San Vulframno: Arzobispo de Sens ( + hacia 720)
TRASLADEMONOS a mediados del siglo VIl. Entre los valerosos caballeros que formaban la brillante corte de Dagoberto I, distinguíase uno llamado Fulberto, cuyo heroísmo habia tenido ocasión de conocer el rey y a quien había confiado delicadas e importantes misiones.
El valiente cortesano contrajo matrimonio con una matrona digna de él por su nobleza y piedad. Dios los bendijo dándoles un vástago, que debía añadir a la gloria de su nombre la de una santidad poco común y dar celebridad a los distintos países en los que había de ejercer su ministerio apostólico.
Nació Vulframno en el castillo de Milly, hacia el año 650. Parece se conservan aun hoy las ruinas de la antigua morada en que nació y de la que hizo donación al monasterio de Fontenelle, en el que debía acabar sus días.
Cuando el niño hubo cumplido la edad de poder aprovechar la brillante educación que querían darle sus padres, lo confiaron a personas tan doctas como virtuosas, que se aplicaron a desenvolver las cualidades de inteligencia y piedad de que daba manifiestas señales cuando apenas despuntaba su razón.
Aunque Fulberto dejaba a aquellos prudentes maestros el cuidado de cultivar el espíritu del niño, no lo perdía de vista, y la actuación a que le obligaba su vida en la corte, no le distraía de lo que consideraba su deber primordial: el cuidado del alma de su hijo.
De tal manera supo el joven aprovechar las lecciones y ejemplos que recibía, que ni se dejo jamás deslumbrar por los resonantes éxitos alcanzados en los estudios, ni por las perspectivas del brillante porvenir que se le presentaba. Todo parecía conspirar para atraerle al mundo e iniciar en un ambiente de plena felicidad una, carrera que tantos otros habrían envidiado.
Admitido a la corte de Neustria por la alta consideración de que gozaba su padre, fácil le habría sido atraerse el favor de los príncipes, que tenían en grande estima tanto su virtud como sus talentos naturales. Pero el piadoso joven abrigaba otras ambiciones muy distintas de las de la tierra. Sentíase llamado al servicio del Rey del cielo y cultivaba cuidadosamente esa vocación divina en su corazón, aguardando la hora en que pluguiere al divino Maestro sacarle del mundo.
De la Corte a la Sede Episcopal
CONSERVANSE acerca del periodo de tiempo pasado por Vulframno en !a corte, diferentes relatos que no concuerdan del todo y hasta difieren bastante. Unos nos lo presentan formando parte del cortejo de jóvenes señores que los reyes francos gustaban de tener en su palacio, tanto para servirles de guardia de honor, como para formarlos en las costumbres guerreras, necesarias en aquellas épocas turbulentas.
Al finalizar los estudios, el hijo del leudo Fulberto, fue admitido a la corte. Inclinado Vulframno al sacerdocio, recibió las Órdenes sagradas, y ejerció sus funciones en el palacio real.
Su reconocida piedad y el admirable ejemplo que de ella daba, le habían señalado desde largo tiempo, tanto a la atención de los obispos y de los fieles, como al afecto y estima de los reyes de Neustria y de la reina madre Santa Batilde.
De ahi que cuando murió Lamberto, arzobispo de Sens, hacia el año
690, la voz unánime del pueblo eligió a Vulframno por sucesor del pontífice difunto. La entrada del nuevo elegido en su ciudad episcopal fue saludada entusiásticamente por el gozo unánime del pueblo. Únicamente el Santo, abrumado por el pensamiento de las responsabilidades que contraía, se abismaba en su humildad y suplicaba al Señor viniera en ayuda de su debilidad.
Renuncia al obispado para hacerse Apóstol de los Frisones
SIETE años habían transcurrido desde su elevación al episcopado, durante los cuales Vulframno había edificado a su diócesis con el espectáculo de sus virtudes y adoctrinado con sus admirables enseñanzas, cuando recibió de Dios la inspiración de ir a llevar a otras gentes los esfuerzos de su celo.
Esta determinación, cuyas circunstancias ignoramos, nos sorprenderá tal vez, pero obra divina debió ser, puesto que el cielo se encargo de bendecirla; los milagros que el apóstol iba a obrar en la nueva vina del Señor y las prodigiosas conversiones que obtuvo, lo prueban sobradamente.
En la parte noroeste de Alemania, a orillas del mar, vivía sumida en la idolatría y en la ignorancia, una nación que apenas conocía otro modo de vivir que el pillaje, perturbando constantemente las comarcas vecinas y en especial el país de los francos por sus bárbaras incursiones. Era el pueblo de los frisones, que ocupaba lo que hoy se llama Holanda. Carlos Martel los había vencido repetidas veces, pero jamás llego a dominarlos. Por manera que, no habiendo podido conseguir su intento la fuerza de las armas y el valor de los guerreros, la Iglesia lo emprendió por los pacíficos medios del apostolado cristiano.
Al frente de estos apóstoles, plugo a la Providencia colocar al pontífice que ella había elegido para tal apostolado: el arzobispo de Sens. Pero antes de lanzarse a obra tan gigantesca, y tan difícil, el hombre de Dios quiso ordenar los asuntos de la diócesis y preparar por medio de la oración las conversiones en que meditaba. Para sustituirle nombro, a titulo de administrador, a San Gerico, monje del monasterio de San Pedro, de la misma ciudad de Sens. Cumplido este requisito, salió de la diócesis y se dirigió en primer lugar a Ruan para hablar sobre sus proyectos con San Ansberto, arzobispo de dicha ciudad. Antes de ser nombrado para ocupar la silla episcopal de Ruan, Ansberto había sido abad de Fontenelle y conviene saber que esta abadía, fundada en 648 por San Wandrilo, había sido siempre para Vulframno de singular predilección. Bien lo había demostrado entregándole, como antes se dijo, sus heredades de Milly. En ella quiso pasar algún tiempo consagrado al recogimiento y a la oración, antes de partir para Frisia.
Pidió a San Hiberto, que era por entonces abad del monasterio, doce religiosos como auxiliares de su apostolado. No era sobrado el número que pedía si se considera que Fontenelle albergaba por entonces más de trescientos monjes.
Esta selección evangélica, cuyo número recordaba el de los Apóstoles, se embarco en el Sena con rumbo al puerto de Caudebec, para penetrar en Frisia.
Mientras duro el viaje, Vulframno celebraba el santo sacrificio de la Misa cuantos días le era posible. Empero, sucedió una vez que, echada el ancora cerca de Therouanne, como estuviesen preparando la celebración, su diacono San Vandon, que andando el tiempo fue monje y abad de Fontenelle, se dejo caer al mar la patena en el momento de presentarla al celebrante. Confuso de su torpeza, se echó de rodillas ante Vulframno. Púsose el santo obispo en oración y ordeno al diacono que alargara la mano en el lugar mismo en que había ocurrido el accidente. La patena volvió a subir por si misma a la superficie del agua, y ella misma se puso en la mano de Vandon. Durante muchos años se conservaron en el monasterio la patena y el cáliz que sirvieron para la celebración de aquella Misa.
Este milagro contribuyo grandemente a manifestar la santidad del pontífice, excitar la admiración y aumentar la confianza de sus compañeros.
Primeras predicaciones – Milagros
CUANDO los misioneros llegaron a Frisia, se presentaron al jefe de la nación, que era el duque Radbodo. Aunque pagano, al igual que todo su pueblo, Radbodo dio al obispo y a sus acompañantes benévola acogida y escucho con interés la primera predicación del apóstol del Evangelio. Eran tan distintas las palabras que oía, de cuantas hasta entonces habían llegado a sus oídos, que se sintió conmovido hasta lo más intimo de su alma, aunque no tanto sin embargo, que quisiera convertirse; dió, empero, licencia a Vulframno para predicar y bautizar en toda la extensión de su reino. Su mismo hijo recibió el bautismo.
Los sorprendentes milagros que obraba Vulframno confirmaban las verdades que anunciaba y determinaron buen numero de conversiones; pero la mayor parte de los frisones resistieron a la gracia de Dios, y aunque manifestaban simpatía a los misioneros y aun prestaban oídos a sus palabras, permanecían en sus vanas supersticiones y seguían ofreciendo los barbaros sacrificios de un culto abominable. Consistía uno de ellos en ofrecer a los dioses de la nación víctimas humanas, ordinariamente niños a quienes tocaba en suerte ser inmolados.
Un día recayó ésta en un joven llamado Ovón, a quien los barbaros se preparaban a inmolar. Radbodo se puso al frente de aquel tropel de homicidas. El obispo misionero, que en aquellos momentos adoctrinaba al pueblo, al notar el triste cortejo que pasaba, se lanzo hacia el para suplicar al duque que perdonara a aquel inocente. “Es la ley del país” —respondió Radbodo—; y, haciendo eco a la voz de su jefe, los que le acompañaban reclamaban que se cumpliera la ley. Cansados, al fin, de las interminables instancias del apóstol, exclamaron: “Si tu Cristo es lo bastante poderoso para arrancar de nuestras manos al que tu pretendes salvar, que lo haga, y el joven será tuyo”.
Solo y sin armas entre aquellos energúmenos, Vulframno dirigió a Dios una ardiente plegaria, solicitando su omnipotente intervención. Sin embargo, la horrible ejecución se llevo a término. Ovón, estrangulado, se hallaba suspendido del patíbulo desde hacía dos horas, cuando, de repente, la fuerte atadura que lo aguantaba se rompió y el cuerpo del ahorcado cayó a tierra, pero levantóse inmediatamente sano y salvo. La oración de Vulframno había sido oída.
Este milagro fue seguido de numerosas conversiones. En cuanto a Ovón, andando el tiempo fue ordenado de sacerdote y llego a ser uno de los más ilustres monjes de San Wandrilo, sobresaliendo especialmente en el arte de transcribir libros.
A pesar de las predicaciones y portentosos milagros de los misioneros, no se habían podido desterrar de aquel suelo ingrato tan bárbaras prácticas de secular raigambre. En efecto, los suplicios mas atrozmente variados eran sucesivamente puestos en juego por aquellos seres inhumanos, cuya barbarie parecía imposible extinguir.
Dos niños angelicales fueron arrebatados de los brazos de una pobre madre que no poseía otro tesoro, y condenados a perecer ahogados en las aguas, para satisfacer a las pretendidas divinidades. Los dos fueron expuestos en la playa a la furia de las olas en forma que no pudieran huir, sino que fueran arrastrados por las aguas en el momento en que subiese la marea. Radbodo y los suyos asistían desde cierta distancia al cruel suplicio. Durante ese tiempo, Vulframno y sus fervorosos cristianos, que no habían podido obtener gracia para los inocentes, oraban con fervor esperando conseguir de Dios un milagro. Pronto principio a subir la marea. Las olas adelantaban rápidamente y llegaban ya a los dos niños, cuando de repente vióse que se separaban y seguían adentrándose en la ribera, formando como un islote en el que las dos tiernas víctimas quedaron en seco.
Entonces Vulframno, lleno de fe y confianza en Dios omnipotente, se levanto y, caminando sobre las aguas como si estuviera en tierra firme, fue derecho hacia los niños, tomó al menor en brazos y al mayor por la mano y los condujo a la orilla. Este milagro deslumbrador produjo la conversión de la mayoría de los que lo presenciaron.
Furia del Duque Radbodo – Conversión de los Frisones
PARECE natural que a la vista de testimonios tan numerosos del poder divino, Radbodo se sintiera vencido y diera ejemplo de fidelidad a la gracia. Tomó, en efecto, el camino de la penitencia, pero no lo siguió hasta el fin. En el momento en que iba a recibir el bautismo, le ocurrió preguntar al pontífice si en el cielo que le prometía volvería a encontrar a sus abuelos y a los duques sus antecesores, o si estaban en aquel infierno que Vulframno quería hacerle evitar.
—Es cierto —contesto el obispo— que para entrar en el cielo se necesita haber sido regenerado por las aguas del bautismo.
—Pues entonces —exclamo Radbodo— prefiero ir al infierno para encontrar allí a mis ilustres antecesores, que estar en tu cielo con miserables pobretones cristianos.
Y se retiró del baptisterio, dejando para más tarde el cumplir su designio. Vulframno logro más halagüeños resultados en el pueblo frisón. Aquellos corazones duros y rebeldes acabaron por ablandarse. Con todo, la obra apostólica emprendida por el santo misionero, no debía tener plena eficacia hasta después de su salida del país.
Como los frisones sostenían frecuentes guerras contra los francos, había tratado a los primeros misioneros con cierta desconfianza, mas ésta iba a desaparecer ante la predicación evangélica llevada a cabo por misioneros de otra nación. Con prudencia divina, la Santa Sede envió a Frisia para cultivar el campo, tan laboriosamente roturado por Vulframno y los monjes de Fontenelle, a doce misioneros ingleses a las órdenes de San Wilibrordo, a quien el Papa había consagrado previamente arzobispo de los frisones.
Quiso el duque Radbodo comprobar si la doctrina de este obispo misionero concordaba con la de Vulframno y con tal propósito mando llamar ante si al nuevo apóstol. No permitió Dios, por altos designios de su justicia, que esta nueva tentativa tuviera el resultado que Radbodo esperaba, pues murió sin bautismo antes que Wilibrordo hubiera podido acudir a su llamamiento.
Posiblemente quiso Dios mostrar así que rehúsa al orgullo lo que concede superabundantemente a la humildad.
!Ay del que, endureciendo su corazón, se hace sordo al divino llamamiento! Su mala voluntad le expone a tremendos castigos, aun en esta vida. Dios es paciente y esta siempre dispuesto a perdonar y a recibir con bondad y misericordia al alma pecadora que a Él se llega sinceramente arrepentida y con propósito de servirle con fidelidad, pero confunde al que se opone reiteradamente a los movimientos de la gracia.
Vuelve a Francia – Su muerte
A los cinco años de apostólicas labores regreso Vulframno a Francia para tomar nuevamente posesión de su Iglesia. Pero al llegar, hallo la diócesis tan maravillosamente gobernada por Gerico, que en el acto resolvió dejarla a cargo del que tan bien habia sabido dirigirla. Confirió, pues, la consagración episcopal a San Gerico, siendo este desde aquel momento su sucesor en la sede de Sens.
Descargado ya de la misión de conducir su rebano, el apóstol de los frisones, que tenia a la sazón setenta años, resolvió acabar sus días en el monasterio de Fontenelle, sin que ni la avanzada edad, ni los achaques, ni la dignidad episcopal, ni los duros trabajos de su apostolado en Frisia, le parecieran razones suficientes para dispensarse de la observancia minuciosa de la regla del monasterio, porque no era el descanso, que tan bien merecido tenia, lo que había venido a buscar a Fontenelle, sino las gracias y los méritos de la vida religiosa.
Habiendo hecho la profesión o por lo menos renovado los votos —no se sabe de cierto si había profesado con anterioridad— en manos del abad Hiberto, mostróse en todo el modelo de sus Hermanos, siendo sus virtudes predilectas la obediencia, la humildad y la mortificación.
El biógrafo de su vida nos cuenta como en una o dos ocasiones tuvo que volver aun a Frisia para asegurar la obra que había dejado principiada.
A pesar de su gran deseo de vivir oculto e ignorado, no pudo sustraerse al concurso de visitantes de todas las clases sociales que, ávidos de sus luces y consejos, acudían al monasterio. Los príncipes y los reyes mismos iban a su celda a pedirle consejo y dirección.
Esos ilustres personajes le ofrecían con frecuencia ricos presentes; mas nunca los aceptaba, a menos que fuera para aliviar a los pobres. El don de milagros que le había concedido el Señor para la conversión de los infieles, le acompañó hasta en su retiro. Un día curo instantáneamente a uno de los religiosos, atacado de parálisis completa, con solo hacerle la unción con aceite que previamente había bendecido.
Por último, llego el día en que Dios quiso llamar a si a su fiel siervo. Recibió del cielo previo aviso de su fin y murió el 20 de marzo, hacia el año 720; siendo enterrado en Fontenelle, junto al sepulcro de San Wandrilo, fundador de la abadía.
Los milagros que habían hecho ilustre en vida a San Vulframno continuaron sucediéndose después de su muerte. En el año 728 fue exhumado su cuerpo, que se hallo intacto, lo mismo que los de San Ansberto y San Wandrilo.
Han opinado algunos historiadores que el cuerpo de San Vulframno se volvió a encontrar en tiempo de Ricardo I, duque de Normandía (996), bajo las ruinas de la basílica de Fontenelle. Según tal opinión, las reliquias, guardadas en la abadía durante la Edad Media, estarían hoy en la iglesia parroquial de San Wandrilo. Pero, basándose en el testimonio del historiador de San Vulframno, el monje Jonás, hagiógrafo de gran autoridad que vivía en Fontenelle hacia el año 729, se tiene por cierto que, a mediados del siglo XI, el cuerpo fue llevado a la iglesia de San Nicolás de Abeville, que llego a ser colegiata con el nombre de San Vulframno.
La convicción que tenían los canónigos de Sens de la autenticidad de las reliquias de su santo obispo, conservadas en la colegiata de Abeville, los determino a solicitar algunas en 1641. Estas reliquias forman aun hoy parte del valioso tesoro de la catedral.
Fuente: EL SANTO DE CADA DIA – POR EDELVIVES – EDITORIAL LUIS VIVES S. A.- ZARAGOZA