“El pueblo que yacía en las tinieblas vio una gran luz”(*)
En la fiesta de la Santa Navidad hay varias nociones que, por así decirlo, se sobreponen. Antes de todo, el nacimiento del Niño Jesús torna patente a nuestros ojos el hecho de la Encarnación. Es la segunda Persona de la Santísima Trinidad que asume la naturaleza humana y se hace carne por amor a nosotros.
Plinio Corrêa de Oliveira
En lo alto de esta perspectiva está, sin duda, la Cruz. Sin embargo, en las alegrías de Navidad apenas si vislumbramos lo que ella tiene de sombrío. Sólo vemos derramarse sobre nosotros, desde lo alto de ella, la Redención. Navidad es, así, el prenuncio de la liberación, la señal de que las puertas del Cielo van a ser reabiertas, la gracia de Dios de nuevo se difundirá sobre los hombres, y la tierra y el Cielo constituirán de nuevo una sola sociedad bajo el cetro de un Dios que es Padre, y ya no apenas Juez.
Si analizamos detenidamente cada una de estas razones de alegría, comprenderemos lo que es el júbilo de la Navidad, este regocijo cristiano ungido de paz y de caridad que hace que durante algunos días todos los hombres experimenten un sentimiento bastante raro en este triste siglo: la alegría de la virtud.
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La primera impresión que nos viene del hecho de la Encarnación es la idea de un Dios presente sensiblemente, y muy junto a nosotros. Antes de la Encarnación Dios era, para nuestra sensibilidad humana, lo que para un hijo sería un padre inmensamente bueno pero viviendo en tierras distantes. De todas partes nos llegaban los testimonios de su bondad. Sin embargo, no teníamos la ventura de haber experimentado personalmente sus agrados, de haber sentido posar sobre nosotros su mirada divinamente profunda, gravemente comprensiva, noblemente afectuosa. No conocíamos las inflexiones de su voz. La Encarnación significa para nosotros el júbilo de este primer encuentro, la alegría de la primera mirada, la acogida cariñosa de la primera sonrisa, la sorpresa y el aliento de los primeros instantes de intimidad. Y por esto, en Navidad todos los afectos se vuelven más expansivos, todas las amistades más generosas, toda la bondad más presente en el mundo.
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En la alegría de Navidad hay, sin embargo, una gran nota de solemnidad. Puede decirse que la Navidad es, de un lado, la fiesta de la humildad, pero de otro lado es la fiesta de la solemnidad. En efecto, el hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana, en la más íntima y profundas unión que hay en la creación. Si de parte de Dios ello manifiesta una condescendencia casi incalculable, recíprocamente, en cuanto a los hombres hay una elevación casi inefable. Nuestra naturaleza fue promovida a una honra que jamás podríamos imaginar. Nuestra dignidad creció. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.
Y por esto hay algo de familiar y discretamente solemne en las fiestas de Navidad. Los hogares se adornan como para los días más importantes, cada cual usa sus mejores trajes, la cortesía se torna más refinada. Comprendemos, a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza y por la gracia, hermanos de Jesucristo.
En la alegría de la Navidad también hay algo del júbilo del prisionero indultado, del enfermo curado. Es un júbilo hecho de sorpresa, de bienestar y de gratitud.
De hecho, no hay nada que pueda expresar la tristeza desesperanzada del mundo antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante él conducían igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que murió por suicidio. Otra consistía en luchar contra él. Era la de Catón, que después de la derrota de Tapso, aplastado por la escoria del imperio, puso fin a su vida exclamando: “Virtud, no eres más que una palabra”. La desesperación era, pues, el destino final de todos los caminos.
Jesucristo vino a mostrarnos que la gracia nos abre los caminos de la virtud, que torna posible en la tierra la verdadera alegría que no nace de los excesos y desórdenes del pecado, sino del equilibrio, de los rigores, de la bienaventuranza, del ascetismo. La Navidad nos hace sentir la alegría de una virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un gozo anticipado de la bienaventuranza del Cielo.
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Y es por esto que, dentro de algunos días, cuando las campanas anuncien a la Cristiandad la Santa Navidad, habrá una vez más alegría santa sobre la tierra.
No hay Navidad sin Ángeles. Este día, nos sentimos unidos a ellos y participantes de aquella alegría eterna que los inunda. Nuestros cánticos procuran imitar los suyos. Vemos el Cielo abierto ante nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural en el que las alegrías trascienden a todo cuanto el corazón humano puede excogitar. Es que sabemos que con la Navidad comienza la derrota del pecado y de la muerte. Sabemos que es el inicio de un camino que nos llevará a la resurrección y al Cielo. Cantamos en la Navidad la alegría de la inocencia redimida, la alegría de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías que es la eterna contemplación de Dios.
(*) Mat. 4, 16 – Is. 9, 2
Publicado originalmente en “Catolicismo”, Nº 12, diciembre de 1951
2 thoughts on “DIOS JUNTO A NOSOTROS, LA GRAN ALEGRÍA DE LA NAVIDAD”
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