LA IGLESIA, EL DECÁLOGO Y EL DERECHO DE PROPIEDAD
OBRA RECOMENDADA POR LA SAGRADA CONGREGACIÓN DE SEMINARIOS Y UNIVERSIDADES (Sexta edición Española – 1973 – Traducido de «CATOLICISMO» nº 161, mayo 1964)
INDICE
- Historial del estudio
- Presentación
- Carta de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades
- I.—Los hechos:
- II.—Un problema complejo
- III.—Importancia del problema en el terreno concreto
- IV.—No hay como esquivar el problema
- V.—Enfrentando el problema
- VI.—La Solución:
- 1. Misión docente de la Iglesia
- 2. Enseñanza sobre la propiedad privada y la familia
- a) Conocimiento y amor de Dios.
- b) La virtud de la justicia.
- c) Desenvolvimiento de las facultades intelectuales y santificación.
- 3. Tolerancia del mal menor y lucha contra el mal
- VII.—Resolviendo objeciones finales:
- 1. El derecho de propiedad y la lucha contra la miseria
- 2. Coexistencia de la Iglesia con Estados parcialmente colectivizados
- 3. ¿Podría la Iglesia dejar de hablar del derecho de propiedad?
- 4. ¿Coexistencia de la Iglesia con un Estado comunista?
- 5. ¿Puede la Iglesia aceptar un «modus vivendi» con el comunismo?
- 6. La actitud del Papa Juan XXIII
- 7. ¿Puede suscribir la Iglesia compromisos que no puede cumplir?
- VIII.—Consecuencias
- IX.—Conclusión práctica
- X.—Donde está el verdadero peligro de una hecatombe
HISTORIAL DEL ESTUDIO
Para un detallado historial del presente estudio del Prof. Plinio, sugerimos a nuestros visitantes de habla hispana una consulta a la obra: “TRADICION, FAMILIA, PROPIEDAD – Un ideal, un lema, una gesta“, Parte III — Cuando las TFPs suman sus esfuerzos; 1963 – Acuerdo con el régimen comunista: para la Iglesia, ¿esperanza o autodemolición?
PRESENTACIÓN
El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, Abogado y Catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Católica de San Pablo, desciende de ilustres troncos de la antigua aristocracia rural de los Estados de Pernambuco y San Pablo, entregándose desde joven a una acción apostólica intensa y valiente. A los veinticuatro años fue elegido Diputado Federal como representante de la Liga Electoral Católica. Al tiempo de ser Presidente de la Junta Arquidiocesana de la Acción Católica de São Paulo publicó la obra «Em Defesa da Ação Católica», polémica que marcó profundamente la vida religiosa del país por la gran oportunidad de las cuestiones doctrinales que presentó. Al cabo de algún tiempo el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira recibió una carta de alabanza en nombre del Papa Pio XII, escrita por el sustituto de la Secretaria de Estado del Vaticano, Monseñor Juan Bautista Montini, hoy S. S. Paulo VI.
Últimamente el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira se ha destacado como líder seglar de la corriente de intelectuales y jóvenes universitarios que colaboran en la redacción de «Catolicismo», revista mensual largamente conocida y admirada en todo el Brasil, contando igualmente con numerosos suscriptores y amigos en el exterior. En 1959, «Catolicismo» publico en su número 100 el notable ensayo «Revolución y Contrarrevolución», obra en la que se analiza el proceso revolucionario en Occidente, sus causas y sus principios fundamentales, desde los albores de la crisis, en el Renacimiento, hasta nuestros días. En contraposición, se presenta el orden cristiano con sus principios y con los métodos para contrarrestar la Revolución. Obra editada también en francés, en italiano y tres ediciones en castellano (España, Chile y recientemente en Argentina por la editorial «Tradición-Familia-Propiedad»).
En 1960, juntamente con los Excmos. Sres. Obispo de Campos, el hoy Arzobispo de Diamantina y el economista Luiz Mendonça de Freitas, el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira publicó, sobre el actualísimo problema agrario, el libro «Reforma Agraria-Questão de Consciencia». Traducido al castellano en Argentina, ha sido publicado en España con el nombre de «Socialismo y Propiedad Rural». Ante el avance del socialismo agrario, este libro presenta un magnífico compendio de la doctrina social de la Iglesia, aplicando sus principios a los problemas del campo.
El más reciente ensayo suyo es «Transbordo ideológico inadvertido y diálogo», en el que sostiene el autor que hay un diálogo legítimo y leal, pero que los comunistas, abusando de esta palabra, pretenden atraer a la opinión pública hacia su doctrina, sin que ella misma lo perciba.
En la actualidad, el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, es Presidente del Consejo Nacional de la «Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad».
INTRODUCCIÓN
Los lectores de «Catolicismo» [1] han acogido siempre con interés los trabajos que se refieren al problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pensé, por tanto, que recibirían con simpatía algunas reflexiones sobre un aspecto moderno de ese problema, o sea, la libertad de la Iglesia en el Estado comunista.
Publiqué, pues, en el número 152 de esta revista, en agosto de 1963, el estudio que «Catolicismo», animado por el gran interés suscitado por la materia, ahora reedita ampliado en varios puntos. Esas ampliaciones fueron introducidas a pedido de amigos, o para responder a objeciones de adeptos de la tesis opuesta a la que el presente estudio propugna.
Antes de abordar la materia, me parece necesario definir los límites naturales del presente trabajo. Se trata de un estudio sobre el problema de la licitud de la coexistencia pacífica entre la Iglesia y el régimen comunista, en aquellos Estados donde este régimen está vigente.
Es preciso no confundir este tema con el de la coexistencia pacífica, en el plano internacional, entre Estados que viven bajo regímenes políticos, económicos o sociales diferentes; ni con el de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y las naciones sometidas al yugo comunista.
Discurrir, aunque sólo fuera por encima, sobre estos dos temas, que presentan características y perspectivas muy peculiares, implicaría alargar demasiado el presente estudio. Vamos a prescindir, pues, de ellos, a lo largo de estas páginas, consagradas exclusivamente a investigar si —y en qué condiciones— la Iglesia puede coexistir verdaderamente libre con un régimen comunista.
Tampoco trataremos aquí del problema de la cooperación entre católicos y comunistas, en los países no comunistas. Este tema lo trató con su notaria inteligencia el Excmo. y Revdmo. Sr. Obispo de Campos, D. Antonio de Castro Mayer, en la magnífica «Carta Pastoral previniendo a los diocesanos contra los ardides de la secta comunista» (publicada en «Catolicismo», núm. 127, julio de 1961).
Dicho esto, pasaremos directamente a la materia, empezando por el análisis de los hechos.
I. LOS HECHOS
1. Durante mucho tiempo, la actitud de los gobiernos comunistas fue dolorosamente clara y coherente, no sólo en relación con la Iglesia católica, sino también en relación con todas las religiones.
a) Según la doctrina marxista, toda religión es un mito, que lleva consigo la «enajenación» del hombre a un ser superior imaginario, o sea, a Dios. Esta «enajenación» es aprovechada por las clases opresoras para mantener su dominio sobre el proletariado. Efectivamente, la esperanza de una vida ultraterrena, prometida a los trabajadores resignados como premio a su paciencia, actúa sobre ,ellos a manera de opio, para que no se rebelen contra las duras condiciones de vida que les son impuestas por la sociedad capitalista.
b) Así, en el mito religioso todo es falso y nocivo al hombre. No existe Dios, ni la vida futura. La única realidad es la materia en estado de continua evolución. El objetivo específico de la evolución consiste en «desenajenar» al hombre de todo tipo de sujeción a señores reales o ficticios. La evolución, en cuyo libre curso se halla el bien supremo de la humanidad, encuentra entonces un serio freno en cualquier mito religioso.
c) En consecuencia, corresponde al Estado comunista —que por medio de la dictadura del proletariado debe abrir las vías a la «desenajenación» evolutiva de las masas— la obligación de exterminar radicalmente toda suerte de religión y, para eso, en los territorios que caen bajo su dominio, deberá:
— dentro de un plazo más o menos largo —según la maleabilidad de la población— cerrar todas las iglesias, eliminar al clero, prohibir todo culto, toda profesión de fe, todo apostolado;
— mientras no sea posible llegar por entero a este resultado, mantener hacia los cultos todavía no suprimidos una actitud de tolerancia odiosa, de espionaje multiforme y de cercenadura continua de sus actividades;
— infiltrar comunistas en las jerarquías eclesiásticas que subsistan, transformando engañosamente la religión en vehículo del comunismo;
— promover, por todos los medios al alcance del Estado y del Partido Comunista, la «ateización» de las masas. (Cf. «Carta Pastoral sobre la secta comunista, sus errores, su acción revolucionaria y los deberes de los católicos en la hora presente», de Mons. Geraldo Sigaud).
A partir del momento en que la dictadura comunista se instauró en Rusia, y más o menos hasta la invasión de la URSS por las tropas nazis, la conducta del gobierno soviético hacia las diversas religiones estuvo regulada por estos principios.
Durante toda esta primera fase, la propaganda comunista mostraba, sin ambages, a los ojos del mundo entero, su intención de exterminar a todas las religiones, y dejaba bien claro que, incluso cuando toleraba alguna de ellas, lo hacía para llegar a eliminarla con más seguridad.
2. En vista de este modo de proceder del comunismo, la línea de conducta que se imponía a la opinión católica era también clara y simple.
Perseguida a ultranza, por razón de una íntima y completa incompatibilidad entre su doctrina y la del comunismo, la Iglesia no podía dejar de reaccionar a ultranza también, por todos los medios lícitos.
Las «relaciones» entre los gobiernos comunistas y la Iglesia sólo podían consistir en una lucha total, a vida o muerte. Consciente de esto, la opinión católica se levantaba en cada país como una inmensa falange, dispuesta a aceptar lo que fuera, incluso el martirio, para evitar la implantación del comunismo. Y, en los países comunistas, los católicos se organizaban para vivir en una clandestinidad heroica, a semejanza de los primeros cristianos.
3. Desde hace algún tiempo, la actitud de ciertos gobiernos comunistas en materia religiosa parece presentar nuevos matices.
De hecho, mientras en algunas naciones sometidas al comunismo —China, por ejemplo— la actitud de los gobiernos sigue siendo inexorablemente la misma, en otras, como Yugoslavia, Polonia y más recientemente Rusia, parece que se va modificando gradualmente.
Y así, en estos últimos países, según anuncian sus respectivos órganos de propaganda, la intolerancia del gobierno en relación con algunas religiones ha ido siendo sustituida por una tolerancia que, si inicialmente era malévola, está volviéndose, si no benévola, por lo menos indiferente. El antiguo régimen de coexistencia agresiva deja paso, cada vez más, a la coexistencia pacífica.
En otras palabras, los gobiernos ruso, polaco y yugoslavo conservan plenamente su adhesión al marxismo-leninismo, que sigue siendo para ellos la única doctrina oficialmente enseñada y admitida; pero —en mayor o menor escala, conforme al país— han pasado a admitir una más amplia libertad de cultos, y a conceder un trato sin violencia y, en ciertos aspectos, casi correcto, a la religión o religiones de apreciable importancia dentro de sus territorios respectivos.
En Rusia, como es sabido, la religión que cuenta con mayor número de adeptos es la griega cismática, comúnmente llamada ortodoxa. En Polonia es la religión católica (la mayor parte de los fieles pertenecen al rito latino). Y en Yugoslavia ambas son numerosas.
En consecuencia, aparece en ciertas naciones tras el telón de acero una tenue libertad para la Iglesia católica, consistente en la facultad, mayor o menor, según los casos, de distribuir los Sacramentos y predicar el Evangelio a pueblos que hasta ahora han estado casi enteramente privados de asistencia religiosa. Decimos «tenue» porque la Iglesia sigue siendo, a pesar de todo, abiertamente combatida por la propaganda ideológica oficial, y permanentemente espiada por la policía, razón por la cual nada o casi nada puede hacer, fuera de la realización de las funciones de culto y la administración de alguna catequesis. En Polonia, además, se le tolera que mantenga cursos para la formación de sacerdotes, y alguna que otra obra social.
II. UN PROBLEMA COMPLEJO
Al cambiar así, en cierta medida, el modo de proceder de las autoridades comunistas, se abren ahora para la Iglesia católica en estos países dos caminos:
• a) abandonar la existencia clandestina y de catacumba, que hasta hoy llevaba en los países tras el telón de acero, y pasar a vivir a la luz del día, coexistiendo con el régimen comunista en un «modus vivendi» expreso o tácito;
• b) o rechazar todo «modus vivendi» y mantenerse en la clandestinidad.
Escoger entre estos dos caminos es el problema complejo que, en el momento actual, se plantea a la conciencia de numerosos católicos. Decimos «a la conciencia», porque la decisión, en esa encrucijada, dependerá de la solución que se dé al siguiente problema moral: ¿es lícito a los católicos aceptar un «modus vivendi» con un régimen comunista?
Este es el problema que, como decimos, el presente artículo pretende estudiar.
III. IMPORTANCIA DEL PROBLEMA EN EL TERRENO CONCRETO
Antes de entrar en el fondo del problema, digamos algo sobre su importancia concreta.
La importancia de este problema, para los países que están bajo el régimen comunista, es obvia.
Nos parece necesario decir algo sobre el alcance del mismo en los países de Occidente, y de modo particular en lo que se refiere a los planes de penetración del imperialismo ideológico en estos países.
El temor de que, en el caso de una victoria mundial de los comunistas, la Iglesia tenga que verse en todas partes, sujeta a los horrores que sufrió en Méjico, en España, en Rusia, en Hungría o en China, constituye la causa principal de la decisión de los 500 millones de católicos esparcidos por todo el mundo —obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares— de resistir al comunismo hasta la muerte. Esta es también, respecto a sus respectivas religiones, la principal causa de la actitud anticomunista de centenares de millones de personas que profesan otros credos.
Esta decisión heroica representa, en el terreno de los factores psicológicos, el mayor obstáculo —quizá el único apreciable— para que el comunismo llegue a establecerse y mantenerse en todo el mundo.
Dejando de lado los motivos tácticos que determinan el aludido cambio de actitud de algunos gobiernos comunistas en relación con los diferentes cultos, es un hecho que la tolerancia religiosa que actualmente practican —y que su propaganda anuncia de modo exagerado a todo el mundo— ya les está acarreando un beneficio enorme. Delante de la alternativa que esta tolerancia plantea, las opiniones de los medios religiosos se están dividiendo en cuanto a la orientación que debe tomarse, y con esto se va rompiendo el dique de oposición maciza y a ultranza contra el comunismo, mantenida unánimemente por los hombres que creen en Dios y le tributan culto.
En efecto, el problema de la fijación de una actitud de los católicos y de los seguidores de otros credos, delante de la nueva política religiosa de determinados gobiernos comunistas, está dando lugar a perplejidades, divisiones e incluso polémicas. De acuerdo con su nivel de fervor, su optimismo o su desconfianza, muchos católicos siguen pensando que la lucha a ultranza es la única actitud coherente y sensata frente al comunismo; pero otros creen que mejor sería aceptar en seguida, y sin mayor resistencia, una situación como la de Polonia, antes que luchar hasta el fin contra la penetración comunista, y caer en la situación de Hungría que es aún más opresiva.
Además, se les antoja a estos últimos que una aceptación del régimen comunista —o casi comunista— por los pueblos aún libres podría evitar la tragedia cósmica de una guerra nuclear. La única razón que les llevaría a aceptar con resignación el riesgo de una hecatombe de esas proporciones, seria el deber de luchar para evitar a la Iglesia una persecución mundial, con amplitud sin precedentes y finalidad radicalmente exterminadora. Pero, ante la posibilidad de que este peligro no sobrevenga —puesto que se tolera, en ciertos países comunistas, que la Iglesia sobreviva, aunque sea reducida a una libertad mínima— decae mucho la valentía para enfrentar el peligro de la guerra atómica. Y gana terreno, entre estos católicos, la idea de establecer por doquier, en escala casi mundial, un «modus vivendi» entre la Iglesia y el comunismo —a imagen del acontecido en Polonia—, aceptado como un mal, pero un mal menor.
En media de estas dos corrientes, comienza a formarse una inmensa mayoría desorientada, indecisa y, justamente por eso, menos preparada psicológicamente para la lucha, que como lo estaba hasta hace poco tiempo.
Si este fenómeno de debilitación en la actitud anticomunista se da entre personas enteramente contrarias al marxismo, es natural que sea más intenso entre los llamados católicos de izquierda, cada vez más numerosos, los cuales, sin profesar el materialismo o el ateísmo, simpatizan con los aspectos económicos o sociales del comunismo.
En síntesis, en todos o casi todos los países no sometidos todavía al yugo marxista, millones de católicos, que ayer hubieran muerto de buen grado en ejércitos regulares o en guerrillas, para evitar que en sus patrias se implantase el comunismo, o para derribarlo si llegara a conquistar el poder, ya no sienten hoy la misma disposición. En la hipótesis de una crisis de pánico —por ejemplo, el «suspense» de la inminencia de una guerra nuclear universal— este fenómeno podría acentuarse aún más, llevando eventualmente a naciones enteras a capitulaciones catastróficas ante las potencias comunistas.
Todo esto pone de relieve la importancia de estudiar, cuanto antes y en sus varios aspectos, los problemas morales inherentes a la encrucijada en que la conducta de relativa tolerancia de algunos gobiernos comunistas pone a la conciencia de millones y millones de hombres de nuestros días.
Es legítimo afirmar que, de la solución de este problema, depende en parte considerable el futuro del mundo.
IV. NO HAY COMO ESQUIVAR EL PROBLEMA
La utilidad del estudio apuntado podrá parecer quizá dudosa a algunos espíritus precipitados, que intentarán evitar el complicado problema a través de alegaciones previas, que nos parecen enteramente rebatibles.
Enumeremos, a título de ejemplo, algunos de estos presupuestos y las respuestas que cabría darles:
• a) Es evidente que la relativa tolerancia religiosa es pura maniobra comunista y, por consiguiente, esta perspectiva de un «modus vivendi» entre la Iglesia y cualquier régimen comunista no puede ser tomada en serio.
—Podría responderse a eso diciendo que nada nos impide suponer que ciertas tensiones internas, de múltiple naturaleza, hayan impuesto a algunos gobiernos comunistas esta actitud distensiva en materia religiosa. En este caso, la distensión podría tener una cierta duración y consistencia, y abrir para la Iglesia perspectivas nuevas.
• b) Cualquier acuerdo con gente que, como los comunistas, niega a Dios y a la moral, no ofrece garantías de ser cumplido. Así, aunque se admita que hoy quieran ellos, realmente, tolerar hasta cierto punto la Religión, mañana, si les conviene, desencadenarán contra ella la más brutal y completa persecución.
—Reconocemos que en principio así es. Con todo, una vez que la tolerancia religiosa del Estado comunista se base, no por cierto en el respeto a la palabra dada, sino en el interés, esencialmente político, de evitar o de reducir dificultades internas, ella podrá durar tanto cuanto duren esas dificultados. O sea, podrá durar eventualmente por un no pequeño espacio de tiempo, luego no por honestidad sino por cálculo, tal vez las autoridades comunistas, cumplan durablemente las cláusulas del acuerdo que propongan a cualquier culto.
• c) Ese estudio no será de ninguna utilidad para los pueblos de detrás del telón de acero, entre los cuales el presente artículo no podrá circular libremente. Para los pueblos del lado de acá del telón de acero él no interesa.
Para estos no existe el problema de la licitud de una posible coexistencia de la Iglesia con el régimen comunista. Pues ese régimen, en el Occidente, no existe. El problema que interesa a los pueblos occidentales no es si se puede coexistir con tal régimen, sino qué hacer para evitar que él se implante. En consecuencia, este estudio no interesa a nadie.
—En lo que dice respecto a los pueblos de detrás del telón de acero, no es verdad que el presente estudio no pueda llegar al conocimiento de ellos. Tanto es que llegó. El semanario «Kierunki», de Varsovia, editado por la Asociación «Pax», influyente movimiento polaco de extrema izquierda «católica», publicó el 1 de marzo de 1964, en su primera página y en forma muy destacada, una «Carta abierta al Dr. Plinio Correa de Oliveira», extensa e indignada protesta hecha contra este artículo por un destacado miembro del movimiento, Sr. Zbigniew Czajkowski. Igualmente el Sr. Tadeusz Mazowiecki, redactor jefe de la revista mensual «Wiez» y diputado del grupo católico «Znak» a la Dieta polaca, publicó en su revista, en colaboración con el Sr. A. Wielowieyski, un artículo en el cual tenemos motivos para ver una réplica al presente estudio [2]. Si fue necesario refutar nuestro artículo, es porque de algún modo él traspuso el telón de acero y repercutió en parajes de dominación comunista. En cuanto al interés del tema en Occidente, la respuesta a esta reflexión seria que, realmente, más vale prevenir un mal que curarlo. Más bien puede ser que una nación occidental, o varias al mismo tiempo, se vean sujetas a optar entre dos males, esto es, la guerra moderna, interna y externa, convencional y termonuclear, con todos sus horrores, o la aceptación de un régimen comunista. En este caso, será preciso escoger el mal menor. Y el problema inevitablemente surgirá: Si la Iglesia puede aceptar la coexistencia con un gobierno y un régimen comunista, tal vez el mal menor consista en evitar la hecatombe bélica, aceptando como hecho consumado la victoria del marxismo; solamente si se considerase que tal coexistencia es imposible, y que la implantación del comunismo representa grave riesgo de extirpación completa o casi completa de la Fe en determinado pueblo, sólo entonces el mal menor será la aceptación de la lucha. Pues la perdida de la Fe es un mal mayor que el perecimiento de todo cuanto la guerra atómica puede exterminar.
Como se ve, todas estas consideraciones previas, dirigidas a evitar el estudio de la cuestión que enfocamos no presentan consistencia. El problema de la licitud de la coexistencia entre el régimen comunista y la Iglesia debe ser considerado de frente, y sólo puede ser resuelto de forma que satisfaga a todos los espíritus católicos, si es analizado en la esencia de sus aspectos doctrinales.
V. ENFRENTANDO EL PROBLEMA
A primera vista, considerado en sí mismo, el problema de la coexistencia entre la Iglesia y un régimen comunista «tolerante», se enunciaría así:
• ¿Si en un determinado país que vive bajo gobierno y régimen comunistas, los detentores del poder, lejos de prohibir el culto y la predicación, permiten ambas cosas, puede —o incluso debe— la Iglesia aceptar esta libertad de acción, para distribuir a los fieles los Sacramentos y el pan de la palabra de Dios?
Presentada la cuestión, pura y simplemente, en estos términos, la respuesta es necesariamente afirmativa: la Iglesia lo puede y lo debe hacer. Y, en este sentido, puede y debe coexistir con el comunismo, ya que, bajo ningún pretexto, puede negarse a cumplir su misión.
Es preciso advertir, con todo, que esta formulación del problema es simplista. Implícitamente presupone que el gobierno comunista no impondría la menor restricción a la libertad de enseñanza de la Iglesia. Pero nada autoriza a creer que un gobierno de este tipo conceda a la Iglesia una plena libertad doctrinal. Esto supondría permitirle predicar toda la doctrina de los Papas sobre la moral, el derecho, y más concretamente sobre la familia y la propiedad privada, lo cual, a su vez, llevaría a hacer de cada católico un adversario nato del régimen, de suerte que, en la misma medida en que la Iglesia dilatase su acción, estaría matando al régimen; del mismo modo, en la medida en que el régimen tolerase la libertad de la Iglesia, estaría practicando el suicidio, máxime en países donde la influencia de la Iglesia sobre la población es muy grande.
Por eso, no podemos contentarnos resolviendo el problema con aquella formulación genérica que antes enunciábamos. Debemos ver qué solución hay que darle en el caso de que un gobierno comunista exija como condición para que la predicación y la enseñanza católicas sean oficialmente toleradas, lo siguiente:
• 1) Que enseñen la doctrina de la Iglesia de modo afirmativo, pero sin hacer a los fieles ninguna refutación del materialismo y de los demás errores inherentes a la filosofía marxista;
• 2) que silencien a los fieles el pensamiento de la Iglesia sobre la propiedad privada y la familia;
• 3) o que, sin criticar directamente el sistema económico-social del marxismo afirmen, en todo caso, que la existencia legal de la familia y de la propiedad privada son un ideal deseable en tesis, pero irrealizable en la práctica, en virtud del dominio comunista, por lo cual, en la hipótesis concreta actual, se recomienda a los fieles que desistan de cualquier tentativa de abolir el régimen comunista y restaurar en la legislación, según los principios del Derecho natural, la propiedad privada y la familia.
Podrían en conciencia aceptarse, tácita o expresamente, estas tres condiciones, como precio de un mínimo de libertad legal para la Iglesia dentro del régimen comunista? En otras palabras, podría la Iglesia renunciar a su libertad en algunos de estos puntos, para conservarla en otros, en beneficio espiritual de los fieles Es el centro de la cuestión.
VI. LA SOLUCIÓN
1. En cuanto a la primera condición, nos parece que la respuesta debe ser negativa, en vista de la fuerza persuasiva que tiene una metafísica y una moral concretizadas en un régimen, en una cultura, en un ambiente.
La misión docente de la Iglesia no consiste solamente en enseñar la verdad, sino también en condenar el error. Ninguna enseñanza de la verdad es, como tal, suficiente, si no incluye la enunciación y refutación de las objeciones que se le pueden hacer. «La Iglesia —dijo Pio XII— desbordando siempre en caridad y bondad hacia los extraviados, pero fiel a la palabra de su Divino Fundador, que declaró: «Quien no está conmigo está contra Mí» (Mat. 12, 30), no puede faltar a su deber de denunciar el error y de arrancar la máscara a los sembradores de mentiras…» (Radiomensaje de Navidad de 1947). En el mismo sentido se había expresado Pío XI: «El primer don de amor del sacerdote hacia su medio, el que se impone de manera más evidente, es el don de servir a la verdad, a la verdad entera, y desenmascarar y refutar el error, sea cual sea la forma, máscara o disfraz con que se presente» (Encíclica «Mit Brennender Sorge», de 14-3-1937). Pertenece a la esencia del liberalismo religioso la falsa máxima de que, para enseñar la verdad, no es necesario impugnar o refutar el error. No hay formación cristiana adecuada que prescinda de la apologética. Resulta particularmente importante resaltarlo, teniendo en cuenta que la mayoría de los hombres tiende a aceptar como normal el régimen político y social en el que nace y vive, y que el régimen ejerce, por este título una profunda influencia formativa sobre las almas.
Para medir en toda su extensión el poder de esa acción formativa, examinémosla en su razón de ser y en su modo de operar.
Todo régimen político, económico y social se basa, en último análisis, en una metafísica y en una moral. Las instituciones, las leyes, la cultura y las costumbres que lo integran, o con él son correlativas, reflejan en la práctica los principios de esa metafísica y de esa moral.
Por el propio hecho de existir, por el natural prestigio del Poder Público, bien como por la enorme fuerza del ambiente y del hábito, el régimen induce a la población a aceptar como buenas, normales, hasta indiscutibles, la cultura y el orden temporal vigentes, que son las consecuencias de los principios metafísicos y morales dominantes. Y, al aceptar todo esto, el espíritu público acaba por ir más lejos, dejándose penetrar como por osmosis, por esos mismos principios, habitualmente entrevistos de modo confuso, subconsciente, pero muy vivo, por la mayor parte de las personas.
El orden temporal ejerce, pues, una acción formadora o deformadora, profunda, sobre el alma de los pueblos y de los individuos.
Hay épocas en que el orden temporal se basa en principios contradictorios, que conviven en razón de un tal o cual escepticismo con color casi siempre pragmatista. En general, ese escepticismo pragmático pasa de ahí para la mentalidad de las multitudes.
Hay otras épocas, en que los principios metafísicos y morales que sirven de alma al orden temporal son coherentes y monolíticos, en la verdad y en el bien, como en la Europa del siglo XIII, o en el error y en el mal, como en la Rusia o en la China de nuestros días. Entonces, esos principios pueden marcarse a fondo en los pueblos que viven en una sociedad temporal por ellos inspirada.
El vivir en un orden de cosas así coherente en el error y en el mal ya es de sí una tremenda invitación a la apostasía.
En el Estado comunista, oficialmente filosófico y sectario, esta impregnación doctrinaria en la masa es hecha con intransigencia, amplitud y método, y completada por un adoctrinamiento explícito incansablemente repetido a todo propósito.
A lo largo de toda la Historia no hay ejemplo de presión más completa en su contenido doctrinal, más sutil y polimórfica en sus métodos, más brutal en sus horas de acción violenta, que la ejercida por los regímenes comunistas sobre los pueblos que están bajo su yugo.
En un Estado así totalmente anticristiano no hay medio de evitar esta influencia sino instruyendo a los fieles sobre lo que él tiene de ruin.
De cara a tal adversario, más aún de que frente a cualquier otro, la Iglesia no puede, pues, aceptar una libertad que implique renunciar sincera y efectivamente al ejercicio, franco y eficiente, de su función apologética.
2. En cuanto a la segunda condición, nos parece también que no es aceptable, teniendo en vista no sólo la incompatibilidad total entre el comunismo y la doctrina católica, como particularmente el derecho de propiedad en sus relaciones con el amor de Dios, la virtud de la justicia y la santificación de las almas.
Para el rechazo de esta segunda condición hay, antes que nada, una razón de carácter genérico. La doctrina comunista, atea, materialista, relativista, evolucionista, choca de la manera más radical con el concepto católico de un Dios personal que promulgó para los hombres una Ley en la cual se recogen todos los principios de la moral, fijos, inmutables y conformes con el orden natural. La «cultura» comunista, considerada en todos y cada uno de sus aspectos, conduce a la negación de la moral y el derecho. El choque del comunismo con la Iglesia no se da, pues, sólo en materia de familia y de propiedad. En realidad, la Iglesia se debería callar sobre toda moral y sobre toda noción del derecho.
No vemos, por tanto, a qué resultado táctico conduciría un «armisticio ideológico», entre católicos y comunistas, circunscrito a estos dos puntos, si en todos los otros ia lucha ideológica continuase.
Consideremos, con todo, «argumentandi gratia», la hipótesis de un silencio de la Iglesia solamente sobre la familia y la propiedad privada.
Es tan absurdo admitir que la Iglesia acepte restricciones en su predicación acerca de la familia, que no vamos siquiera a detenernos en el análisis de este supuesto. Mas imaginemos que se le diese toda la libertad para predicar sobre la familia, pero no sobre la propiedad privada. ¿Qué tendríamos que contestar entonces?
A primera vista, se diría que la misión de la Iglesia consiste esencialmente en promover el conocimiento y el amor de Dios, más que en preconizar o mantener un régimen político, social o económico. Y que las almas pueden conocer y amar a Dios sin necesidad de ser instruidas sobre el principio de propiedad privada.
La Iglesia podría, pues, aceptar como un mal menor el compromiso de callar sobre el derecho de propiedad, para recibir en cambio la libertad de instruir y santificar las almas, hablándoles de Dios y del destino eterno del hombre, y administrándoles los Sacramentos.
Este modo de ver la misión docente y santificadora de la Iglesia choca con una objeción preliminar. Si algún gobierno terreno viene a exigir de Ella, como condición para ser libre, que renuncie a la predicación de cualquier precepto de la Ley, Ella no podrá aceptar esa libertad, que no sería sino un simulacro falaz.
Afirmamos que sería un simulacro falaz, esa «libertad», pues la misión magistral de la Iglesia tiene por objeto enseñar una doctrina que es un todo indivisible. O Ella es libre para cumplir el mandato de Jesucristo enseñando ese todo, o debe considerarse oprimida y perseguida. Si no se le reconociere esa libertad total, Ella deberá —conforme a su naturaleza militante— entrar en lucha con el opresor. La Iglesia no puede aceptar en su función docente un medio silencio, una media opresión para obtener una media libertad. Sería una entera traición a su misión.
Fuera de esta objeción preliminar, basada en la misión docente de la Iglesia, habría que levantar otra, concerniente a su función como educadora de las voluntades humanas para la adquisición de la santidad.
Esta objeción se funda en que el claro conocimiento del principio de propiedad privada, y el respeto de ese principio en la práctica, son absolutamente indispensables para la formación genuinamente cristiana de las almas:
• a) Desde el punto de vista del amor de Dios: El conocimiento y el amor de la Ley son inseparables del conocimiento y del amor de Dios pues la Ley es de algún modo el espejo de la santidad divina. Y esto, que se puede decir de cada uno de sus preceptos, es verdad principalmente cuando ella es considerada en su conjunto. Renunciar a enseñar los dos preceptos del Decálogo que fundamentan la propiedad privada importaría presentar una imagen desfigurada de ese conjunto, y por tanto del propio Dios. Ahora, donde las almas tienen una idea desfigurada respecto de Dios, ellas se forman según un modelo errado, lo que es incompatible con la verdadera santificación.
• b) Desde el punto de vista de la virtud cardinal de la justicia: Las virtudes cardinales son, como dice el nombre, goznes sobre los cuales se apoya toda la santidad. Para que el alma se santifique, debe conocerlas rectamente, amarlas sinceramente, y practicarlas genuinamente.
Acontece que toda la noción de justicia se funda en el principio de que cada hombre, su prójimo individualmente considerado y la sociedad humana, son respectivamente titulares de derechos, a los que corresponden, naturalmente, deberes. En otros términos, la noción del «mi» y del «tú» está en la base más elemental del concepto de justicia.
Ahora, precisamente esa noción del «mi» y del «tú» en materia económica, conduce directa e inevitablemente al principio de la propiedad privada.
De donde, sin el conocimiento recto de la legitimidad y de la extensión —como además también de la limitación— de la propiedad privada, no hay conocimiento recto de lo que sea la virtud cardinal de la justicia.
Y sin ese conocimiento no son posibles un verdadero amor, ni una verdadera práctica de la justicia; en suma, no es posible la santificación.
• c) Desde un punto de vista más genérico, del pleno desenvolvimiento de las facultades del alma, y de su santificación: La explanación de este argumento presupone como asentado que la recta formación de la inteligencia y de la voluntad, bajo varios aspectos sirve de molde para favorecer la santificación, y bajo otros, con ella hasta se identifica. Y que, «a contrario sensu», todo cuanto perjudica a la recta formación de la inteligencia y de la voluntad, bajo varias aspectos es incompatible con la santificación.
Vamos a mostrar que una sociedad en que no exista la propiedad privada es gravemente opuesta al recto desenvolvimiento de las facultades del alma, especialmente de la voluntad. Por lo que de sí, es incompatible con la santificación de los hombres.
De paso, nos hemos de referir también al perjuicio que, por análogas razones, la comunidad de bienes acarrea para la cultura. Digo hemos, porque el verdadero desenvolvimiento cultural es, no sólo factor propicio a la santificación de los pueblos, sino también fruto de esa santificación. Por lo que la recta vida cultural tiene íntimo nexo con nuestro tema.
Abordemos el asunto poniendo en evidencia un punto esencial, frecuentemente olvidado por los que tratan de la institución de la propiedad privada: ésta es necesaria al equilibrio y a la santificación del hombre.
Para justificar esta tesis cumple recordar, preliminarmente, que los documentos pontificios, cuando discurren sobre el capital, el trabajo y la cuestión social, no dejan la menor duda en cuanto al hecho de que la propiedad particular no sólo es legítima, sino aun indispensable al bien privado y al bien común, y esto no en lo que se refiere tanto a los intereses materiales del hombre, cuanto a los de su alma.
Es bien cierto que esos mismos documentos papales se han levantado vehementemente con los numerosos excesos y abusos que, principalmente a partir del siglo XIX, han ocurrido en materia de propiedad privada. El hecho, sin embargo, de ser muy reprobables y dañosos los abusos que los hombres hagan de una institución, absolutamente, no quiere decir que por esto ella no sea intrínsecamente excelente. Antes, debe tenderse, las más de las veces a pensar lo contrario: «corruptio optimi pessima», lo pésimo es, tal vez, casi siempre la corrupción de aquello que en sí mismo es óptimo. Nada tan sagrado y santo, en sí mismo, y desde todos los puntos de vista, que el sacerdocio. Nada peor que la corrupción de él. Y por esto mismo se comprende que la Santa Sede, tan severa contra los abusos de la propiedad privada, sea aún más severa cuando reprime los abusos del sacerdocio.
Múltiples son los motivos por los cuales la institución de la propiedad privada es indispensable a los individuos, a las familias y a los pueblos. Sobrepasaría los límites del presente trabajo una exposición completa de esos motivos. Atengámonos a la explanación de aquel que más directamente importa a nuestro tema: como hace poco afirmamos, tal institución es necesaria al equilibrio y a la santificación del hombre.
Siendo naturalmente dotado de inteligencia y voluntad, el hombre tiende por sus propias facultades espirituales a proveer todo cuanto es necesario para su bien. De donde le viene el derecho de procurar por sí mismo las cosas que precisa y de ellas apropiarse cuando no tienen dueño. De ahí le viene igualmente el derecho de proveer de modo estable sus necesidades del día de mañana, apropiándose del suelo, cultivándolo y produciendo para ese cultivo, sus instrumentos de trabajo. En suma, es porque tiene alma que el hombre tiende incontestablemente a ser propietario.
Y es en esto, dicen León XIII y San Pío X, que su posición frente a los bienes materiales lo distingue de los animales irracionales: «IV. El hombre tiene sobre los bienes de la tierra, no solamente el simple uso, como los brutos, sino también el derecho de propiedad estable, tanto respecto de las cosas que se consumen con el uso, como de las que el uso no consume» (Encíclica Rerum Novarum), (San Pío X, Motu Proprio sobre la Acción Popular Católica, de 18 de diciembre de 1903. A. A. S., vol. 36, páginas 341-343).
Ahora, como el dirigir su propio destino y proveer a su propia subsistencia es objeto próximo, necesario y constante del ejercicio de la inteligencia y de la voluntad, y la propiedad es media normal para que el hombre esté y se sienta seguro de su porvenir y señor de sí, acontece que abolir la propiedad privada, y en consecuencia entregar al individuo como hormiga inerme a la dirección del Estado, es privar a su mente de algunas de las condiciones básicas de su normal funcionamiento. Es llevar a la atrofia por el inejercicio a las facultades de su alma, es, en suma, deformarla profundamente. De ahí, en gran parte, la tristeza que caracteriza a los pueblos sujetos al comunismo, bien como el tedio, las neurosis y los suicidios cada vez más frecuentes en ciertos países largamente socialistas del Occidente.
Es bien sabido, en efecto, que las facultades del alma que no se ejercitan, tienden a atrofiarse. Por el contrario, el ejercicio adecuado puede desarrollarlas, a veces, hasta prodigiosamente. En esto se fundan gran número de prácticas didácticas y ascéticas aprobadas por los mejores maestros y consagradas por la experiencia.
Siendo, la santidad, la perfección del alma, bien se comprende de cuanta importancia es, para la salvación y santificación de los hombres, lo que de ahí se concluye. La condición de propietario, de sí, crea circunstancias altamente propicias para el recto y virtuoso ejercicio de las facultades del alma. Sin que se acepte el ideal utópico de una sociedad en que cada individuo, sin excepción, sea propietario, o en la cual no haya patrimonios desiguales, grandes, medios y pequeños; cumple afirmar que la difusión tan amplia cuanto sea posible de la propiedad, favorece el bien espiritual, y obviamente también el cultural, sea de los individuos, sea de las familias, sea de la sociedad. En sentido opuesto, la proletarización crea condiciones altamente desfavorables para la salvación, la santificación y la formación cultural de los pueblos, familias e individuos.
• Para mayor facilidad de la exposición, consideremos ahora algunas objeciones a la tesis tratada en esta letra «c».
¿Los que, en las sociedades donde hay propiedad privada, no son propietarios quedan dementes o no se pueden santificar?
Para responder a esta pregunta, conviene ponderar que la propiedad privada es una institución que favorece indirectamente, pero de modo muy genuino, a los no propietarios. Pues, siendo grande el número de personas que se aprovechan adecuadamente de los beneficios morales y culturales que la condición de propietarios les confiere, de ahí resulta un ambiente social elevado, que por la natural comunicación de las almas favorece hasta a los no propietarios. La situación en que quedan éstos no se identifica, pues, con la de los individuos que viven en un régimen en el cual ninguna propiedad existe.
¿Entonces la propiedad privada es la causa de la elevación moral y cultural de los pueblos?
Decimos que la propiedad es condición importantísima del bien espiritual y cultural de los individuos, familias y pueblos. No decimos que ella es causa de la santificación. Como la libertad de la Iglesia es condición para el desenvolvimiento de Ella. Pero la Iglesia, perseguida, floreció admirablemente en las catacumbas. Sería exagerado decir, por ejemplo, que necesariamente cuanto más difundida la propiedad, tanto más virtuoso y culto el pueblo. Esto importaría colocar lo que es sobrenatural en la dependencia de la materia, y lo que es cultural en la dependencia de la economía.
Sin embargo, es cierto que a ningún pueblo es lícito contrariar los designios de la Providencia, aboliendo una institución impuesta por el orden natural de las cosas, como es la propiedad privada, institución ésta, que es condición muy importante para el bien de las almas, tanto en el plano religioso como en el cultural. Y si algún pueblo procede de ese modo, prepara los factores para su degradación moral y cultural, y por tanto, para su completa ruina.
Si es así, ¿cómo hubo tanta cultura en la Roma Imperial, donde la mayor parte de la población estaba constituida por proletarios y esclavos? Y ¿cómo pudieron varios esclavos, tanto en Roma como en la Grecia, alzarse a elevado nivel moral o cultural?
La diferencia entre una pieza totalmente a oscuras y otra que es iluminada por una luz titilante, es mayor que la que existe entre esa pieza iluminada por luz titilante y otra iluminada deslumbrantemente.
Y esto porque el mal producido por la carencia total de un bien importante como seria en el caso la luz, es siempre incomparablemente mayor al producido por la insuficiencia de ese bien. La sociedad romana poseía, aunque en menor medida de lo que fuera deseable, una vasta y culta clase de propietarios. De ahí la existencia en el Imperio, por lo menos en cierta proporción, de los beneficios culturales de la propiedad. Bien distinta seria la situación de un país enteramente privado de una clase de propietarios: desde este punto de vista, estaría en tinieblas completas.
Se objetaría tal vez, que la experiencia está en contradicción con esta conclusión teórica. Pues en el pueblo ruso se depara un innegable progreso cultural y técnico, a despecho de la comunidad de bienes impuesta por el régimen marxista.
Aun en este caso, la respuesta no es difícil.
Al arbitrio del gobierno soviético están sujetos los recursos drenados en los puntos cardinales de un vastísimo imperio. El dispone arbitrariamente de los talentos, del trabajo y de la producción de centenas de millones de personas.
Así, ni de lejos, le faltaron medios para constituir algunos ambientes artificiales, de alta elaboración técnica o cultural (anticultural, se debería decir, más propiamente). Sin negar el volumen de los resultados así alcanzados, se puede expresar muy legítimamente alguna sorpresa por el hecho de no ser ellos aun mucho mayores. Pues si un Estado-moloch totalmente antinatural, no produce resultados-moloch en el orden de lo artificial, es porque realmente no tiene la facultad de la eficacia.
Además, ese florecimiento intelectual de invernadero es enteramente separado del pueblo. El no constituye el producto de la sociedad. No resulta de la germinación en las entrañas de esta. Sino que es obtenido fuera de ella, con la sangre arrancada de ella. Crece y se afirma sin ella, y de algún modo contra ella.
Tal producción no es índice de la cultura de una nación. Como, en una inmensa propiedad rural en abandono, los productos de un invernadero existente allí no serían prueba válida de que la propiedad está debidamente cultivada.
Volviendo a la objeción relativa a la Roma Imperial, hubo esclavos, es cierto, que se elevaron a niveles intelectuales y morales asombrosos: maravillas de la gracia en el plano moral, y de la naturaleza, que hasta hoy llenan de asombro. Excepciones gloriosas que no son suficientes para negar la verdad obvia de que la condición servil, de sí, es opresiva y perjudicial para el alma del esclavo, sea desde el punto de vista religioso, sea desde el cultural. Y que la esclavitud, ya de sí moral y culturalmente nociva, lo habría sido incomparablemente más para los propios esclavos en la antigüedad, si no hubiese habido patricios y plebeyos libres, y la sociedad se hubiese constituido sólo de hombres sin autonomía ni propiedad, como sucede en el régimen comunista.
Pero, se alegará por fin, ¿entonces el estado religioso es intrínsecamente nocivo a las almas, con el voto de obediencia y de pobreza que lo constituyen? ¿No quitan ellos la tendencia del hombre de proveerse a sí mismo?
La respuesta es fácil. Ese estado es altamente benéfico para las almas que la gracia atrae para vías excepcionales. Si imaginásemos ese estado en cuanto vivido por toda una sociedad, seria nocivo, pues lo que conviene a las excepciones no conviene a todos. Es por esto que la comunidad de bienes entre los fieles nunca fue generalizada en la Iglesia primitiva, y acabó por ser eliminada. Y las experiencias comuno-protestantes de ciertas colectividades en el siglo XV terminaron en estruendoso fracaso.
Ponderados esos múltiples argumentos y objeciones, permanece firme la tesis de que es vano callar sobre la inmoralidad de la completa comunidad de bienes, para obtener, en cambio, la santificación de las almas a través de la libertad de culto y de una relativa libertad de predicación.
• Fuera de eso, aceptado ese pacto monstruoso, ni por esto sería practicable la soñada coexistencia. De hecho, en una sociedad sin propiedad privada, las almas rectas tenderían siempre, y por el propio dinamismo de su virtud, a crear condiciones favorables para ellas. Pues todo lo que existe tiende a luchar por la propia supervivencia, destruyendo las circunstancias adversas, e implantando circunstancias propicias.
«A contrario sensu», todo cuanto deja de luchar contra las circunstancias gravemente adversas es destruido por estas. De donde la virtud estaría en perpetua lucha contra la sociedad comunista en que floreciese, y tendería perpetuamente a eliminar la comunidad de bienes. Y la sociedad comunista estaría en lucha perpetua contra la virtud, y tendería a asfixiarla.
Todo lo cual es bien exactamente lo opuesto de la coexistencia sofiada.
3. En cuanto a la tercera condición, nos parece igualmente inaceptable, pues la necesidad de tolerar un mal menor no puede llevar a renunciar a la destrucción total de él.
Cuando la Iglesia se decide a tolerar un mal menor, no quiere decir con ello que ese mal no deba ser combatido con toda eficacia. «A fortiori» cuando este mal «menor» es, en sí mismo, gravísimo.
En otros términos, la Iglesia debe formar en los fieles —y renovar constantemente en ellos— un pesar vivísimo por la necesidad de aceptar el mal menor. Y, con el pesar, debe suscitar en ellos el propósito eficaz de hacer lo posible para remover las circunstancias que obligaron a aceptar el mal menor.
Pero, obrando así, la Iglesia romperá la posibilidad de coexistencia. Y a despecho de todo, nos parece que no podría actuar de otro modo dentro del imperativo de su sublime misión.
VII. RESOLVIENDO OBJECIONES FINALES
A lo largo de este trabajo resolvimos varias objeciones inmediatamente ligadas a los diversos temas tratados. Analizaremos ahora otras objeciones que no debiendo, necesariamente, ser abordadas en el curso de la exposición caben, más cómodamente para el lector, en este ítem.
1. Defendiendo así el derecho de propiedad, la Iglesia abandonaría la lucha contra la miseria y el hambre.
Esta objeción nos proporciona ocasión para considerar los catastróficos efectos que podría producir, bajo el ángulo del bien temporal, el silencio de la Iglesia en materia de propiedad, en el Estado comunista.
Analizadas, pues, las principales objeciones que se podrían hacer a tal silencio, desde el punto de vista de la misión docente y desde el punto de vista de la misión santificadora de la Iglesia, consideremos un efecto secundario, pero interesante, del mismo silencio: seria el pactar Ella así, con la diseminación progresiva de la miseria en una situación mundial marcada por ,el progreso de la colectivización.
Cada hombre procura, por un movimiento instintivo continuo, vigoroso y fecundo, proveer antes de todo a sus necesidades personales. Cuando se trata de la propia conservación, la inteligencia humana lucha más fácilmente contra sus limitaciones, y crece en agudeza y agilidad. La voluntad vence con más facilidad la indolencia y enfrenta con mayor vigor los obstáculos y las luchas.
Este instinto, cuando está contenido en los justos límites, no debe ser contrariado, sino antes apoyado y aprovechado como factor precioso de enriquecimiento y progreso, y de ningún modo puede ser calificado peyorativamente de egoísmo. Es el amor de sí mismo, que según el orden natural de las cosas debe estar abajo del amor al Creador, y encima del amor al prójimo.
Negadas estas verdades, quedaría aniquilado el principio de subsidiaridad presentado por la Encíclica «Mater et Magistra» como elemento fundamental de la doctrina social católica (Cf. A. A. S., vol. LIII, pp. 414-415).
En efecto, es en virtud de esta jerarquía en la caridad, que cada hombre debe proveer directamente a sí mismo tanto cuanto esté en sus recursos personales, sólo recibiendo el auxilio de los grupos superiores, familia, corporación, Estado, en la medida de lo que le sea imposible hacer por si. Y es en virtud del mismo principio que la familia y la corporación (entes colectivos de los cuales también se debe decir que «omne ens appetit suum esse»), velan antes y directamente por sí, recurriendo al Estado solo cuando es indispensable. Y lo mismo se repite en lo tocante a las relaciones entre el Estado y la sociedad internacional.
En conclusión, sea por los dictámenes de su razón, sea por su propio instinto, todo en la naturaleza de cada hombre pide que él se apropie de bienes para garantizar su subsistencia, y tornarla satisfecha, decorosa y tranquila. Y el deseo de poseer haberes propios, y de multiplicarlos, es el gran estímulo del trabajo, y por tanto, un factor esencial de la abundancia de la producción.
Como se ve, la institución de la propiedad privada, que es el corolario necesario de ese deseo, no puede ser considerada como mero fundamento de privilegios personales. Ella es condición indispensable y eficacísima de la prosperidad de todo el cuerpo social.
El socialismo y el comunismo afirman que el individuo existe primordialmente para la sociedad, y debe producir directamente, no para su propio bien, sino para el de todo el cuerpo social.
Con esto, el mejor estímulo del trabajo cesa, la producción decae forzosamente, la indolencia y la miseria se generalizan en toda la sociedad. Y el único medio —obviamente insuficiente— que el Poder Público puede emplear como estímulo de la producción es el látigo…
No negamos que en el régimen de la propiedad privada pueda acontecer —y frecuentemente ha acontecido— que los bienes producidos con abundancia circulen defectuosamente en las varias partes del cuerpo social, acumulándose aquí, y escaseando allí. Este hecho induce a que se haga todo en pro de una proporcionada difusión de la riqueza en las varias clases sociales. Sin embargo, no es razón para que renunciemos a la propiedad privada, y a la riqueza que de ella nace, para resignarnos al pauperismo socialista.
2. En cuanto a un Estado incompletamente colectivizado no valen los argumentos contrarios a la coexistencia de la Iglesia con un Estado totalmente colectivizado.
Según ciertas noticias de prensa, algunos gobiernos comunistas anuncian el propósito de operar —«pari passu» con la concesión de cierta libertad religiosa— un retroceso parcial en el socialismo, admitiendo a título provisional determinadas formas de propiedad privada. En este caso, se diría que la influencia del régimen sobre las almas seria menos funesta. ¿No podría entonces la predicación y la enseñanza católica aceptar un silencio, no propiamente sobre el principio de propiedad privada, sino sobre toda la extensión que este principio tiene en la moral católica?
Se podría responder a eso que no siempre los regímenes más brutalmente antinaturales —o los errores más flagrantes y declarados— son los que consiguen deformar más hondamente a las almas. El error descubierto o la injusticia brutal, por ejemplo, rebelan y provocan horror, mientras que las medias injusticias son más fácilmente aceptadas como normales, y los medios errores como verdades; y unos y otras corrompen más de prisa las mentalidades. Fue mucho más fácil combatir al arrianismo que al semiarrianismo, al pelagianismo que al semipelagianismo, al protestantismo que al jansenismo, a la Revolución brutal que al liberalismo, al comunismo que al socialismo mitigado. A eso hay que añadir que la misión de la Iglesia no consiste tan sólo en combatir los errores brutalmente radicales y flagrantes, sino en extirpar de la mente de los fieles toda especie de error, por más leve que sea, para hacer brillar ante los ojos de todos la verdad integral y sin mancha, enseñada por Nuestro Señor Jesucristo.
3. El sentido de la propiedad está arraigado de tal modo en los campesinos de determinadas regiones de Europa, que se puede transmitir de generación en generación, casi con la leche materna, por medio de la simple enseñanza del catecismo en familia. Por eso, la Iglesia podría dejar de hablar del derecho de propiedad privada durante decenios, sin perjuicios de la formación moral de los fieles.
No negamos que el sentido de propiedad esté muy vivo en algunas regiones de Europa. Es notaria que, por este motivo, los comunistas hubieron de retroceder en su política de confiscación, y restituir tierras a los pequeños propietarios de Polonia, por ejemplo.
De todos modos, estos retrocesos estratégicos, frecuentes en la historia del comunismo no constituyen, por parte de sus sectarios, más que una actitud de momento, a la cual se resignan para alcanzar luego una victoria más completa. En cuanto las circunstancias se lo permiten, vuelven a la carga con astucia y energía redobladas.
Este será el momento de mayor peligro. Expuestos a la acción de la técnica de propaganda más astuta y refinada, los campesinos tendrán que sufrir por tiempo indeterminado la ofensiva ideológica marxista.
¿Quién no se estremece al imaginar a la joven generación de cualquier lugar de la tierra expuesta a este riesgo? Admitir que el mero sentido rutinario y natural de la propiedad personal constituya normalmente una coraza plenamente tranquilizadora contra un peligro tan grande, es confiar mucho en un factor humano. En la práctica, sin la acción directa y sobrenatural de la Iglesia, preparando a sus hijos con toda antelación y asistiéndolos en la lucha, es poco probable que los fieles de cualquier país y cualquier condición social resistan a la prueba.
Además, como ya hemos dicho, no nos parece lícito, en ningún caso, que la Iglesia suspenda durante decenios el ejercicio de su misión, que consiste en enseñar íntegramente la Ley de Dios.
4. La coexistencia de la Iglesia con un Estado comunista sería posible si todos los propietarios renunciasen a sus derechos.
En la hipótesis de una tiranía de inspiración comunista, dispuesta a todas las violencias para imponer el régimen de la comunidad de bienes; y de propietarios que persisten en afirmar sus derechos contra el Estado (que no los creó ni los puede válidamente suprimir), ¿cuál es la solución para la tensión de ahí resultante?
De inmediato no se ve otra sino la lucha. Sin embargo, no una lucha cualquiera, sino una lucha a muerte de todos los católicos fieles al principio de la propiedad privada, puestos en actitud de legítima defensa contra el exterminio provocado por un Poder tiránico cuya brutalidad bestial delante de un rechazo de la Iglesia puede llegar a extremos imprevisibles. Una revuelta, una revolución con todos los episodios atroces que le son inherentes, el empobrecimiento general, y las inevitables incertidumbres en cuanto al desenlace de la tragedia.
Puesto esto, se podría preguntar si los propietarios no estarían entonces obligados en conciencia a renunciar a su derecho en favor del bien común, permitiendo así el establecimiento de la comunidad de bienes sobre una base moralmente legítima, a partir de la cual el católico podría aceptar sin problemas de conciencia el régimen comunista.
• Ese parecer es inconsistente. Confunde la institución de la propiedad privada, como tal, con el derecho de propiedad de personas concretamente existentes en determinado momento histórico. Admitida como válida la renuncia de esas personas a su patrimonio, impuesta bajo el efecto de una brutal amenaza al bien común, sus derechos cesarían: de ahí no derivaría de ningún modo la eliminación de la propiedad privada como institución. Ella continuaría existiendo, por así decir, «in radice», en el propio orden natural de las cosas, como inmutablemente indispensable al bien espiritual y material de los hombres y de las naciones, y como un imperativo inquebrantable de la Ley de Dios.
Y, por continuar existiendo así «in radice», ella estaría renaciendo en todo momento. Cada vez, por ejemplo, que un pescador o un cazador se apoderase, en el mar o en el aire, de lo necesario para sustentarse y para acumular alguna economía; cada vez que un intelectual o un trabajador manual produjese más de lo indispensable para vivir día a día, y reservase para si las sobras ,se habrían reconstituido pequeñas propiedades privadas, generadas en las profundidades del orden natural de las cosas. Y, como es normal, esas propiedades tenderían a crecer… Para evitar una vez más la revolución anticomunista, sería preciso estar repitiendo en cada momento las renuncias, lo que evidentemente conduce al absurdo.
Añadamos que, en numerosos casos, el individuo no podría hacer tal renuncia sin pecar contra la caridad para consigo. Y esa renuncia frecuentemente chocaría con los derechos de otra institución, profundamente afín con la propiedad, y aún más sagrada que ella, esto es, la familia. En efecto, muchos serían los casos en que el miembro de una familia no podría operar tal renuncia sin faltar a la justicia o a la caridad para con los suyos.
• La propiedad privada y la práctica de la justicia: dejamos para hacer aquí, después de descrito y justificado este continuo renacer del derecho de propiedad, una consideración que sin esto no podría ser hecha con la necesaria claridad.
Se trata de la virtud de la justicia en sus relaciones con la propiedad privada. En el ítem VI, número 2, letra «b», de este trabajo, hablamos del papel de la propiedad en el conocimiento y en el amor de la virtud de la justicia. Consideremos ahora el papel de la propiedad en la práctica de la justicia.
Dado que a todo momento están naciendo derechos de propiedad en los países comunistas como en otros lugares, el Estado colectivista, que confisca los bienes de los particulares, está en sana moral, puesto en la condición de ladrón. Y los que reciben del Estado bienes confiscados están en principio, frente al propietario expoliado, como quien se sacia con bienes robados.
Cualquier moralista prevé fácilmente, a partir de esto, qué inmensa secuela de dificultades traerá la colectivización de los bienes para la práctica de la virtud de la justicia. Esas dificultades serán tales que, máxime en Estados policiales, exigirán con frecuencia, tal vez a cada momento, actos heroicos de parte de cada católico. Lo que es una prueba más, de la imposibilidad de la coexistencia entre la Iglesia y el Estado comunista.
5. Siendo el comunismo tan antinatural, tiene una existencia necesariamente precaria. Así, pues, la Iglesia podría aceptar un «modus vivendi» sólo por algún tiempo, esperando que cayese corrompido o que al menos se atenuase.
Podrían darse varias respuestas a esta objeción.
a) Este carácter «precario» seria, en todo caso, muy relativo. Ya hace más de media siglo (1917-1973) que el comunismo está dominando en Rusia. Fuera de Dios, que conoce el futuro, ¿quién puede decir con seguridad cuándo caerá?
b) Por el mismo hecho de atenuarse, este régimen se prolongaría, precisamente por presentarse menos antinatural. Esta atenuación no sería entonces una marcha hacia la mina, sino un factor de estabilización.
c) Hay regímenes profundamente contrarios a exigencias fundamentales de la naturaleza humana que perduraron indefinidamente. Tal es el caso de la barbarie de los pueblos aborígenes de América o África, que duró siglos y duraría aún más por su vitalidad intrínseca si no la fuesen eliminando factores externos. Y aun así, ¡con qué dificultad se va operando esta sustitución de un orden antinatural por otro más natural!
6. A primera vista, se diría que ciertos gestos de «distensión» del llorado Papa Juan XXIII, en relación a la Rusia soviética, sirven de molde para orientar el espíritu en sentido diverso de las conclusiones de este trabajo.
Es bien contrario lo que se debe pensar. Los aludidos gestos de Juan XXIII se sitúan enteramente en el ámbito de las relaciones internacionales.
En cuanto al plano en que situamos este estudio, el propio Pontífice, reafirmando en la Encíclica «Mater et Magistra» las condenaciones lanzadas por sus antecesores contra el comunismo, dejó bien claro que no puede haber una desmovilización de los católicos frente a este error que los documentos pontificios repudian con supremo rigor.
Y, en el mismo sentido, de parte del Papa Paulo VI, gloriosamente reinante, hay que registrar, entre otros, este expresivo pronunciamiento: «No se crea también que esta solicitud pastoral, asumida por la Iglesia como programa primordial que absorbe su atención y polariza sus cuidados, signifique una modificación del juicio formulado acerca de los errores diseminados en nuestra sociedad, y ya condenados por la Iglesia, como el materialismo ateo, por ejemplo. Procurar aplicar remedios saludables y urgentes a una enfermedad contagiosa y mortal, no quiere decir mudar de opinión con respecto a esa enfermedad, sino por el contrario, significa procurar combatirla no solamente en teoría, sino prácticamente; significa que se quiere, después del diagnóstico, aplicar una terapéutica, esto es, después de la condenación doctrinal, aplicar la caridad saludable». (Alocución del 6 de septiembre de 1963, a la XIII Semana Italiana de Adaptación Pastoral, de Orvieto. A. A. S., vol. LV, p. 752).
Análoga posición ha tomado reiteradas veces en el presente pontificado «L’Osservatore Romano», órgano oficioso del Vaticano. Léese, por ejemplo, en el número del 20 de marzo de 1964, de su edición en francés: «Dejando de lado las distinciones más o menos ficticias, es cierto que ningún católico, directa o indirectamente, puede colaborar con los comunistas, pues a la incompatibilidad ideológica entre Religión y materialismo (dialéctico e histórico) corresponde una incompatibilidad de métodos y de fines, incompatibilidad práctica, esto es, moral» (artículo «Le rapport Ilitchev», de F. A.). Y en otro artículo del mismo número: «Para que el Catolicismo y el comunismo fuesen conciliables sería preciso que el comunismo dejase de ser comunismo. Ahora, aun en los aspectos múltiples de su dialéctica, el comunismo no cede en lo que dice respecto a sus fines políticos y su intransigencia doctrinal. Es así que la concepción materialista de la Historia, la negación de los derechos de la persona, la abolición de la libertad, el despotismo del Estado, y la propia experiencia económica más bien infeliz, colocan al comunismo en oposición con la concepción espiritualista y personalista de la sociedad tal como deriva de la doctrina social del Catolicismo (…)» (artículo «A propos de solution de remplacement»).
En el mismo sentido, cabe aun mencionar la Carta colectiva del Venerado Episcopado Italiano contra el comunismo ateo, fechada el 1 de noviembre de 1963. Por lo demás, tampoco han faltado las afirmaciones de fuente comunista sobre la imposibilidad de una tregua ideológica o de una coexistencia pacífica entre la Iglesia y el comunismo: «Los que proponen la idea de coexistencia pacífica en materia de ideología, resbalan de hecho hacia una posición anticomunista». (Khrushchev, cfr. telegrama de 11-3-63 de la AFP y ANSA, «O Estado de São Paulo» de 12-3-63). «Mi impresión es que nunca y en ningún terreno (…) será posible llegar a una coexistencia del comunismo con otras ideologías y, por tanto, con la religión». (Adjubei, cfr. telegrama de 15-3-63 de la ANSA, UPI y DPA, «O Estado de São Paulo» de 16-3-63). «No hay conciliación posible entre el catolicismo y el marxismo» (Palmiro Togliatti, cfr. telegrama de 21-3-63 de la AFP, «O Estado de São Paulo» de 22-3-63). «Una coexistencia pacífica entre las ideas comunistas y burguesas constituye una traición a la clase obrera (…). No hubo nunca coexistencia pacífica de ideologías; no la hubo ni la habrá» (Leonid Ilytchev, secretario de la Comisión Central y presidente de la Comisión Ideológica del PCUS, cfr. telegrama de 18-6-63 de a AFP, ANSA, AP, DPA y UPI, «O Estado de São Paulo» de 19-6-63). «Los soviéticos rechazan la acusación de que Moscú aplica el principio de la coexistencia a la lucha de clases, y afirman que tampoco lo admiten en el terreno ideológico» (carta abierta de la CC del PCUS, cfr. telegrama de las agencias citadas, de 15-7-1963, «O Estado de São Paulo» de 17-7-63).
En estas condiciones, es del todo evidente que la Iglesia militante no renunció, ni podría jamás renunciar, a la libertad esencial para luchar contra su terrible adversario.
7. La coexistencia podría ser aceptada en régimen de «pia fraus», esto es, si la Iglesia quisiere aceptar la coexistencia con algún régimen comunista, podrá hacerlo con la «arriére pensée» de defraudar, cuanto fuera posible, el pacto que con él establezca.
Considerada la hipótesis de un pacto explícito, debe responderse que no está permitido a nadie comprometerse a hacer algo ilícito. Por lo tanto, si la aceptación de las condiciones de que tratamos es ilícita, el pacto que las recoja no puede ser realizado.
En cuanto a la hipótesis de un pacto implícito, cabe decir —para no considerar sino un aspecto de ella— que es ingenuo imaginar que las autoridades comunistas, de idiosincrasia eminentemente policíaca y servidas por los poderosos recursos de la técnica moderna, no tomarían conocimiento inmediatamente de las sistemáticas violaciones de tal pacto.
VIII. CONSECUENCIAS
Para el comunismo, un pacto con las condiciones que enunciamos en el apartado V sería sumamente ventajoso, en el caso de cumplirse fielmente. Porque se formarían nuevas generaciones de católicos mal preparados, tibios, que tal vez recitasen el Credo con los labios, pero que tendrían la mente y el corazón encharcados por todos los errores del comunismo. En suma, católicos de apariencia y superficie, pero comunistas en las zonas más profundas y autenticas de su mentalidad. Al cabo de dos o tres generaciones formadas en una coexistencia así, ¿qué quedaría de católico todavía en los pueblos?
A este propósito, permítasenos hacer una observación que confirma las anteriores aseveraciones. Se refiere a los graves riesgos pastorales y prácticos que derivan, a veces, de la inevitable aceptación de la hipótesis, aun cuando se continúe fiel a la tesis.
Gozando de plena libertad, dentro del régimen laicista actual, nacido de la Revolución Francesa, la Iglesia ha visto huir de su regazo a millones y millones de hombres. Como decía el Excmo. y Rvmo. Monseñor Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaria de Estado, «como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados» quedó «amortiguado o casi perdido, en la sociedad moderna, el sentir de la Iglesia» (Carta a Su Eminencia el Cardenal don Carlos Carmelo de Vasconcellos Motta, Arzobispo de San Pablo, con motivo del Día Nacional de Acción de Gracias de 1956). ¿Cuál es la razón última de este hecho? Las instituciones públicas, como ya dijimos (cfr. ítem. VI, núm. 1), ejercen sobre la mayor parte de los hombres una influencia profunda. De modo habitual, sin darse cuenta siquiera, las toman como modelo y fuente de inspiración de todo su modo de pensar, de ser y de actuar. Y el laicismo, al ser adoptado por los Estados, desorientó completamente un inmenso número de almas. Con seguridad que esto no habría sucedido si los católicos hubieran sido más celosos en aprovechar su ilimitada libertad de acción para difundir y propugnar todas las enseñanzas de la Iglesia contra el Estado laico. Pero no lo hicieron porque en muchísimos casos, al vivir en una atmósfera laicista, perdieron la noción viva del mal tremendo que el laicismo constituye. Siguieron afirmando, escasas veces y sin convicción, la tesis antilaicista, pero acabaron por considerar normal la hipótesis.
Ahora bien, en un régimen comunista, en el que los errores se inculcan con mucha más insistencia por el Estado que en el régimen laico-liberal, o las almas se dejan arrastrar en profusión mucho mayor todavía, o se hace contra esos errores mucho, mucho más que lo que se hizo contra el laicismo desde la Revolución Francesa hasta nuestros días.
El que imaginase que esto sería tolerado por algún régimen comunista, no tendría ni la menor idea de lo que es el comunismo.
IX. CONCLUSIÓN PRACTICA
Para aniquilar las ventajas que el comunismo, en el Occidente, está ya obteniendo con sus anuncios de una cierta distensión en el terreno religioso y social, es importante y urgente ilustrar a la opinión pública sobre el carácter intrínseca y necesariamente fraudulento de la «libertad» que concede a la Religión, y sobre la imposibilidad de la coexistencia pacífica entre un régimen comunista —incluso moderado— y la Iglesia católica.
X. DONDE ESTÁ EL VERDADERO PELIGRO DE UNA HECATOMBE
Llegando al fin del presente estudio, mucho lector se preguntará: ¿cómo evitar entonces la hecatombe nuclear? Es muy claro que, si los católicos se afirmaran en el principio de la propiedad privada, las potencias comunistas, desesperanzadas de imponer al mundo su sistema por vía pacífica, recurrirán a la guerra. En vista de esto, dígase lo que se quiera decir bajo el ángulo doctrinal, ¿no será preferible ceder?
¡Oh, hombres de poca fe!, tendríamos voluntad de responder, ¿por qué dudáis? (cf. Mat. 8, 26).
Las guerras tienen como principal causa los pecados de las naciones. Pues éstas —dice San Agustín— no pudiendo ser recompensadas ni castigadas en la otra vida, reciben en este mundo el premio de sus buenas acciones y el castigo de sus crímenes.
Así, si queremos evitar las guerras y las hecatombes, combatámoslas en sus causas. La corrupción de las ideas y de las costumbres, la impiedad oficial de los Estados laicos, la oposición cada vez más frecuente entre las leyes positivas y la Ley de Dios, esto sí, es lo que nos expone a la cólera y al castigo del Creador, y nos conduce más que toda otra cosa, a la guerra.
Si para evitarla, cometiesen las naciones del Occidente un pecado mayor que los actuales, como sería la aceptación de existir bajo el yugo comunista en condiciones que la moral católica reprueba, desafiarían de ese modo la ira de Dios y llamarían sobre si los efectos de su cólera.
Y esto tanto más, cuanto la concesión que hoy se hiciese referente a la abolición de la propiedad privada, mañana tendría que ser repetida con relación a la abolición de la familia, y así en adelante. Pues así procede, con inexorable intransigencia, la táctica de las imposiciones sucesivas, inherentes al espíritu del comunismo internacional. De ese modo, ¿hasta qué torpeza, hasta qué abismo, hasta qué apostasía no rodaríamos?
La existencia humana, sin instituciones necesarias como la propiedad y la familia, no vale la pena ser vivida. Sacrificar una u otra, para evitar una catástrofe, ¿no importa en «Propter vitam vivendi perdere causas»?
¿Para qué vivir en un mundo transformado en una inmensa población de esclavos lanzados a una promiscuidad animal?
Frente a la alternativa dramática de la hora presente, que este artículo procura poner en evidencia, no raciocinemos como ateos, que ponderan los pros y los contras como si Dios no existiese.
Un acto supremo y heroico de fidelidad, en esta hora, podría mitigar delante de Dios una multitud de pecados, inclinándolo a apartar el cataclismo que se aproxima.
Un acto de fidelidad heroica… un acto de entera y heroica confianza en el Corazón de Aquel que dice: «Aprended de Mi, porque soy manso y humilde de Corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mat. 11, 29).
Si, confiemos en Dios. Confiemos en su Misericordia, cuyo canal es el Corazón Inmaculado de Maria.
Lo que la Madre de Misericordia dice al mundo en el Mensaje de Fátima, es que la oración, la penitencia, la enmienda de la vida, apartan las guerras. Y no las concesiones inmediatistas, imprevidentes y medrosas…
Que Nuestra Señora de Fátima nos obtenga, a todos los que tenemos el deber de luchar, el coraje de exclamar «non possumus» (At. 4, 20) frente a las insidiosas sugestiones del comunismo internacional.