Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo, Nº 139 – Julio 1962 (*)
Toda la naturaleza nos habla de Dios y de la ley moral por instituida por Él para el hombre.
Esta es una verdad muy conocida, pero de la cual se hacen habitualmente sólo aplicaciones unilaterales. La influencia del sentimentalismo nos lleva a omitir los aspectos de la naturaleza que instruyen al hombre sobre la belleza del coraje, de la audacia y de todos los predicados, en fin, que se debe poseer en la lucha, y la lucha que, cuando es dirigida contra el mal, constituye un deber sublime. Y el liberalismo nos impide dar la debida atención a todos los aspectos de la naturaleza que nos recuerdan la propia noción del mal.
Ahora, ¡cuánto nos habla a este respecto de uno u otro modo el reino animal! No es que los animales sean capaces de vicios o de virtudes. Ni que en ellos pueda haber algún principio bueno o malo que trascienda de cualquier forma su naturaleza de simples animales. La serpiente, por ejemplo, es una criatura de Dios absolutamente tan buena cuando el cordero. Esto no obstante, la primera, por una serie de riquísimas analogías, por su falsedad, por su nocividad para el hombre, por su marcha arrastrándose y su poder de seducción, es utilizada como símbolo adecuado de la villanía y de la maldad, habiendo el demonio hablado a Eva a través de ella; y el cordero, también por una serie de analogías riquísimas, por su blancura, por su mansedumbre, por su inocencia, es tenido como símbolo adecuado de Nuestro Señor Jesucristo y del cristiano. Los animales, todos igualmente buenos como obras de Dios, nos instruyen sobre el bien y el mal, para que amemos a aquel y odiemos a éste. Pero en todo caso son meros animales.
Perdóneme los lectores por la banalidad de esta última afirmación. Hoy en día la confusión de los conceptos es tal, que es siempre mejor decir que el agua es agua y no pólvora o granito, cuando se encuentra a alguien que se va a tomar un vaso de agua…
Este halcón, que baja majestuoso sobre un conejo que huye aterrorizado, nos hace sentir la fuerte y noble belleza de la lucha, porque es un admirable símbolo de las virtudes del guerrero: calma, fuerza, agilidad y precisión. Se mueve en el aire con un equilibrio, con una facilidad tal, que se diría que la ley de gravedad no existe para él. Su velocidad está proporcionada de tal manera al conejo que lo alcanzará forzosamente. Sus garras poderosas ya están abiertas, su pico también, pero en el auge del ataque mantiene su altanería, simbolizada de modo admirable por las alas noblemente abiertas en un vuelo que se diría idealmente sereno.
¡Ay!, dirá un sentimental. ¿Será lícito que el halcón ataque al pobre conejito? No se irrite demasiado ese sentimental, ni con el halcón, ni con nuestra respuesta: es por voluntad de Dios que los animales se comen unos a otros. Y que los halcones comen conejos… No se debe ver a un animal que devora a otro como se vería a un antropófago.
Dios, que manda que los hombres se amen mutuamente, manda en este valle de lágrimas a los animales que se devoren recíprocamente, y nos permite que comamos animales. Y con esto enseña a los hombres que ellos son inconmensurablemente más que simples animales.
Dios no es igualitario… Otra gran, muy grande lección.
¿Habrá algo que nos haga sentir mejor el horror de la ambición, del orgullo, de la falsedad, que la “fisonomía” de la segunda foto? La “frente” baja y aplastada, la posición “orgullosa” de la cabeza, la mirada fría y “desalmada”, la boca desdeñosa, el pico curvo y agresivo, una movilidad terrible que parece toda hecha para atacar, todo en fin produce horror en este buitre.
¿Horror de que? Del mal moral, que nos aparta de Dios.
A un liberal no le gusta pensar en esto. Y es porque muchos hombres no son propensos a admitir la existencia del mal, que Dios los instruye por medio de símbolos como éste.
Y así, al considerar la naturaleza, se aprende a no ser sentimental, ni liberal.
(*) Traducción por Acción Familia (Santiago de Chile).