SANTA MONICA, VIUDA

Martirologio Romano: Memoria de santa Mónica, que, muy joven todavía, fue dada en matrimonio a Patricio, del que tuvo hijos, entre los cuales se cuenta a Agustín, por cuya conversión derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios. Al tiempo de partir para África, ardiendo en deseos de la vida celestial, murió en la ciudad de Ostia del Tíber († 387).

MARÍA Y SALOMÉ

SANTA MÓNICA

Entre los acompañantes de Jesús resucitado, dos mujeres, dos madres, llaman la atención: María, madre de Santiago el Menor y de Tadeo, y Salomé, madre de Santiago el Mayor y de Juan, el discípulo amado. Fueron al sepulcro con Magdalena, en la mañana de la Resurrección, cargadas de perfumes; oyeron a los ángeles, y al regresar se apareció de improviso Jesús, las saludó y se dignó darlas a besar sus sagrados pies. Ahora recompensa su amor, manifestándose frecuentemente, hasta que llegue el día en que se despida en el monte de los Olivos, donde se encontrarán reunidas con María y los Apóstoles. Honremos a estas dos fieles compañeras de Magdalena, nuestros modelos en el amor al divino resucitado y glorifiquémoslas por haber dado cuatro apóstoles a la Santa Iglesia.

SANTA MÓNICA

Hoy, al lado de María y Salomé se presenta otra mujer, otra madre, prendada también del amor de Jesús, ofreciendo a la Santa Iglesia, el hijo de sus lágrimas, un doctor, un Pontífice, uno de los más ilustres santos que ha producido la nueva ley. Esta mujer, esta madre es Mónica, dos veces madre de Agustín. La gracia creó a esta obra maestra en la tierra de África; y los hombres la habrían desconocido hasta el último día si la pluma del gran obispo de Hipona, guiada por su corazón filial, no hubiese revelado a los siglos futuros esta mujer cuya vida no fué sino humildad y amor, y que desde ahora inmortal aún en esta tierra, es proclamada como modelo y protectora de madres cristianas.

LAS LÁGRIMAS DE MÓNICA

Una de las principales bellezas que encierra el libro de las Confesiones son las expansiones de Agustín sobre las virtudes y abnegación de Mónica. ¡Con qué tierno reconocimiento celebra a través de su relato, la constancia de esta madre que, testigo de los desvaríos de su hijo, “le lloraba más amargamente que cuando ven otras madres a sus hijos en el féretro!”. El Señor, que deja de cuando en cuando ver un rayo de esperanza a las almas que prueba, había mostrado a Mónica, en una visión, la futura unión del hijo y de la madre; ella misma oyó a San Ambrosio decir con autoridad, que el hijo de tantas lágrimas no podía perecer; pero las tristes realidades del presente angustiaban su corazón y el amor maternal se unía a su fe para atormentarla por causa de este hijo que huía de ella y a quien ella veía apartarse tan esquivo a Dios como a su cariño.

Sin embargo de eso, las amarguras de este corazón tan abnegado formaban un fondo de expiación que más tarde aprovecharía al culpable; una ardiente y continua oración unida al sufrimiento, preparaba el segundo nacimiento de Agustín. Pero “muchas más lágrimas, nos dice él mismo, costó a Mónica el hijo de su espíritu que el hijo de su carne”. Tras largos años de angustia, la madre halló en Milán a este hijo que tan duramente la había engañado, el día en que huyó lejos de ella para ir a buscar fortuna en Roma. Le encuentra vacilante aún en la fe cristiana, pero disgustado ya de los errores que le habían seducido. Agustín había dado un paso hacia la verdad, aunque no la había reconocido todavía. “Desde entonces, nos dice, el alma de mi madre no llevaba ya el luto de un hijo perdido sin remedio; pero lloraba continuamente para obtener de Dios su resurrección. Sin haber sido conquistado aún a la verdad, al menos me había apartado del error. Estaba ella segura ¡oh Dios mío! de que no darías a medias el don cuya integridad habías prometido, y así me dijo muy serena y con el corazón confiado que por la fe que tenía en Jesucristo estaba persuadida que no moría sin verme fiel católico”

CONVERSIÓN DE AGUSTÍN

Mónica había encontrado en Milán a San Ambrosio de quien quería servirse Dios para acabar la conversión de su hijo. “Amaba ella al obispo, nos dice Agustín, como instrumento de mi salvación; y él la estimaba por su piadosa vida, su asiduidad a la Iglesia y por su fervor en las buenas obras; no podía por menos de prorrumpir en alabanzas al verme, felicitándome de tener tal madre”. Llegó por fin el momento de la gracia. Agustín iluminado por la fe pensó ingresar en la Iglesia católica; pero los hechizos de los sentidos a los cuales por largo tiempo se habían rendido, le retenían al borde mismo de la fuente bautismal. Las oraciones y lágrimas de Mónica obtuvieron de la divina misericordia esta última gracia que desbarató todas las resistencias de su hijo.

Pero Dios no quiso dejar incompleta su obra. Traspasado por el dardo vencedor, Agustín se reanimó, aspirando no solamente a la perfección de la fe cristiana sino también a la virtud de la continencia. El mundo con sus hechizos no era ya nada para esta alma, objeto de una intervención tan poderosa. En los días precedentes Mónica se había ocupado solícita en preparar una esposa a su hijo y refrenar así sus incontinencias; más de repente se presentó a ella acompañado de su amigo Alipio, y la dice que, ansiando el sumo bien, se consagraba en adelante a la búsqueda de lo más perfecto. Oigamos a Agustín. “En seguida fuimos a encontrar a mi madre; le decimos lo que nos pasa, se alegra mucho, y al contarle cómo nos ha sucedido todo esto, no cabe en sí de gozo. Y ella te bendecía, oh Dios, que puedes darnos más de lo que pedimos y pensamos, porque la habían concedido para mí más de lo que te suplicaba con sus gemidos y lágrimas. Tú cambiaste su luto en una alegría que sobrepasaba con mucho su esperanza, en una alegría más querida a su corazón y más pura que la que habría tenido al ver nacer de mí hijos”. Pocos días después un espectáculo sublime llenó de admiración a los ángeles y a los hombres en la iglesia de Milán: Ambrosio bautizaba a Agustín en presencia de Mónica.

EL ÉXTASIS DE OSTIA

La piadosa mujer había cumplido con su misión; su hijo había renacido a la verdad y santidad, y ella había dado a la Iglesia el más grande de los doctores. Se acercaba el momento, en que después de un largo trabajo iba a descansar eternamente en aquel por cuyo amor había trabajado y sufrido tanto. El hijo y la madre, dispuestos a embarcarse para África, se encontraron en Ostia esperando el navío que debía llevar a los dos. “Estábamos solos, ella y yo, dice Agustín, apoyados en la ventana desde la cual se divisaba el jardín de la casa. Conversábamos con inefable dulzura y olvidados de lo pasado, discurríamos sobre el porvenir, preguntándonos qué tal sería esa vida eterna de que han de gozar los santos, que ni los ojos vieron, ni los oídos oyeron, ni el corazón del hombre es capaz de concebirla. En medio de nuestro coloquio llegamos a tocarla con todo el ímpetu de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente; y suspirando por esa eternidad, dejando encadenadas en ella las primicias de nuestra alma, volvimos a nuestro común modo de hablar, a la conversación que comienza y acaba. Díjome entonces mi madre: “Hijo, por lo que a mí toca, nada me apega a esta vida. No sé qué haré de aquí adelante, ni para qué he de vivir aquí no teniendo nada que esperar. Una sola cosa me hacía desear el permanecer un poco más de tiempo en esta vida: el verte cristiano católico, antes de morir. Dios me ha concedido esto más cumplidamente de lo que deseaba, pues además te veo en el número de los que, despreciando toda felicidad terrena, se dedican a su servicio. ¿Qué hago, pues, en este mundo?”. El llamamiento de un alma tan santa no debía tardar; pocos días después se desparramó como un perfume celestial dejando una impresión inolvidable en el corazón de su hijo, en la Iglesia un recuerdo querido y a las madres cristianas un modelo acabado del más puro amor maternal.

VIDA

Mónica nació en 332 en África del Norte. Casada con un pagano de Tagaste le convirtió al cristianismo con su dulzura y sus virtudes. Muerto su marido en 371, se consagró a la educación de su hija y de sus dos hijos, y sobre todo de su preferido, Agustín. Pero este, a la edad de quince años, se había dejado ofuscar por los errores del maniqueísmo, y por el ímpetu de las pasiones. Queriendo evitar los consejos de su madre, partió secretamente para Roma y Milán. Mónica se juntó de nuevo con él, y después de muchos sufrimientos, oraciones y lágrimas, tuvo la alegría, en Pascua de 387, de asistir a su bautismo. Al prepararse para volver con él a África, murió en Ostia algunos meses más tarde. Su cuerpo permaneció en Ostia hasta el año 1162. Un canónigo regular de Arouaise, en Paso de Calais, lo robó y lo llevó a su monasterio.

LA MISIÓN DE UNA MADRE

Oh madre, ilustre entre todas las madres: la cristiandad honra en ti a uno de los tipos más perfectos de la humanidad regenerada por Cristo. Antes del Evangelio, en aquellos siglos en que la mujer estaba envilecida, la maternidad no pudo tener sobre el hombre sino influencia corta y con frecuencia vulgar; su papel se limitó ordinariamente a los cuidados físicos, y si se ha salvado del olvido el nombre de algunas madres, es porque supieron preparar a sus hijos para la gloria pasajera de este mundo. No se encuentra en la antigüedad pagana ninguna que se haya cuidado de educarlos en el bien, que les haya seguido para sostenerle en la lucha contra el error y las pasiones, para levantarlos en sus caídas; no se encuentra ninguna que se haya dado a la oración y a las lágrimas para obtener su vuelta a la verdad y a la virtud. Sólo el cristianismo ha revelado a la madre su misión y su poder.

LAS LÁGRIMAS

¡Qué olvido de ti misma, oh Mónica, en esta persecución continua de la salvación de un hijo! Después de Dios vives para él y vivir de esta manera para tu hijo, ¿no es vivir para Dios que se sirve de ti para salvarle? ¿Qué te importan la gloria y los éxitos de Agustín en el mundo cuando piensas en los peligros eternos en que incurre, cuando tiemblas al verle separado eternamente de Dios y de ti? No hay sacrificio y abnegación de que no sea capaz tu corazón de madre, para con esta rigurosa justicia, cuyos derechos no quiere frustrar tu generosidad.Durante largos días, durante noches enteras, esperas con paciencia los momentos del Señor; aumenta el ardor de tu oración; y esperando contra toda esperanza, sientes en el fondo de tu corazón, la humilde y firme confianza de que el hijo de tantas lágrimas no perecerá. Porque el Señor “movido a compasión” para contigo, como lo hizo con la afligida madre de Naín, deja oír su voz a la que nada resiste. “Joven, dice, yo te mando, levántate”; y devuelve a la madre el hijo cuya muerte lloraba, pero de quien había querido separarse.

LA RECOMPENSA

Pero, ¡qué recompensa para tu corazón maternal, oh Mónica! El Señor no se ha contentado con devolverte a Agustín lleno de vida; desde el fondo de los abismos del error y de las pasiones, le levanta sin intermediario hasta el bien más perfecto. Pedías que fuese cristiano católico, que rompiese los lazos humillantes y pecaminosos, y he aquí que la gracia lo ha transportado hasta la región tranquila de los consejos evangélicos. Tu misión está suficientemente cumplida, madre feliz. Sube ya al cielo; desde allí, esperando la eterna reunión, contemplarás la santidad y las obras de este hijo cuya salvación es obra tuya, y cuya gloria tan resplandeciente y pura rodea tu nombre de luminosa aureola.

PLEGARIA

¡Oh Mónica! Desde esa felicidad en donde gozas con tu hijo que te debe la vida temporal y eterna, dirige tu mirada a tantas madres cristianas que cumplen en este momento la noble y dura misión en que tú misma te ocupaste. Sus hijos también están muertos con la muerte del pecado y quisieran hacerlos volver, con su amor, a la verdadera vida. Después de la Madre de misericordia se dirigen a ti, oh Mónica, cuyas lágrimas y oraciones fueron tan poderosas y fructuosas. Acuérdate de su situación; tu corazón tierno y compasivo no puede dejar de compartir las angustias cuyos rigores sufrió por tanto tiempo. Dígnate unir tu intervención a sus plegarias; adopta estos nuevos hijos que te ofrecen, y quedarán contentas. Sostén su ánimo; enséñalas a esperar, fortifícalas en los sacrificios a cuyo precio ha puesto Dios el retorno de estas almas queridas. Entonces sabrán ellas, que la conversión de un alma es un milagro mayor que la resurrección de un muerto; comprenderán que la justicia divina, para ceder sus derechos, exige una compensación que a ellas toca darla. Su corazón se verá libre del egoísmo secreto que, con frecuencia, se mezcla en los sentimientos en apariencia muy puros. Que se pregunten a sí mismas si se alegrarán como tú, oh Mónica, viendo a sus hijos, vueltos al bien, abandonarlas para consagrarse al Señor. Si es así, que confíen; tendrán poder en el corazón de Dios; pronto o tarde la gracia deseada descenderá del cielo sobre el hijo pródigo, y volverá a Dios y a su madre.

Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer

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