San Ceada, Obispo de York

Conocido como San Chad

San Ceada fué un varón santísimo, y doctísimo, hermano de Cedd, obispo de los orientales ingleses, y por sus méritos vino á ser abad de un monasterio, llamado Lantisgham. El rey Osinu tenía la corona de aquel reino en esta ocasión, y deseaba mucho, que en su reino hubiese obispo, que se hallaban sin él: y como tardase en volver de Francia san Wilfrído, que había ido á consagrarse, acordó de enviar á Ceada á Canterbury, que antiguamente se llamó Cantua, para que su arzobispo le ordenase, y consagrase por obispo de Eberaco, ahora llamada York, y fué acompañándolo Eadhedo, capellán del mismo rey: el cual después en tiempo del rey Eefrido vino á ser obispo de Ripa. Llegaron á Cantorbery, y hallaron muerto á Deusdedít, que era el arzobispo, á quien iban: por lo cual se fueron á Vinís, obispo, que era de los occidentales sajones, el cual tomando otros dos obispos de la gran Bretaña, por acompañados, le consagró; y Ceada con esto se fué á su Iglesia, donde vivió con vigilancia, verdad eclesiástica, humildad, castidad, pureza, y gran parsimonia.
Ejercitábase en leer en la sagrada Escri­tura, y en predicar por las villas, aldeas, y caserías, caminando siempre, por imitar en todo á los santos apóstoles. Por este tiempo vino Wilfrido de Francia, y comenzó á administrar, el obispado de York: lo cual visto por Ceada, no se inquietó; antes con humildad profunda se recogió á un monasterio suyo, llamado Talesligahe. Sucedió pues, que Tarumano: obispo de los mercios, pasó de esta vida, y el rey Vulfero envió á rogar al obispo san Teodoro, que le ordenase un obispo; y Teodoro, por hacer bien á aquella tierra, permitiéndolo el rey Osinu, le envió al bendito Ceada; y así fué recibido por obispo de los mercios, y lindisfaros, donde con gran perfección, y ejem­plo raro de su vida, y santas virtudes, ordenó las cosas de toda aquella tierra, según el orden, y ejemplar de los antiguos santos padres. El rey Vulfero le dió una gran tierra en la provincia de Lindisi, para que allí edificase un monasterio. Puso su silla episcopal en una ciudad llamada Lichfield, donde murió, y fué sepultado su santo cuerpo, y allí quedó por muchos años la silla de sus sucesores los obispos. Hizo una casa junto á la iglesia, donde vivía con siete, ú ocho compañeros honestos, y virtuosos, gastando en leer, y orar, el tiempo que le sobraba, después de cumplidos los divinos oficios.
Entre sus muchas, y grandes virtudes, sobresalía en él el temor de Dios, que era tan grande, que en

todas sus cosas, y acciones lo mostraba bien. Si estando leyendo, ó haciendo alguna cosa, venia acaso algún poco de viento más de loacostumbrado, se levantaba, é invocaba la misericordia del Señor, suplicándole con humildad, usase de ella con todo el género humano. Si el viento se hacía fuerte, luego cerraba el libro; y postrado en tierra se poma en oración. Si tronaba, ó relampagueaba, se iba muy solícito á la iglesia; y con salmos, y oraciones estaba fijo orando al Señor, hasta que el tiempo se serenaba. Preguntándole algunos, porqué hacia estas cosas, solía responder, no leísteis, que tronó del cielo el Señor, y el Altísimo envió sus saetas, y destruyólos: multiplicó los rayos. y contúrbolos: mueve el Señor los aires: conmueve los vientos: tira los rayos; y truena del cielo; para despertar, á los que duermen en la tierra, á que teman, para atraer sus corazones á la memoria del juicio, que está por venir, para desvanecer su soberbia, y turbar su osadía, trayendo á la memoria, y entendimiento, aquel temeroso tiempo, cuando ardiendo los cielos, y las tierras, ha de venir en las nubes, con grande espanto, y majestad, á juzgar los vi­vos, y muertos: por lo cual nos conviene, que pues nos envía sus celestiales amonestaciones, lo respondamos con debido amor, y temor santo: de tal manera, que si conmueve el aire, y alza la mano casi para herir con la amenaza, nos pongamos en oración, y alcanzamos su misericordia, para que no nos hiera, y castigue: y escudriñando nuestras conciencias, purguemos la hez de nuestros vicios, y nos tratemos de tal manera, que no merezcamos ser heridos de su ira; oídos, sí, de su misericordia infinita.
Pasados dos años y medio, después que había puesto su silla en Lichfield, vino el tiempo del fin de su peregrinación: y un día estando en oración, solo con unos de sus compañeros, llamado Ovino, el cual era monje, y para mayor perfección se había venido á vivir con él, por estudiar, y aprender de sus muchas virtudes, sucedió, que el tal Ovino oyó una música suavísima de muchos, que cantaban, y se regocijaban, bajando del cielo á la tierra. Primero la oyó de la parte de entre oriente, y septentrión, y de allí se vino acercando, hasta que entró en el oratorio del santo obispo; y al instante se llenó todo de divina, dul­císima, y suavísima armonía. Estando, pues, Ovino con cuidado, que sería aquello; oyó, y vió, como de allí á media hora subía por el techo del mismo oratorio la misma suavidad de voces, y divina música, y que poco á poco se subía á los cielos: por lo cual estuvo un rato suspenso, discurriendo, y escudriñando en su ánimo, qué sería aquello. A este tiempo oyó, que el santo obispo había abierto la ventana del oratorio, y dicho, que si alguno había fuera, entrase.
Entró Ovino entonces, y el santo obispo le dijo: Anda, vé á la iglesia, y llama al hermano Osinu; y ve­nid los dos acá. Llegados los dos á su aposento, les amonestó primeramente, que tuviesen amor, y paz con todos, y que siguiesen, y cumpliesen los preceptos, y reglas de vida, que de él habían aprendido, y oído de otros: después les dijo, como había de partir presto de esta; y añadió: porque aquel amable huésped, que solía visitar á nuestros hermanos, también ha sido servido de venir hoy á mí, y llamarme de este siglo; por lo cual, volved á la iglesia, y decid á los hermanos, que se acuerden de prevenir mi muerte para con el Señor, con vigilias, oraciones, y buenas obras. Oídas estas razones por los dos, quedaron muy tristes, y desconsolados, y con lágrimas muchas se fueron á la iglesia. Volvió después Ovino solo: y postrado á sus pies, le dijo: Ruégote, padre, me dés licencia para preguntarte. Pregunta, lo que quisieres, dijo el santo Ceada. Ovino dijo: Suplicóte, me digas, ¿qué música era aquella, que oí de aquellos, que bajaban del cielo á este tu oratorio? A que respondió con humildad vergonzosa el siervo de Dios: Si oíste las voces, y conociste, que eran de compañías celestiales; rué­gote en el nombre del Señor, que no lo digas á persona alguna antes de mi muerte. A la verdad los ángeles fueron, que vinieron á llamarme para los celestiales premios, que yo siempre amaba, y deseaba; y prometiéronme, que después de siete días volverían, y me llevarían consigo. Lo cual se cumplió así como lo dijo: porque luego vino á desfallecer en el cuerpo, y cada día se le aumen­tó la enfermedad, y al día séptimo recibió el Santísimo Sacramento; y saliéndosele su bendita alma del cuerpo, la recibieron los santos ángeles, y llevaron á los eternos gozos de la bienaventu­ranza, según se lo habían prometido. Murió el segundo día de marzo, y su santo cuerpo fue se­pultado en la iglesia de Santa María. Después se fundó una iglesia á invocación del príncipe de los apóstoles, donde fueron trasladados sus santos huesos, y en ambos lugares hizo el Señor por sus méritos infinitos milagros. Escribió su vida Beda en el libro III de su historia eclesiástica inglesa, cap. 28; y lib. 4, cap. 3; y dice, fué ordenado en obispo por los años de 664, en tiempo de Vitaliano pontífice: la traen asimismo Sanctoro, el Martirologio romano, y otros. En la reforma protestante, los católicos rescataron sus reliquias de la profanación, y ahora se encuentran en la catedral católica de Birmingham, dedicada a su memoria.
Gran virtud es la del temor santo de Dios: no puede dejar de obrar bien, quien teme á Dios: afírmalo el Espíritu Santo, y él mismo dice, al temeroso de Dios le sucederá todo bien, y sobre todo en los extremos, ó en el fin de la vida, que este es el sentir del Espíritu Santo. Ya se vio, cuan bien le fué en los extremos al gloriosísimo Ceada, pues siete días antes bajaron los ángeles á darle suaves músicas, de aquellas, con que sin cesar asisten, y cortejan la divina y soberana majestad del Todopoderoso; y luego volvieron á llevar su bendita alma á los cielos, para presen­társela á su Criador. ¿Pudo irle mejor, ni sucederle más bien en los extremos? Claro está que no. Temía á Dios; ¿qué mucho? Temámosle to­dos: que á todos nos sucederá bien en los extre­mos, y fin de nuestra vida.

 Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc

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