“¡No queremos que El reine sobre nosotros!“ “¡No tenemos otro rey sino César!”
Son los términos por los cuales los judíos repudiaron la Realeza de Nuestro Divino Salvador.
Y estos son los términos en los cuales todavía hoy se desarrolla la lucha. “El enemigo es el paganismo de la vida moderna, las armas son la propaganda y el esclarecimiento de los documentos pontificios. El tiempo de la batalla es el momento actual. El campo de batalla es la oposición entre la razón y la sensualidad, entre los caprichos idolátricos de la fantasía y la verdadera revelación de Dios, entre Nerón y Pedro, entre Cristo y Pilatos. La lucha no es nueva; es nuevo solamente el tiempo en que ella se desarrolla“ (Cardenal Pacelli en su discurso al Congreso de los Periodistas Católicos).
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Pero no son solamente enemigos de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo los que se confiesan frontalmente contrarios a su plano de Redención. Hacen coro veladamente con esas voces impías y renegadas, aquellos propios católicos que deforman las palabras del Divino Maestro delante de Pilatos, cuando declaró que su Reino no es de este mundo (Jo. 18, 36), dándoles un sentido restrictivo, como si esa realeza fuese una realeza exclusivamente espiritual, realeza sobre las almas, y no una realeza social sobre los pueblos, sobre las naciones, sobre los gobiernos.
Cuando Nuestro Señor dice que su Reino no es de este mundo, aclara el Cardenal Pie, quiere decir que no proviene de este mundo, porque viene del Cielo, porque no puede ser arrebatado por ningún poder humano.
No es un reino como los de la tierra, limitado, sujeto a las vicisitudes de las cosas de este mundo. En otras palabras, la expresión “de este mundo“ se refiere al origen de la Realeza Divina y no significa de ninguna manera que Jesucristo niegue a su Soberanía un carácter de reino social. De otro modo, si no pasase de la órbita estrictamente espiritual o de la vida interna de las almas, habría flagrante contradicción entre esa declaración de Nuestro Señor y otras, por ejemplo aquella en que El dice claramente que “todo poder me fue dado en el Cielo y en la Tierra“.
Y como dice Soloviev, “si la palabra a propósito de la moneda había quitado a César su divinidad, esta nueva palabra le quita su autocracia. Si él desea reinar sobre la tierra, no lo puede hacer por su propio arbitrio: debe hacerlo como delegado de Aquel a quien todo poder fue dado en la Tierra“.
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Ahora bien, una de las principales características del espíritu revolucionario es justamente la pretensión de realizar la separación entre la vida religiosa y la vida civil de los pueblos.
No es la voluntad expresa de Dios la que prevalece en las leyes, como un dictamen de la recta razón, promulgado por el poder legítimo en favor del bien común, sino la expresión de la mayoría o de la voluntad general soberana. Así, la causa eficiente del bien común no se encuentra fuera y por encima del hombre, sino en la libre voluntad de los individuos. El poder público pasa a tener su primer origen en la multitud y, dice León XIII, “como en cada individuo la propia razón es la única guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también la de todos hacia todos, en lo relativo a la cosas públicas. De ahí que el poder sea proporcional al número, y la mayoría del pueblo sea la autora de todo derecho y obligación“ (Encíclica “Libertas”).
De este modo se repudia en la sociedad moderna la intervención de cualquier vínculo “entre el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador y, por lo tanto, Legislador Supremo y Universal“. (Doc. cit.).
Antes del siglo XVIII, antes de que la Revolución Francesa hubiese implantado tiránicamente en el mundo el artificialismo del “derecho nuevo” revolucionario, todos los países tenían instituciones políticas y sociales basadas en la fuerza de las costumbres cristianas, instituciones que no habían sido elaboradas por asambleas elegidas por la burla de la soberanía del pueblo.
Como dice Joseph de Maistre, “la constitución civil de los pueblos no es jamás el resultado de una deliberación“. No debe ser un simple acto de voluntad que nos dicta, sino sobre todo un precepto de la recta razón que no se puede desconocer, y mucho menos ir contra el mandamiento divino. Las leyes humanas han de emanar de la ley eterna. Si se deja al arbitrio de las eventuales mayorías o de la multitud más numerosa la ley que establece lo que se ha de hacer u omitir, según León XIII, se prepara así la rampa que conduce a los pueblos a la tiranía.
Por lo tanto, transfiriendo el derecho de su fuente natural, que es la voluntad de Dios expresada por la ley natural y por la Revelación, de las cuales la Iglesia es guardiana e intérprete infalible, a los sectarios que por golpes políticos se enseñorearon de los cuerpos legislativos a través de la alquimia del sufragio universal, el liberalismo preparó al mundo moderno para las cadenas que lo atan al Leviatán totalitario.
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No debe extrañar, por lo tanto, que Napoleón se declarase más orgulloso por el Código que trae su nombre, que por todas sus victorias como soldado. Consolidó la Revolución, no tanto en los campos de batalla, cuanto al codificar el caudal de leyes emanadas de las asambleas revolucionarias. Cambacérés y sus comparsas pusieron un simulacro de orden en aquel caos de legislación racionalista, que sólo se preocupa con las apariencias del orden natural, ignorando completamente el orden sobrenatural. Ese naturalismo ya sería suficiente para establecer la escisión de la legislación revolucionaria con la ley eterna. Sin embargo, no son pocos los artículos del Código Napoleónico que se encuentran en frontal oposición a Jesucristo y a su Iglesia.
El cesarismo se manifiesta por el establecimiento del “casamiento civil”, por la autorización del divorcio, por los atentados contra el patrimonio familiar, en las disposiciones sobre sucesiones y el derecho de legar; por el no reconocimiento de la existencia de las Ordenes Religiosas; por el rechazo del derecho que tiene la Iglesia de adquirir y de poseer libremente bienes. Mantiene la supresión revolucionaria de las corporaciones o de la libertad de asociación; afirma el falso principio de la igualdad civil y política de todos los ciudadanos, y basándose en ese falso principio, propina un golpe de muerte a la institución de la familia, al prescribir la división igualitaria de las herencias. Y así, a través de este código Revolucionario, modelo de legislación que sería adoptada por todos los Estados modernos, Cristo Rey es expulsado de los gobiernos y de las leyes que rigen a los pueblos.
Así se puede decir, con Blanc de Saint-Bonnet, que “el Imperio fue la coronación del liberalismo o, en otras palabras, la instalación del cesarismo: la más perfecta sustitución de Dios por el hombre, de la Iglesia por el Estado que jamás se realizó, fuera del Imperio Romano o, si se prefiere, del imperio otomano“.
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Con esto se abre la puerta al socialismo y al comunismo. Porque el liberalismo conduce fatalmente al comunismo, no por vía de reacción, como declaman ciertos sociólogos improvisados, sino por su propia esencia, por sus propias características. El liberalismo generó el ateísmo, por su desprecio por la fe, y por la libertad desenfrenada concedida al error religioso y social. Enseguida, solapó la propiedad privada en su propia base por el modo de tratar los derechos de la nobleza, de expropiar los bienes de la Iglesia, de disponer arbitrariamente del patrimonio familiar, de consentir en los abusos de la vida económica y en la explotación del hombre por el hombre.
Finalmente, el liberalismo instaló en los Estados la fuerza brutal de las masas, entregando el poder amarrado de manos y pies al sufragio universal. “Ahora, el comunismo toma como base el ateísmo, como fin la usurpación del capital, y como medio la fuerza empleada por las masas“. (Blanc de Saint-Bonnet, in “La legimité”).
El punto general de convergencia de toda la obra revolucionaria es, por lo tanto, la radical negación del reino social del Divino Salvador. “¡No queremos que El rey de sobre nosotros!“. “¡No tenemos otros rey sino el César!“. De este modo, “el error dominante, el crimen capital de este siglo es la pretensión de sustraer la sociedad al gobierno y a la ley de Dios… el principio colocado en la base de todo el moderno edificio social, es el ateísmo de la ley y de las instituciones. Se disfrace éste bajo los nombres de abstención, de neutralidad, de incompetencia o aún de igual protección; que se vaya hasta contradecirlo por algunas disposiciones legislativas de detalle o por actos accidentales y secundarios: el principio de la emancipación de la sociedad humana en relación al orden religioso permanece en el fondo de las cosas; es la esencia de aquello a lo que se da el nombre de tiempos nuevos“. (Cardenal Pie, t. 7).
El católico para no desertar de su fe, como miembro de la Iglesia militante debe, por lo tanto, luchar por la restauración del Reino de Cristo, como única vía para la restauración de la verdadera civilización, que es la Civilización cristiana, la ciudad católica. Y si Jesucristo es Rey de toda la Creación, tenemos en su Santísima Madre la Reina de Cielos y Tierra.
San Luis María Gringnion de Montfort dice que si Jesucristo vino al mundo fue por medio de la Santísima Virgen y que también por Ella debe reinar en el mundo. Esa devoción a la humilde Virgen María, tan despreciada por los orgullosos, hinchados por la vana ciencia del mundo, esa devoción se encuentra ligada de modo tal a toda la doctrina católica, que se puede decir que ella es el último eslabón de una cadena de verdades cuyo primer eslabón es el dogma de un Dios Creador, y es ese último eslabón que necesita la sociedad humana, amenazada de caer en el abismo del naturalismo y del comunismo. Las cuestiones más graves, las más vastas consecuencias del orden humano y social dependen de esos artículos de fe. Y de ésos puntos del dogma, relegados hoy al interior de los santuarios.
En este mes del Rosario y de la Fiesta de Cristo Rey, hagamos subir hasta el trono de la Madre de Dios nuestras ardientes súplicas para que la humanidad sufridora pueda ver pronto la restauración del reinado de Su Divino Hijo.
Plinio Corrêa de Oliveira, Catolicismo n° 22 Octubre de 1952