Estampa de San Martín de Tours, patrón de Buenos Aires
El soldado Martín detuvo su caballo y se quedó mirando al mendigo
que le pedía una limosna por el amor de Nuestro Señor Jesucristo,
y vio que tenía los ojos de los que han llorado y llorado desde niños,
y vio que tenía las manos de los que solamente saben este oficio,
y vio que tenía los pies de los que no conocen sino este camino,
y vio que tenía la boca de los que no han dicho palabras de cariño,
y vio que tenía la frente de los que no saben dónde hallarán arrimo,
y vio que aquel cuerpo sediento y hambriento estaba casi aterido de frío,
y vio que el alma de aquel cuerpo también carecía de alimento y abrigo.
El soldado Martín detuvo su caballo y, después de mirar al mendigo,
contempló la dulce campiña, los árboles, los pájaros, el cielo y el río,
feliz cada cual en su mundo; feliz cada cual en sus límites estrictos,
feliz cada cual en el orden impuesto a las cosas por el dedo infinito,
menos el hombre sin amparo que le pedía una limosna en el camino;
y aunque Martín aún no había recibido las santas aguas del bautismo,
que lavan el entendimiento para que refleje los misterios divinos
(aunque Martín era soldado de Roma todavía no lo era de Cristo),
comprendió toda la miseria, comprendió todo el horror del hombre caído,
y comprendió también que aquella debilidad provenía del hombre mismo
y no de Dios, que todo, todo, lo había creado fuerte, feliz y limpio.
El soldado Martín detuvo su caballo, y, volviendo a mirar al mendigo,
pensó en el valor que tendría la naturaleza humana en el plan divino,
pensó en el valor que tendría la naturaleza de aquel ser desvalido,
cuando, para restaurarla, fue menester que lo grande se hiciera chico,
que lo infinito se volviera finito, que lo eterno tuviera principio,
que la causa se hiciera efecto, que lo absoluto se volviera relativo,
que se ofreciera en sacrificio nada menos que la Palabra de Dios vivo;
y al pensar en esto el soldado, no teniendo con qué socorrer al mendigo,
como aquella causa era justa, desenvainó la espacia que llevaba al cinto,
rasgó por el medio su capa, le alargó la mitad y siguió su camino,
llevando la otra mitad para cubrir espiritualmente al pueblo argentino,
que, con el andar de los años, había de nacer aquí, donde nacimos.
Fuente: Antología poética / Francisco Luis Bernárdez / http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/antologia-poetica–26/html/ff8cd696-82b1-11df-acc7-002185ce6064_1.html
POPULARIDAD DE SAN MARTÍN
Tres mil seiscientas sesenta iglesias dedicadas a San Martín en Francia, y casi otras tantas en el resto del mundo, dan fe de la popularidad inmensa del gran taumaturgo. Por los campos, en los montes más altos, en el fondo de los bosques, hay árboles, riscos, fuentes, que en otro tiempo, cuando la idolatría traía engañados a nuestros padres, fueron objeto de un culto supersticioso, pero que luego recibieron y conservan aún el nombre del que libró del demonio a aquellos antepasados nuestros para devolverlos al verdadero Dios. Echadas, en fin, de sus dominios las falsas divinidades romanas, celtas o germánicas, Cristo solo, en adelante por todos esos pueblos adorado, sustituía en el recuerdo agradecido de los mismos al humilde soldado que las había vencido.
En efecto, la misión que tuvo Martín fué la de acabar de derrotar al paganismo que, expulsado de las ciudades por los Mártires, continuaba siendo en su tiempo dueño de vastos territorios en donde no penetraba la influencia de las ciudades.
Por eso, a la vez que tenía las complacencias de Dios, ¡cuánto odio hubo de aguantar de parte del infierno! Desde el principio se encontraron Satanás y Martín: “Me hallarás por doquier en tu camino”, había dicho Satanás y cumplió la palabra. Y la ha cumplido hasta nuestros días: acumulando ruinas siglo tras siglo sobre el sepulcro glorioso que atraía hacia Tours al mundo entero; en el siglo XVI, arrojando a las llamas por las manos de los hugonotes los restos venerados del protector de Francia; y, por fin en el XIX, haciendo que unos hombres cometiesen la locura de destruir por sí mismos en plena paz la espléndida basílica que constituía la riqueza y la gloria de su ciudad.
En estos hechos se nos manifiestan la gratitud de Cristo rey y la rabia de Satanás, y por sí dicen bastante en pro de los incomparables trabajos del Pontífice apóstol y monje que se llamó San Martín.
EL MONJE
Fué monje de hecho y de deseo hasta el último día. “Desde sus primeros años de niño, sólo anhela servir a Dios. A los diez años es catecúmeno, y a los doce quiere irse al desierto; tiene todos sus pensamientos en los monasterios y en las iglesias. A los 15 años es ya soldado y de tal forma vive, que se le podría considerar como monje. A continuación de un primer ensayo de vida religiosa en Italia, Hilario llevó, por fin, a Martín a la soledad de Ligugé, que, gracias a él, fué la cuna de la vida monástica en las Galias. Y Martín, a decir verdad, a lo largo de su vida, se sintió por doquier forastero, excepción hecha de Ligugé. Monje por inclinación y soldado a la fuerza, llegó a ser obispo por violencia; y entonces continuó con sus costumbres monásticas. Cumplía con su dignidad episcopal, nos dice su historiador, sin dejar la regla y la vida de monje; al principio se construyó una celda junto a su iglesia de Tours; luego se hizo a cierta distancia de la ciudad un segundo Ligugé con el nombre de Marmoutier o de gran monasterio“.
FUNCIÓN DEL ORDEN MONÁSTICO EN LA IGLESIA.
“El pensamiento dominante de todos los santos, en todos los tiempos ha sido, dice el Cardenal Pie, el de que, junto al ministerio ordinario de los Pastores, cuyas funciones los obligan a vivir en medio del mundo, se necesitaba en la Iglesia una milicia separada de él y alistada bajo de la bandera de la perfección evangélica, que viviese del renunciamiento y de la obediencia, y que cumpliese noche y día la noble e incomparable tarea de la oración pública. Los más ilustres Pontífices y los más grandes Doctores han pensado que el mismo clero secular nunca se hallaría tan dispuesto para propagar y popularizar por el mundo las puras doctrinas de Evangelio, como cuando se hubiese preparado para las funciones pastorales viviendo de la vida monástica o acercándose a ella lo más posible. Repasad la vida de los más grandes hombres del episcopado así en Oriente como en Occidente, ya sea en los tiempos que precedieron de modo inmediato a la paz de la Iglesia, ya sea también en la Edad Media; todos practicaron algún tiempo la vida religiosa o vivieron en contacto diario con los que la practicaban. Hilario, el gran Hilario, con su mirar penetrante y práctico, había dado en la cuenta de esta necesidad; había comprendido qué puesto tenía que ocupar el orden monástico en el cristianismo, y el clero regular en la Iglesia. En medio de sus combates, de sus luchas, de sus destierros, testigo ocular de la importancia de los monasterios en Oriente, suspiraba con todas sus ansias por el momento de verse nuevamente en las Galias, y de establecer cerca de sí los fundamentos de la vida religiosa. La providencia no se hizo esperar y le envió lo que para tal empresa convenía: un discípulo digno del maestro, un monje digno del obispo“.
EL TAUMATURGO
“Lejos de mí, continúa el Cardenal Pie, no reconocer toda la fuerza y toda la vitalidad que la religión de Jesucristo poseía ya en nuestras diversas provincias, gracias a la predicación de los primeros apóstoles, de los primeros mártires y de los primeros obispos, cuya serie remonta a los tiempos más cercanos al Calvario. Con todo eso, no temo decirlo, el apóstol popular de la Galia, el que convirtió a la gente del campo, en su mayor parte pagana hasta entonces, el fundador del cristianismo en Francia, fué principalmente San Martín. Y ¿de dónde vino a Martín esta preeminencia de apostolado sobre tantos otros grandes obispos y servidores de Dios? ¿Colocaremos a Martín por encima de su maestro Hilario? Si se trata de doctrina, seguro que no; si hablamos de celo, de valentía, de santidad, no me toca a mí declarar quién fué mayor, si el maestro o el discípulo; pero lo que puedo decir, es que Hilario fué ante todo un doctor, y Martín fué principalmente un taumaturgo. Ahora bien, para la conversión de los pueblos, puede más el taumaturgo que el doctor; y, por eso, en el recuerdo y en el culto de los pueblos queda el doctor eclipsado por el taumaturgo.
“Hoy se habla mucho de razonamientos para persuadir a uno a que acepte las cosas divinas: con eso olvidamos la Escritura y la historia; y, además, nos rebajamos. Dios no ha creído conveniente discutir con nosotros. Ha afirmado, ha dicho lo que es y lo que no es; y, como exigía fe a su palabra, dió autoridad a la suya. Pero ¿cómo la autorizó? Como Dios, no como hombre; con obras, no con razones: non in sermone, sed in virtute; no con los argumentos de una filosofía persuasiva en lo humano: non in persuasíbilíbus humanae sapientiae verbis, sino desplegando un poder totalmente divino; sed in ostensione spiritus et virtutis. ¿Por qué? He aquí la razón profunda: Ut fides non sit in sapientia hominum, sed in virtute Dei: para que la fe vaya fundada no en la sabiduría del hombre, sino en la fuerza de Dios Hoy no se quiere pensar ya de esta manera; se nos dice que en Jesucristo el obrador de milagros perjudica al moralista y que el milagro es una mancha en este sublime ideal. Pero no se podrá abolir este orden, ni se podrá borrar el Evangelio ni la Historia. Mal que los pese a los sabios de este mundo, y mal que los pese también a los que con ellos condescienden, Cristo no sólo hizo milagros, sino que fundó la fe en los milagros; y el mismo Jesucristo puso en la Iglesia, y durará hasta el fin, la virtud de los milagros, no para confirmar sus propios milagros, que son el sostén de los demás, sino por compasión a nosotros, que somos fáciles al olvido y que nos impresionamos más con lo que vemos que con lo que oímos. Nuestro siglo ha visto el milagro y seguirá viéndole todavía; el siglo iv presenció sobre todo los de Martín.
EL APÓSTOL DE LAS GALIAS
“Obrar milagros era para él un juego de niños; toda la naturaleza obedecía a su mandato. Los animales se le sometían: “¡Ay de mí!, exclamaba un día el Santo, las serpientes me escuchan, y se niegan a oírme los hombres.” No obstante eso, los hombres le oían. En cuanto a la Galia, toda ella le oyó; no sólo la Aquitania, sino la Galia Celta y la Galia Belga. Y ¿cómo resistir a una palabra autorizada con tantos “prodigios? En todas estas provincias derribó uno en pos dé otro todos los ídolos, redujo las estatuas a polvo, quemó y demolió todos los templos, destruyó todos los bosques sagrados, todas las madrigueras de la idolatría. Me preguntaréis: Y eso ¿era legal? Tal vez lo fuese en la legislación de Constantino y de Constancio. Pero lo que puedo decir es, que Martín, devorado por el celo de la casa del Señor, en esto no obedecía más que al Espíritu de Dios. Y tengo que añadir que Martín no usaba contra las furias del pueblo pagano más armas que los milagros que obraba, el concurso visible de los ángeles que a veces se le concedía, y sobre todo, por fin, las oraciones y las lágrimas que derramaba en presencia de Dios cuando la multitud empedernida resistía al poder de su palabra y de sus prodigios. Pero, con estos medios, Martín cambió la faz de la tierra de Francia. Donde era difícil encontrar un cristiano antes de pasar nuestro santo, apenas si quedaba después un infiel. Los templos del Dios vivo sucedían rápidamente a los templos de los ídolos; pues, como dice Sulpicio Severo, tan pronto como derribaba los asilos de la superstición, construía iglesias y monasterios. De ese modo se cubrió toda Europa de templos que llevaron el nombre de Martín”.
Con la muerte no cesaron sus beneficios; ellos por sí solos explican el concurso Ininterrumpido de los pueblos a su sepulcro bendito.
EL PATRÓN DE FRANCIA
Por eso, Gregorio de Tours no duda en ver en su santo predecesor al patrón especial del mundo entero. Nunca dejaron de hacer valer sus títulos a un afecto especialísimo del gran Obispo monjes y clérigos, soldados, caballeros, viajeros y hosteleros, como recuerdo de sus largas peregrinaciones, ni tampoco las asociaciones de caridad en todas sus formas en memoria de la capa de Amiens. Hungría, donde nació, le cuenta con todo derecho entre sus valiosos protectores. Francia le tuvo por padre: así como la unidad de la fe fué obra suya en ella, estuvo también al frente de ella al formarse la unidad nacional, y vela por ella a lo largo de los siglos; la capa de San Martín guió a los ejércitos franceses al combate antes que la oriflama de San Dionisio. Por eso decía Clodoveo: “¿Dónde pondremos nuestra esperanza de vencer si se ofende al bienaventurado Martín?
VIDA
Martín nació en Panonia (Hungría) en 316. Alistado de muy joven en los ejércitos romanos, no era más que catecúmeno cuando dividió su capa con un pobre a las puertas de Amiens. Recibido el bautismo, deja la vida militar y entra en la escuela del gran doctor de las Galias, Hilario, obispo de Poitiers. El deseo de convertir a sus padres, que continuaban siendo paganos, le hace regresar a su patria; vuelve luego de nuevo a la Galia y funda el monasterio de Ligugé, junto a Poitiers. Se hace célebre por los milagros y acuden discípulos a poblar su soledad. Al morir Hilario, pudo ocultarse a los de Poitiers, que le querían para obispo; los de Tours serán poco después más hábiles: en 371 se apoderarán de él con un ardid y le obligarán a ordenarse. Su cargo pastoral no le hace olvidar las horas largas de contemplación que saboreó en Ligugé: funda Marmoutiers, a 3 kilómetros de Tours, y este monasterio llega a ser escuela y Seminario o semillero de obispos. Con frecuencia va aquella soledad y en ella se le aparece nuestra Señora, y el demonio trata de desalentarle persiguiéndole de mil maneras. Su celo traspasa los límites de su diócesis: nos le encontramos en las diócesis vecinas y hasta en el Artois, en Picardía, en Tréveris, en Bélgica, en España, y su palabra, apoyada en su caridad y en sus milagros, obra maravillas por doquier. Esta caridad le lleva a Candes en noviembre del 397, para restablecer la concordia entre los monjes, y allí muere en la paz de Dios a una edad que excede los 80 años.
LA PROTECCIÓN DE SAN MARTÍN
Al llegar tu dichosa muerte, tus desconsolados discípulos intentaron retenerte en el mundo: “Padre, ¿por qué nos dejas? Lobos carniceros se van a lanzar sobre tu rebaño.” Y lleno de compasión, dijiste ai Señor: “Si todavía me necesita tu pueblo, no me niego al trabajo; hágase tu voluntad.” Había llegado la hora de la recompensa y, al dártela, no nos privó Dios de tu protección. Francia y el mundo han experimentado admirablemente en el correr de los siglos que la palabra de Gregorio de Tours, tu sucesor, continúa siendo verdadera: eres el Patrón especial de todo el mundo.
Hoy nos unimos a los peregrinos que visitan tu sepulcro glorioso. Hacemos nuestras todas las oraciones que siglo tras siglo te han dirigido en aquel lugar santo; nos asociamos a todos los fieles que han ido a implorar tu auxilio, y a pedir a Dios sus más preciosas gracias apoyándose en tus méritos.
“¡Oh Pontífice Bienaventurado, que amaste a Cristo con todas las fibras de tu ser y no te acobardaste ante los poderosos de este mundo! Alma santísima, que no separó del cuerpo la espada del perseguidor, sin que por eso perdieses la palma del martirio”: conserva en nuestros corazones el amor de Jesucristo y de la Iglesia. Bendice a los soldados, cuyo modelo fuiste; a los religiosos, cuya vida santa tú llevaste; a los sacerdotes y a los obispos, de quienes eres gloria y modelo; a los pobres y a los humildes, para quienes fuiste padre: a Francia, de la que fuiste Apóstol. Suscita entre nosotros Santos que nos devuelvan la fe que tú predicaste con tanto fervor y tan buen suceso.
Ayuda a nuestra oración tú, cuyos “ojos y manos estaban continuamente elevados al cielo y que no sabías lo que era cansancio en la oración”. Alcánzanos que, a ejemplo tuyo, “no rehusando ni a la vida ni a la muerte”, vivamos y muramos como buenos cristianos para poder ir contigo “a glorificar a la Santísima Trinidad, de la que fuiste en la tierra, por tus palabras y por tu vida, perfecto confesor”.
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