El primero de estos santos fué romano de extracción y nació en Isauria. En su juventud sirvió en los ejércitos imperiales, á cuya profesión renunció por temor de verse obligado á obrar contra su conciencia. Cuando sufrió martirio, tenía sesenta y cinco años de edad. El segundo, san Probo, natural de Panfiba, había despreciado una fortuna muy considerable, á fin de poder servir á Jesucristo con más libertad. Andrónico, el más joven de los tres, era de una de las principales familias de la ciudad de Éfeso. Habiendo los tres sido presos en Pompeyópolis, ciudad de Cilicia, fueron conducidos á la presencia de Numeriano Máximo, gobernador de la provincia, que debía hacer ejecutar las órdenes contra los cristianos. Este gobernador dispuso que los condujesen á Tarso, adonde debía él trasladarse dentro de poco. Efectivamente, llegado el gobernador á esta última ciudad, fueron los tres santos presentados á él, y sufrieron varios interrogatorios, enviándoles después de ellos á la ciudad de Anazarbo. Sujéteseles también aquí á nuevos interrogatorios, á los cuales contestaron con la misma constancia. Su paciencia y su valor fueron superiores á toda ponderación: sus cuerpos afligidos por largo tiempo con toda clase de penalidades y suplicios y con el hambre y las inmundicias de la cárcel, parecían esqueletos destituidos de figura humana. Por fin los entregaron á las fieras para que los devorasen; pero estas respetaron las personas de los santos, con lo cual indignado el gobernador, mandó que los degollasen en medio del mismo anfiteatro. Su martirio sucedió en Anazarbo el día 11 de octubre del año 304.
Martirio de los santos Taraco, Probo y Andrónico
Actas de los Mártires
Tercer interrogatorio, en Mopsuesta.
Fabio Cayo Numeriano Máximo, presidente, dijo: Llama a esos iniciados en la impía religión de los cristianos.
El tribuno Demetrio dijo: —Aquí están, señor, yo te ruego.
Máximo: Ahora, suspendidos los tormentos, ¿te decides, en fin, Taraco, a desistir de tu desvergonzada confesión y a sacrificar a los dioses, por los que todas las cosas subsisten?
Taraco: Ni tú ni ellos se ufanarán de que el mundo esté gobernado por quienes están destinados al fuego y castigo eterno, y no sólo ellos, sino también todos vosotros que hacéis su voluntad.
Máximo: ¿Cuándo pararás, infame, de blasfemar? ¿O es que piensas que vas a salir vencedor a fuerza de desvergüenza? Con quitarte de encima la cabeza, hemos terminado.
Taraco: Si tan rápida ha de ser mi muerte, no va a ser muy grande el combate. Sin embargo, dilata cuanto gustes lo que quieras hacer, pues de esta manera aumenta el mérito de mi lucha delante del Señor.
Máximo: Lo mismo que tú sufren los otros encarcelados que caen bajo las penas de las leyes.
Taraco: ¿Hasta tanto llega tu ignorancia y ceguera que no caigas en la cuenta que los malhechores sufren en justicia el castigo, y, en cambio, los que padecen por Cristo recibirán su recompensa, oh juez sacrílego y abominable?
Máximo: ¿Qué recompensa, pues, recibís los que termináis infamamente vuestra vida?
Taraco: No te es lícito a ti ni preguntar sobre esto ni saber el galardón que nos está reservado. Por él, precisamente, soporto ahora tus amenazas y locuras.
Máximo: Me estás hablando como si fueras mi igual.
Taraco: No, yo no soy tu igual, ni permita Dios que jamás lo sea; sin embargo, tengo libertad para hablar, y nadie me la puede quitar gracias a la fuerza que de Dios me viene por Cristo.
Máximo: Yo te cortaré de raíz esa libertad de palabra, hombre abominable
Taraco: Te repito que nadie me quitará esta libertad, ni tú ni tus emperadores, ni Satanás tu padre, ni los demonios, a quienes tú, en tu extravío, sirves.
Máximo: Por dignarme yo hablarte te haces altanero, impiísimo.
Taraco: De eso tú tendrás la culpa; porque, por mi parte, bien sabe aquel Dios a quien sirvo que abomino hasta mirarte a la cara, cuanto más tenerte que responder.
Máximo: Pensando no atormentarte más, acércate y sacrifica.
Taraco: Tanto en mi primer interrogatorio en Tarso, como en el otro de Mopsuesta, confesé que soy cristiano; pues el mismo soy también ahora aquí. Créeme, entérate de la verdad.
Máximo: Una vez que te haya aniquilado a tormentos, ¿de qué te servirá arrepentirte, miserable?
Taraco: Si yo me hubiera de arrepentir, ya hubiera temido a tus primeros y segundos golpes y hubiera hecho tu gusto; pero la verdad es que, sintiéndome firme en el Señor, nada se me importa de ti. Haz lo que te dé la gana, desvergonzadísimo.
Máximo: Sí; te he ganado en desvergüenza por no haberte atormentado más.
Taraco: Ya antes te lo dije y ahora te lo repito: poder tienes sobre mi cuerpo; haz lo que te dé la gana.
Máximo: Atadle y levantadle sobre el potro, a ver si acaba de ser necio.
Taraco: Si yo fuera necio, sería semejante a ti y tendría tu misma religión.
Máximo: Ya que estás colgado, obedéceme y sacrifica, antes de que te sometan a los tormentos convenientes.
Taraco: Aun cuando no te es lícito atormentarme fuera de ley, por mi condición de soldado, sin embargo no protesto de tus locuras; haz lo que quieras.
Máximo: Un soldado que defiende la religión y honra a los dioses y a los augustos, se le juzga acreedor a recompensas y ascensos; pero tú eres un hombre absolutamente impío y que deshonrosamente fuiste despedido del ejército. Por tanto, voy a dar orden de que se te atormente con mayor dureza.
Taraco: Haz lo que quieras, pues muchas veces te he rogado ya sobre esto. ¿A qué tantas dilaciones?
Máximo: No pienses que voy a ser tan benévolo contigo que te quite rápidamente la vida. Te iré consumiendo a tormentos lentos y luego echaré tus restos a las fieras.
Taraco: Lo que has de hacer, hazlo pronto; no te quedes sólo en promesas y palabras.
Máximo: ¿Piensas que después de tu muerte van a venir mujerzuelas a recoger y embalsamar con ungüentos tu cuerpo, hombre abominable? No; ya me cuidaré yo también de que no quede rastro de ti sobre la tierra.
Taraco: Muy bien: ahora atormenta mi cuerpo; luego, una vez muerto, haz lo que te dé la gana con mi cadáver.
Máximo: Acércate, te digo por última vez, y sacrifica a los dioses.
Taraco: Ya te he dicho, de una vez para siempre, que ni a tus dioses ni a tus abominaciones adoraré jamás, estúpido.
Máximo: Cogedle de las mejillas y rompedle los labios.
Taraco: Has maltratado y afeado mi cara; pero con ello no haces sino dar nueva juventud a mi alma.
Máximo: Me estás forzando, desgraciado, a tratarte de otro modo.
Taraco: No pienses que me vas a espantar con palabras. Estoy preparado para todo, pues llevo conmigo las armas de Dios.
Máximo: ¿Qué armas llevas tú, hombre maldito con triple maldición, desnudo como estás y hecho todo una llaga?
Taraco: Tú no lo sabes, pues estando ciego no puedes ver mi armadura.
Máximo: Estoy soportando tu locura, pues no has de conseguir que, irritado por tus respuestas, te quite rápidamente la vida.
Taraco: Pues qué, ¿he dicho nada malo al afirmar que no puedes ver lo que hay en mí, pues no eres limpio de corazón, sino hombre impiísimo y enemigo de los siervos de Dios?
Máximo: Me figuro que tu vida pasada ha sido mala o que estás como un mago ante mi tribunal, según algunos dicen.
Taraco: Ni he sido jamás lo que dices ni tampoco lo soy ahora; porque yo no sirvo, como vosotros, a los demonios, sino a Dios, que me da paciencia y me inspira las respuestas que debo darte.
Máximo: De nada te han de servir todas esas palabras. Sacrifica si quieres verte libre de los tormentos.
Taraco: ¿Te parece que soy tan necio e insensato que quiera vivir eternamente separado de Dios, para seguirte a ti, que puedes, sí, por unos momentos, aliviar mi cuerpo, pero a precio de matar mi alma por toda la eternidad?
Máximo: Poned rusientes unos punzones y aplicádselos al pecho.
Taraco: Aunque tormentos más crueles que ése me apliques, no lograrás inducir a un siervo de Dios a ceder a tus instancias y adorar las imágenes de los demonios.
Máximo: Traed una navaja y cortadle las orejas, y luego raedle la cabeza y echadle encima carbones encendidos.
Taraco: Me has cortado las orejas; pero las de mi corazón, que son mucho más duras, siguen enteras.
Máximo: Con la navaja, idle arrancando la piel de la abominable cabeza y llenádsela de brasas encendidas.
Taraco: Aun cuando mandes despellejar todo mi cuerpo, no he de apartarme de mi Dios, que me da fuerzas para resistir las armas de tu maldad.
Máximo: Tomad los punzones de hierro y aplicádselos a las axilas.
Taraco: Que Dios lo vea y te juzgue hoy.
Máximo: ¿A qué Dios estás invocando, hombre tres veces maldito?
Taraco: Al Dios que tú no conoces, a pesar de que está tan cerca de nosotros, y que dará a cada uno conforme a sus obras.
Máximo: No te quitaré sencillamente la vida, no sea que, como antes dije, envuelvan tus reliquias entre lienzos y, embalsamándolas unas mujercillas, las adoren, sino que, tras matarte ignominiosamente, mandaré que seas quemado y esparciré al viento tus cenizas.
Taraco: Te repito lo que ya antes te he dicho: poder tienes para hacer lo que quieras en este mundo.
Máximo: Vuélvasele a la cárcel y sea guardado para los combates de fieras de mañana. Y que pase el que sigue.
El tribuno Demetrio dijo: Aquí está, señor; yo te suplico.
Máximo.—¿Habrás reflexionado, Probo, contigo mismo, para no venir a parar en los mismos tormentos que tú antes y el desgraciado que te ha precedido soportasteis? Yo así lo pienso, y doy por seguro que, vuelto a la sensatez, te has decidido a sacrificar, a fin de que, mostrándote piadoso para con los dioses, seas honrado por nosotros. Acércate, pues, y hazlo así.
Probo.—Nuestra reflexión, oh presidente, es una sola, y es que somos siervos de Dios. No esperes oír otra cosa de mí, sino la que ya has oído y sabes. De tus halagos ningún provecho has de sacar. Ni con tus amenazas has de convencerme, ni con las tonterías que hables has de ablandar mi valor. Hoy vengo a tu presencia con crecida audacia y desprecio en absoluto toda tu altivez. Así que ¿a qué aguardas, insensato, y no pones al desnudo tu locura?
Máximo.—¿Es que. os habéis puesto de acuerdo para negar a los dioses y ser impíos?
Probo.—Así es la verdad; por una vez no has mentido, siendo así que mientes siempre: nos hemos, en efecto, puesto de acuerdo para la piedad, la lucha y la confesión de la fe. Por eso resistimos en el Señor a tu maldad.
Máximo.—Antes de que tengas que sufrir los vergonzosos tormentos que voy a ordenar, reflexiona y déjale de esa locura. Ten compasión de ti mismo; hazme caso a mí, como si fuera tu padre, y muéstrate piadoso para con los dioses.
Probo.—En todo veo, oh presidente, que eres infiel; sin embargo, créeme a mí, que te juro mi bella confesión en Dios. Porque ni tú ni los demonios, a quienes en tu extravío sirves, ni los que te han dado poder contra nosotros, serán capaces de derribar nuestra fe y amor a Dios.
Máximo.—Atadlo, ceñidle los lomos y, cogiéndole de la punta de los pies, colgadle en el potro.
Probo.—¿No dejarás nunca de cometer impiedades, oh tirano sacrílego, que estás luchando por demonios semejantes a ti mismo?
Máximo.—Obedéceme antes de sufrir. Excusa tu cuerpo. ¿No ves qué males te amenazan?
Probo.—Todo lo que tú me hagas se torna provecho de mi alma. Por tanto, haz lo que quieras.
Máximo.—Calentad unos punzones al rojo y aplicádselos a los costados, para que no sea tonto.
Probo.—Cuanto más tonto te parezco ser a ti, más prudente soy para mi Dios.
Máximo.—Calentad otra vez los punzones y abrasadle con ellos la espalda.
Probo.—Mi cuerpo está en tu poder. Que Dios vea desde el cielo mi humildad y paciencia y Él juzgue entre ti y mí.
Máximo.—El Dios a quien invocas, desgraciado, es el que te ha entregado, en justo castigo de tu obstinación, a sufrir todo esto.
Probo.—Mi Dios, que es benigno, no quiere mal a ningún hombre; sin embargo, cada uno sabe lo que le conviene, pues tiene libre albedrío y es señor de su propio pensamiento.
Máximo.—Vertedle vino del altar y metedle en la boca carne del sacrificio.
Probo.—Señor Jesucristo, hijo de Dios vivo, mira desde la altura la violencia que se hace a tu santo y juzga mi causa.
Máximo.—Después de tanto tormento, desgraciado, al fin has gustado del altar; ¿qué te queda ya que hacer?
Probo—Ninguna hazaña has hecho con ello, pues a la fuerza, contra mi voluntad, me has echado encima parte de tus inmundos sacrificios; Dios, empero, ve mi voluntad.
Máximo.—El caso es que has comido y bebido, estúpido. Sin embargo, hazlo de tu propia voluntad y estás libre de esas cadenas.
Probo.—No te gloriarás de haber vencido mi resolución, hombre inicuo, y manchado la confesión de mi fe. Porque has de saber que, aunque me metieras por la boca todas esas impuras carnes, ningún daño me harás, puesto que Dios, desde el cielo, ve la violencia que sufro.
Máximo.—Encended las barras de hierro y abrasadle las piernas.
Probo.—Ni tu fuego ni tus torturas ni, como muchas veces he dicho, tu padre Satanás, podrán inducir a un siervo de Dios a apartarse de-la confesión del Dios verdadero.
Máximo.—Ya no tienes parte sana en tu cuerpo, ¿y aun sigues en tu insensatez, miserable?
Probo.—Yo te he entregado mi cuerpo, para que mi alma permanezca sana y sin mancha.
Máximo.—Calentad clavos agudos y atravesadle con ellos las manos.
Probo.—Gloria a ti, Señor Jesucristo, pues te has dignado hacerme también gracia de que mis manos sean atravesadas de clavos por tu nombre.
Máximo.—Los muchos tormentos, Probo, te vuelven aún más necio.
Probo.—Tu mucho poder y tu inmensa maldad, oh Máximo, te han vuelto en verdad no sólo necio, sino ciego, pues no te das cuenta de lo que estás haciendo.
Máximo.—¿Impío, con que necio y ciego te atreves a llamar al que está combatiendo por la religión de los dioses?
Probo.—¡Ojalá fueras ciego de los ojos y no de corazón! Más la Verdad es que, creyendo ver, estás envuelto en tinieblas.
Máximo.—Destrozado en todo tu cuerpo, ¿es que me acusas, miserable, de haberte dejado totalmente sanos los ojos?
Probo.—Aun cuando por tu crueldad me arranques los ojos de la cara, los del corazón no pueden cegarse por mano de hombre.
Máximo.—Pues también me quiero vengar de ti, insensato, arrancándote los ojos.
Probo.—No te contentes con sólo promesas de palabra, ya que no has de atemorizar al siervo de Dios. Ponlo por obra, que ni aun así me has de dar pena ninguna, pues no puedes hacer daño alguno a mi ojo invisible.
Máximo.—Arrancadle los ojos para que, lo poco que ha de vivir, esté privado de la luz.
Probo.—Los ojos de mi cuerpo me los has podido quitar; pero no te ufanarás, cruelísimo tirano, de privarme del ojo viviente.
Máximo.—Envuelto en puras tinieblas, ¿aun estás hablando, desgraciado?
Probo.—Si supieras las que te rodean a ti, me felicitarías a mí, impiísimo.
Máximo.—Muerto en todo tu cuerpo, ¿ni con eso paras de decir tonterías, infeliz?
Probo.—Mientras haya en mí aliento, no dejaré de hablar por la virtud que de Dios me viene por Cristo.
Máximo.—¿Aun esperas vivir después de estos tormentos? Pues sábete que ni aun morir cuando tú quieres te he de consentir.
Probo.—Contra ti lucho y combato, maldito, para que mi confesión sea perfecta, sea cualquiera el modo como me quites la vida, cruel y enemigo del género humano.
Máximo.— Despacio te iré matando a golpes, como tú lo mereces.
Probo.—Poder tienes, soberbio ministro de tiranos.
Máximo.—Quitádmelo de delante y guardadle, cargado de cadenas, en la cárcel, y que ninguno de sus congéneres entre a visitarle y le felicite por lo que han sufrido de parte mía por su impiedad, y después del día de audiencia los arrojaré a las fieras. Llama al impiísimo Andrónico.
Demetrio, tribuno, dijo: —Aquí está, señor; yo te suplico.
Máximo.—Ahora al menos, Andrónico, teniéndote lástima a ti mismo, habrás tomado la prudente resolución de ser piadoso para con los dioses; ¿o permaneces acaso, todavía, en tu antigua locura, de la que ningún provecho puedes sacar? Pues si no quieres hacerme caso y sacrificar a los dioses y rendir a los emperadores el honor debido, te voy a tratar sin misericordia de ninguna clase. Así, pues, acércate y sacrifica.
Andrónico.—En hora mala sea para ti, oh enemigo y ajeno a toda verdad, tirano más cruel que las fieras; ya he soportado todas tus amenazas, ¿y ahora piensas persuadirme en las cosas inicuas que mandas, mientras atormentas a los siervos de Dios? No, no lograrás destruir mi confesión en Dios. Aquí estoy para afrontar en el Señor tus más crueles refinamientos y mostrarte la juventud y vigor de mi alma.
Máximo.—Me das la impresión de un loco y poseso del demonio.
Andrónico.—Si yo estuviera poseso del demonio, te obedecería a ti; pero, justamente porque estoy sin él, no te obedezco. Tú sí que eres un puro demonio y haces las obras del demonio.
Máximo.—También tus predecesores hablaban muy arrogantemente antes de someterlos a tormento; pero luego, la dureza de los azotes los volvió a la piedad para con los dioses, se han hecho agradecidos a los augustos y, ofreciéndoles la libación del sacrificio, han logrado salvar su vida.
Andrónico.—Nada dices que esté fuera de tu modo de ser al mentir, pues aquellos a quienes en tu extravío das culto, no permanecieron en la verdad; eres, en efecto, embustero como tu padre. Por eso muy pronto te juzgará Dios, ministro de Satanás y de todos los demonios.
Máximo. Estoy por tratarte como a un impío y domar esos bríos que muestras.
Andrónico. —No he de temerte ni a ti ni a tus amenazas, en el nombre de mi Dios.
Máximo.—Traed fuego y, distribuyéndoselo poco a poco, aplicádselo al vientre.
Andrónico. — Aun cuando me abrases todo entero, mientras respire, 110 me has de vencer, tirano maldito, pues me asiste y fortalece el Dios a quien yo sirvo.
Máximo.—¿Hasta cuándo harás el tonto, no obedeciéndome? Por lo menos, desea para ti la muerte.
Andrónico.—Mientras viva venzo tu maldad, dándome prisa a que me quites la vida, pues esto es mi gloria en Dios.
Máximo. — Metedle entre los dedos los hierros candentes.
Andrónico.—Insensato y enemigo de Dios, lleno de toda invención de Satanás, viendo todo mi cuerpo abrasado por tus tormentos, ¿crees todavía que voy a temer tus refinamientos? Yo tengo en mí al Dios a quien sirvo por Jesucristo y por ello te desprecio a ti.
Máximo.—Eres tonto y no sabes que ese que tú invocas fué un malhechor vulgar a quien cierto gobernador llamado Pilatos hizo colgar en un palo, como consta de sus actas.
Andrónico.—Cierra tu boca, maldito, pues no te es lícito decir una palabra. Tú no eres digno de hablar sobre Él, impiísimo; pues si lo fueras, serías bienhadado y no cometerías las atrocidades que cometes contra sus siervos. Pero la verdad es que, ajeno a la esperanza en Él, no sólo te pierdes a ti mismo, sino que tratas de forzar a los suyos, hombre inicuo sobre toda iniquidad.
Máximo.—Y tú, que eres un desesperado, ¿qué provecho vas a sacar de la fe y esperanza en ese malhechor que llamas Cristo?
Andrónico.—Lo estoy ya sacando y lo sacaré, y por eso soporto tus torturas.
Máximo.—No quiero despacharte rápidamente, haciéndote sucumbir a los tormentos; te arrojaré a las fieras y terminarás la vida con todos tus miembros desgarrados por sus dientes.
Andrónico.—¿Es que no eres tú más feroz que todas las fieras y más criminal que todos los asesinos, pues a quienes nada malo han hecho ni se les ha acusado de crimen alguno tú los castigas como asesinos? Por lo tanto yo, que sirvo a mi Dios en Cristo, no rechazo tus amenazas. Aplícame el suplicio más duro que tengas pensado y harás prueba de mi valor.
Máximo.—Empezad por abrirle la boca y metedle carne de los altares y vertedle vino del sacrificio.
Mas el santo dijo: —Señor Dios mío, mira la violencia que se me hace.
Máximo.—¿Qué vas a hacer ahora, pobre diablo? No has querido mostrarte piadoso para con los dioses y he aquí que has gustado de sus altares.
Andrónico.—Tonto, ciego, insensato tirano, todo ha sido obra de tu violencia. Bien lo sabe Dios, que mira lo profundo de los pensamientos y es poderoso para librarme de la ira de Satanás y de sus ministros.
Máximo.—¿Hasta cuándo estarás haciendo el insensato y hablando tonterías que de nada han de valerte?
Andrónico.—Por lo que ha de valerme delante de mi Dios, estoy sufriendo todo lo que sufro; pero tú ignoras la firmeza que me dan las cosas que en lontananza contemplo.
Máximo.—¿Hasta cuándo harás el tonto? Voy a cortarte la lengua, para que termines de decir necedades. Sin duda me reprochas que, por aguantarte, te he hecho más necio de lo que eras.
Andrónico.—Sí, córtame, te ruego, los labios y la lengua, pues en ellos me parece has arrojado sobre mí todas tus abominaciones.
Máximo.—Insensato, por ello sigues siendo castigado hasta este momento. He aquí que, como ya te dije, has gustado de los sacrificios.
Andrónico.—No te ufanarás tú, tirano abominable, ni los que te han dado ese poder, de que me haya yo manchado con vuestros impíos sacrificios; mas ya verás tú lo que has hecho contra el siervo de Dios.
Máximo.—¿Con que te atreves a insultar a los emperadores, cabeza huera, que han procurado al mundo una paz profunda?
Andrónico.—Sí, los insulto y los insultaré, porque son pestíferos y bebedores de sangre humana y han revuelto al mundo. Dios, con mano inmortal, dando fin a su paciencia, los ha de castigar con tal castigo que conozcan al fin lo que están haciendo contra sus siervos.
Máximo.—Echadle hierro en la boca y cortadle esa lengua procaz y blasfema, a ver si aprende a no blasfemar contra los augustos. Y quemad la lengua y los dientes de esa infame cabeza, y, reducido todo a ceniza, esparcidlo al viento, no sea que vengan unas cuantas mujerzuelas de su misma impía religión y los recojan y guarden como preciosas y santas reliquias. A él metedle en la cárcel, para arrojarle a las fieras el día que viene, juntamente con sus otros compañeros.
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