleza, la vivacidad y la salud de sus tres «tesoros» eran casi siempre velados por una inquietud interior. Temía que su criatura naciese con sufrimientos. Rezaba para que así no fuese. Muchas y muchas veces, me pidió disculpas si me causaba preocupaciones. Me dijo que nunca había tenido necesidad de tanta amabilidad y comprensión como ahora. Al aproximarse el período del parto, afirmó explícitamente, con un tono firme y al mismo tiempo sereno, con una mirada profunda que no olvidaré jamás: «¡Si ustedes deben decidir entre mí y la criatura, no duden: escojan a la criatura, yo lo exijo, sálvenla! Yo haré la voluntad de Dios, y Dios providenciará lo necesario para mis hijos»”.
Era un Viernes Santo, 20 de abril de 1962, cuando fue internada para el parto. El Sábado Santo, Gianna y toda la familia tuvieron la indescriptible alegría de un don divino: la hija que portaba en su seno nacía bella y fuerte.
El fruto bendito de este heroico gesto de amor a Dios recibió en el santo Bautismo el nombre de Gianna Emanuela.
Después de una vida ejemplar, santa muerte
Desde entonces, Pedro no dejó a su esposa ni por un minuto. Los médicos intentaban salvarla a toda costa: antibióticos, suero, sondas… todo en vano.
La última confidencia a su marido fue: “¡Pedro! Ahora me curé. Estaba ya del otro lado, y si supieses lo que vi… ¡Un día te lo diré! Pero como éramos muy felices, estábamos tan bien con nuestros maravillosos hijos, llenos de salud y gracia, con todas las bendiciones del Cielo, me mandaron de regreso aquí abajo, para sufrir un poco más, porque no es justo presentarse ante Dios sin haber sufrido mucho”.
Completamente lúcida, Gianna solicita y recibe la Extremaunción y la Santa Comunión por última vez. En aquel momento, acababa de llegar de la India su hermana Virginia, misionera en aquel país. Viendo al Crucifijo que le pendía del cuello, lo pide para besarlo y dice: “Jesús, te amo”.
Era el día 28 de abril de 1962, y sería apropiado colocar en sus labios las últimas palabras de Santa Teresita del niño Jesús: “Yo no muero, sino entro a la Vida”.