¿Cuántos santos menos tendríamos en la Iglesia si hubieran tenido madres feministas?

¿Cuántos santos menos tendríamos en la Iglesia si hubieran tenido madres feministas? Entre los santos, que tuvieron la gracia de tener una madre que fue fundamental para el camino de la perfección del ser cristiano, recordamos a San Luis Gonzaga (Castiglione delle Stiviere, Mantua, 9 de marzo de 1568 – Roma 21 de junio de 1591), cuya fiesta litúrgica es el 21 de junio. Al beatificar a este joven jesuita menos de 15 años después de su muerte, mientras su madre aún vivía, la Iglesia quiso proponer a los católicos un modelo de inocencia y de pureza, testigo de una Iglesia renacida, frente a un mundo secularizado, ambicioso, disoluto, y que había dado una respuesta clara y firme a la herejía protestante que había dividido espiritualmente a Europa.
 
Rara vez la Iglesia condujo un proceso de beatificación en un tiempo tan breve. Rara vez además un culto se extendió tan rápidamente en toda Europa. Ya meses antes de la beatificación, realizada por el Papa Gregorio XV el 19 de octubre de 1621, Paulo V permitió difundir y exponer su retrato en las iglesias. Cuando el Cardenal Cesar Baronio de la Congregación del Oratorio se recogió en oración en la tumba de Luis Gonzaga dijo: “Es un santo”. El jesuita Roberto Belarmino s.j., profesor de Teología en el Colegio Romano y confesor de Luis, lo propuso como ejemplo a sus alumnos. Además, como miembro de la comisión cardenalicia encargada de instruir el proceso, se extendió en el curso de una prédica pronunciada en 1600 sobre los cinco privilegios que el joven había recibido en sus 23 años de vida: la santidad, desde los 7 años; la ausencia de toda inclinación hacia el pecado de la carne; la ausencia de distracciones durante la oración; la preservación del pecado; humildad y obediencia ejemplares. No olvidemos, pues, que Santa María Magdalena de Pazzi vio en éxtasis a San Luis Gonzaga llevado en triunfo al Cielo.
 
Son incontables los santuarios y los altares edificados en toda Europa para conmemorarlo. Solo la Compañía de Jesús le dedicó, en aproximadamente 150 años, 2000 altares. Son innumerables las gracias y milagros que se obtuvieron por su intercesión. La familia Gonzaga estuvo entre las primeras beneficiadas por sus favores, pero pronto llegaron noticias de toda Italia, Francia, España, Polonia, Bélgica y Alemania: curaciones, protecciones especiales, cosechas abundantes en el campo obtenidas gracias a la invocación del santo o al uso del óleo que ardía en su honor. Cofradías y academias se pusieron bajo la protección de San Luis, cuyo nombre se consignó en el Martirologio romano de Clemente XIII. Será Benedicto XIII quien lo canonizará el 31 de diciembre de 1726, proclamándolo protector de la juventud cristiana.
 
Sería un grave error reducir su figura a la de un joven angélico, de una gracia y una calma gentiles, porque él mismo se comparó a un “pedazo de hierro retorcido que debía ser enderezado” a través de la vida religiosa. De hecho tenía un carácter fuerte, brusco e independiente para nada inclinado al sentimentalismo. Sus proyectos eran siempre fundamentados en una profunda reflexión y se había impuesto el principio de que siempre que se enfrentara a una nueva realidad debería llevarla a término con la mayor perfección posible. Estas disposiciones se fortalecieron para responder a un padre que daba mucha importancia a la gloria y al orgullo del nacimiento. El matrimonio de los padres, el Marqués Ferrante Gonzaga y Marta de los Condes Tana di Chieri (Turín), fue celebrado en el Palacio Real de Madrid, porque el Marqués estaba al servicio del Rey Felipe II de España, en aquella España en la cual hoy, con el consenso de las feministas, hay más mujeres que hombres.
 
Como hijo mayor, Luis fue educado en la carrera de las armas. Pero a los siete años se enfermó de malaria que le robó la salud. El padre, previendo para él una brillante carrera política, en el año 1577 lo envió junto con su hermano Rodolfo a la corte de Florencia en calidad de paje. Esta sociedad disoluta y llena de intrigas, se manifestó al niño Luis en toda su crudeza y crueldad a través de vanas mujeres, siempre dispuestas a ofrecerse y de hombres que tenían en la conciencia homicidios y envenenamientos. Pese a tal ambiente, Luis conservó, gracias a una profunda piedad adquirida de su madre, el sentido de la seriedad de la vida, de la responsabilidad, de la integridad personal.
 
En Florencia sus estudios prosiguieron con grandes resultados. A los 22 años estará en condiciones de hablar seis lenguas. En 1579 Luis y Rodolfo dejaron Florencia y se fueron a Mantua. Un librito lo ayudó a progresar en la vida espiritual: El Misterio del Rosario de Gaspare Loarte. Fue un año decisivo, sea por las lecturas, sea por la presencia de una madre excelente, como también por un encuentro especial, como el que tuvo con San Carlos Borromeo. En este período leyó las Meditaciones cotidianas de Pedro Canisio – resumen de la doctrina cristiana del cual apreció las páginas inteligentes y metódicas- y las Cartas de las Indias, que lo apasionaron. Fue de este modo que se acercó al apostolado de los Jesuitas.
 
Fue en 1580 que el joven Luis encontró a Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que recorría aquellas tierras como Visitador Apostólico. San Carlos supo que el joven no había aún hecho la Primera Comunión, para la cual lo instruyó y en julio de aquel año la tomó. A partir de entonces la Eucaristía se convirtió en el centro de la vida del joven Gonzaga, que se volvió cada vez más ascético, entre oraciones, ayunos y penitencias. No obstante la aprobación de la madre, el padre intentó disuadirlo de la vida religiosa que deseaba emprender. Nombrado Gran Canciller del Rey de España, Ferrante esperó doblegar a Luis llevando a la familia a la Corte de Madrid. Fueron dos años de dramática lucha entre el padre y el hijo. Luis, nombrado paje del Infante Diego, aunque aceptando sus deberes, dio pruebas de una indiferencia ostensiva por las fiestas, los bailes, la esgrima, las paradas militares, los juegos, mientras fue alumno de letras, filosofía, ciencia. Es de esta época uno de sus retratos mejor logrados, aquel que es obra del célebre El Greco. Así, mientras a su alrededor se desarrollaba la vida mundana, dentro de él tomaba forma siempre más consistente la vocación a la consagración a Dios.
 
El 15 de agosto de 1583 una visión mística le mostró el camino: entrar en la Compañía de Jesús. Al regresar a Italia en 1584, su padre intentó ofrecerle distracciones de todo tipo en la Corte de Ferrara, Parma y Turín, sirviéndose de intermediarios para ejercer presiones en orden a disuadirlo de su intención. Todo fue en vano. Luis conducía ahora su existencia como la de un monje. Se retiró a Mantua en julio de 1585, donde hizo los ejercicios espirituales. El 2 de noviembre firmó un acto de renuncia a sus derechos a favor de Rodolfo, para después partir a Roma donde, el 21 de noviembre, el Papa Sixto V lo recibió en audiencia privada. En los días siguientes, con 17 años, entró al noviciado de Sant´Andrea en el Quirinal. Tres meses después su padre murió, mostrando ejemplares sentimientos de piedad cristiana.
 
Después de dos años de noviciado, el 25 de noviembre de 1587 pronunció los primeros votos. El 25 de febrero recibió la tonsura y unos meses después las órdenes menores. Desde aquel momento se convirtió en miembro de la Compañía de Jesús como “un gran caballero, capitán valiente en la lucha contra los enemigos de nuestra salvación: el mundo, la carne y el demonio” (Richeone).
 
Conoce muy bien la mediocridad, la falta de compromiso y la ignorancia de sus contemporáneos y ello lo induce con firmeza a la humildad, tema recurrente en sus escritos: “Las columnas del cielo se cayeron y se rompieron. ¿Quién me prometerá la perseverancia? El mundo está sumergido en la peor malicia. ¿Quién podrá calmar la ira del Omnipotente?, los santos, los santos como Luis Gonzaga, que eligieron ofrecerse a Dios como instrumento de reparación.
 
Le es permitido conocer que le queda poco tiempo de vida. Para fortificarse lee San Agustín, San Bernardo y una biografía de Santa Catalina de Siena. Es sereno, recibe dones místicos y, al mismo tiempo, se ocupa de los pobres. Entre 1590 y 1591 la ciudad de Roma, donde se encuentra, padece grandes tribulaciones por el hambre y la peste que siembran la muerte, al punto que en 15 meses se suceden tres Papas: Sixto V, Urbano VII y Gregorio XIV. Él obtiene para sí y para una decena de jesuitas el permiso de ocuparse de los apestados. Se empeña sin ahorrar esfuerzos, consciente de los riesgos que corre, él es feliz: “Siento un deseo extraordinario de servir a Dios“, confía al Padre Belarmino, “que no creo que Dios me lo hubiera dado si no tuviese la intención de recuperarme“. Contra que hecatombe luchan San Camilo de Lellis y sus hermanos, a quienes se les confía la labor de Luis y de sus compañeros. A tal punto que le dicen que es bueno parar porque su físico está demasiado probado: la malaria de antaño, la vida de penitencia, los golpes… Sin embargo cuando encuentra un apestado en el camino, no duda en cargarlo en la espalda y llevarlo al hospital de San Camilo para curarlo personalmente. El 13 de marzo de 1591 se acuesta en el lecho para no levantarse más. El 10 de junio escribe su última carta, dirigida a su madre, dignísima de recibir palabras que las madres creyentes, más allá de las modas ilusorias y transitorias, deberían leer de tanto en tanto para recordar de qué responsabilidad están investidas:
 
“Pido para ti, señora mía, el don del Espíritu Santo y consolaciones sin fin. Cuando me trajeron tu carta, estaba aún en esta región de muertos. Pero tengamos ánimo y dirijamos nuestras aspiraciones hacia el cielo, donde alabaremos al Dios eterno en la tierra de los que viven. De mi parte habría deseado encontrarme allí hace tiempo y, sinceramente, esperaba partir ya a primera hora.
 
“La caridad consiste, como dice San Pablo, ´en alegrarse con aquellos que están en el gozo y en llorar con aquellos que están en el llanto´ (Romanos, 12.15) Así, ilustrísima madre, debo alegrarme enormemente porque, por mérito tuyo, Dios me indica la verdadera felicidad y me libera del temor de perderlo. Te confieso, oh ilustrísima señora, que meditando en la divina bondad, mar sin fondo ni litoral, mi mente se desvanece. No puedo comprender como el Señor mira mi pequeña y breve fatiga y me premia con el descanso eterno y me llama desde el cielo a la suprema felicidad, que con tanta negligencia he buscado, y me ofrece a mí, que tan pocas lágrimas he derramado por ello, ese tesoro que es la coronación de grandes fatigas y llantos.
 
“¡Oh ilustrísima señora!, guárdate de ofender esta infinita bondad divina, llorando como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede venir al encuentro de tus necesidades mucho más que en esta vida.
 
“Esta separación no será larga. Nos volveremos  a encontrar en el cielo y juntos, unidos a nuestro Salvador gozándolo con alegría inmortal, alabándolo con toda la capacidad del alma y cantaremos eternamente sus misericordias. Él que nos quita lo que antes nos había dado, con el solo fin de guardarlo en un lugar más seguro e inviolable, y para enriquecernos con unos bienes que nosotros mismos escogeríamos.
 
“Todo esto lo digo solamente para obedecer a mi ardiente mi deseo de que tú, ¡oh ilustrísima señora!, y toda la familia, consideréis mi partida de este mundo como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar al puerto de todas mis esperanzas. He preferido escribirte porque estoy convencido de que ésta es la mejor manera de demostrarte el amor y respeto que, como hijo, debo a mi madre.”

Cristina Siccardipublicado el 

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