Beato Elías del Socorro Nieves Castillo

Sacerdote y Mártir de Cristo Rey

Martirologio Romano: Cerca de la ciudad de Cortázar, en México, beato Elías del Socorro (Mateo Elías) Nieves del Castillo, presbítero de la Orden de San Agustín y mártir, que en el furor de la persecución contra la fe de Cristo, hecho prisionero por desempeñar ocultamente el ministerio, fue fusilado por odio al sacerdocio. ( 1928)

Mateo Elías Nieves nace en Yuriria (Guanajuato – México). Hijo de modestos agricultores, muy pronto manifestó el deseo de ser sacerdote, pero a los doce años su padre era asesinado por unos salteadores, y le resultó necesario dejar los estudios para poder ganar algún dinero con el que  contribuir al sustentamiento de la familia.
Se el conoció como el padre Elías o el padre Nieves. Nació el 21 de septiembre de 1882.
De niño ya manifestó el deseo de ser sacerdote, en 1904, no obstante su escasa preparación y a su edad adulta, (22 años) consiguió ser admitido en el seminario agustiniano (Orden de San Agustín) de Yuriria, Gto. Las dificultades por causa de los estudios iniciados, por quien a los veintidós años abandonaba las faenas del  campo, fueron superadas con tesón y esfuerzo. Nunca faltó quien le echara una mano. En reconocimiento a la ayuda de lo alto y movido de su filial devoción a María, al profesar en 1911 cambió el nombre de Mateo Elías por el de Elías del Socorro.

Ordenado sacerdote en 1916, el P. Nieves ejerció su ministerio en diversas localidades del Bajío, hasta que en 1921 es nombrado vicario parroquial  de La Cañada de Caracheo, Gto., un poblado muy pobre, contaba con 3000 habitantes. En La Cañada de Caracheo, lugar de escasos recursos económicos, desprovisto de servicios sanitarios y de escuela pública, no se limitó a la asistencia espiritual de sus fieles sino que los ayudó a superarse.
El 1 de agosto de 1926, amanecían cerrados todos los templos de la República Mexicana, había sido una decisión tomada por los obispos mexicanos, con plena autorización del Papa, como protesta a las leyes persecutorias del Gobierno hacia la Iglesia. Los feligreses se unieron a sus obispos, no sin experimentar, como ellos, un profundo dolor. Aquel domingo dejaron de repicar las campanas.

Quince días después de este acontecimiento fueron asesinados el P. Luis Bátis y tres jóvenes de la Acción Católica. Su delito: ser católicos comprometidos. Un pequeño grupo de hombres armados, en Chalchihuites, Zac., se alzó en contra del gobierno y su ejército, y de allí se fueron levantando en armas grupos espontáneos en los distintos Estados de la República. A principios de 1927, la Liga Nacional Defensora dela Libertad Religiosa hizo un llamado a todos sus miembros a la defensa de la fe a través de las lucha armada.

Los pocos obispos que quedaron en México, porque la mayoría estaba exiliada en Estados Unidos y Cuba, se encontraban escondidos. Los sacerdotes tenían libertad para dejar su parroquia, pero mucho prefirieron esconderse y no dejar solos a sus feligreses. Huían de un lado a otro, en casas, cuevas, montes, ranchos; no tenían un lugar seguro.

Cueva de la barranca de El Leñero, en el cerro de La Gavia, donde el Padre Nieves celebraba la Santa Misa durante la persecución religiosa

El P. Nieves también tuvo que esconderse. Él, como la mayoría de los  sacerdotes, se mantuvo al margen del movimiento armado. Se estableció en una cueva de la barranca de El Leñero en el cerro de La Gavia, asegurando así a sus fieles la asistencia religiosa, pues ellos no entendían la medida gubernativa. Allí pasó muchos meses. Había hecho de aquella cueva un templo, tenía todo arreglado, con flores, con un altar bien instalado, lo mismo que el Sagrario. Organizó en siete grupos a sus feligreses para que cada grupo asistiera a misa el día de la semana que a cada uno le tocaba. A las tres de la mañana llegaba a la cueva por distintas veredas. Confesaba a quienes le solicitaban el sacramento y les celebraba la misa. Cuando había algún peligro suspendía el culto.

Por las noches el padre bajaba al pueblo para atender a los enfermos y ancianos que no podían subir la montaña, aprovechaba para celebrar algún matrimonio, bautizar, o dar consuelo a quien lo necesitaba.
Pidió a las personas que, si algún día, Dios permitía que lo detuviera un grupo de soldados, no lo fueran a rescatar por la fuerza, con armas, sino que, más bien hicieran oración a Dios por él.

Al anochecer del miércoles 7 de marzo de 1928, un destacamento de soldados del tercer regimiento, al mando del capitán Márquez, procedentes del Valle de Santiago recorrían la región de Cañadas buscando a unos ladrones.

Llegaron al pueblo y decidieron pernoctar en el curato, pero, al encontrarlo cerrado pidieron la llave a los pobladores que estaban mirando a los recién llegados; no se les pudo dar la llave por encontrarse fuera del pueblo el encargado. Entonces pretendieron abrir la puerta a barrazos, como lograron hacerlo. Cuando estaban en esa operación, se acercaron Gregorio López y Nicolás Bernal, vecinos pacíficos, suplicando al capitán que no fuera a destruir la puerta. Esto bastó para que los detuvieran. Después de que los soldados entraron al curato, un grupo de cañadenses, indignados por la toma violenta del curato, se lanzaron a balazos contra los soldados. El tiroteo duró unas tres horas. La mayoría de los habitantes huyó. El capitán Márquez, por temor a que se reorganizaran, mandó pedir refuerzos. Gregorio López y Nicolás Bernal fueron asesinados.

Nuestra Señora del Socorro, de Morelia, Michoacán Imagen de la que el beato Elías era muy devoto y en honor a quién se cambio el nombre


El P. Nieves, desde la cueva, pasó toda la noche en oración suplicando el cese de la violencia y pidiendo a Dios perdón y clemencia para el pueblo.

El jueves 8 de marzo, el P. Nieves pasó todo el día en su cueva, entregado a la oración y reflexión. Al anochecer bajó al rancho San Pablo a casa de la familia Sierra quien lo recibía con frecuencia y lo atendía, encontró allí el apoyo de una familia amiga. Hacia el medio día llegó un grupo de soldados que se detuvo frente a la casa de los hermanos Sierra, pidieron una olla con agua. Cerca de ellos se encontraba el P. Nieves, disfrazado de ranchero, con camisa y calzón de manta blanca, ceñía una faja azul, llevaba sobre los hombros un gabán de colores y le cubría la cabeza un ancho sombrero. Mientras soldados bebían el agua, uno de ellos, el mayor Rodríguez miró de arriba abajo al P. Nieves, descubriendo que debajo del pantalón blanco se asomaba la orla del pantalón negro que llevaba debajo. Comprendió que se encontraba frente a un sacerdote disfrazado de ranchero, y luego de interrogarlo lo detuvo.


Al ser detenido el padre, José Dolores Sierra trató de esconder un rifle y fue descubierto por uno de los soldados, entonces el mayor ordenó que los dos hermanos Sierra fueran también aprehendidos. Rumbo a Cañada, los tres detenidos iban caminando a pie, los soldados a caballo.

El mayor Rodríguez, con sus soldados, y los detenidos, llegaron a Cañada como a las cinco de la tarde, pero no al curato. Don Toribio Martínez, vecino principal del pueblo, por atención al padre, les ofreció hospedaje en su casa. El capitán aceptó el ofrecimiento. Estaban cenando cuando llegó el capitán Márquez con sus soldados, regresaban de Salvatierra. Preguntó por los prisioneros, interrogó al padre. Los soldados se retiraron a desensillar a los caballos y darles de comer. Don Toribio, el anfitrión, aprovechó que los jefes estaban solos para ofrecer de rescate 1000 pesos. Rodríguez estaba de acuerdo, Márquez no. Se produjo un discusión violenta entre ambos, al grado que don Toribio y el padre Nieves intervinieron para calmar los ánimos.

Después de un breve silencio el padre dijo: “No, Toribio no conoce esa cantidad de dinero, (en aquella época era todo un capital) ni yo puedo aceptar que nadie se comprometa por mí. De modo que no hay lugar a discusiones. Que se haga la voluntad de Dios… y nada más.

El mayor Rodríguez se fue esa misma noche con el teniente Díaz y tres soldados, dejando así toda la responsabilidad a Márquez.

El P. Nieves, mientras se había dado la discusión entre ambos jefes militares, había pedido a los hermanos Sierra que escaparan porque ellos hacían falta a sus familias. Ellos le respondieron que no lo dejarían solo, que si ellos hacían falta a sus familias, mucho más él como padre espiritual de tantas familias.

El capitán Márquez estuvo toda la noche platicando con el P. Nieves sobre cuestiones de religión, en ocasiones, molesto éste, por lo que el padre decía, golpeaba la mesa y profería insolencias. Así, a las cuatro de la mañana se fueron a dormir. En el momento del desayuno, el capitán se dirigió a don Toribio y le dijo que, si le entregaba 3000 pesos liberaba a su “curita”. El padre Nieves hacía señas a don Toribio de que no aceptara; don Toribio regateó diciendo que lo más que podría conseguir entre sus parientes y conocidos serían 2000 pesos. Toribio pidió permiso de salir un momento, el militar se quedó con el padre, no se sabe que amenazas le hizo porque, cuando regresó don Toribio, le hizo la seña de que huyera con su familia. El hombre obedeció en el acto, cogió su dinero y se marchó con su familia hacia Caracheo, allí pidió por teléfono un carro y se fue a Cortazar.

A las nueve de la mañana el capitán dictó órdenes a su asistente y mandó tocar el clarín de retirada. Aprovechando que estaban solos, el padre suplicó al capitán que dejara en libertad a los hermanos Sierra, que a él hicieran lo que quisieran pero a ellos les diera la libertad. Los hermanos Sierra dijeron al padre que estarían con él hasta el fin y que solamente aceptarían la libertad si a él se la daban. Se dirigieron al capitán y le dijeron que aceptara sus vidas a cambio de la del padre. El capitán no respondió.

Cuando llegaron a la hacienda de Las Fuentes, el capitán dejó a los reos en custodia de unos soldados y, con su asistente, se fueron en un automóvil a Cortazar busca de don Toribio, lo llevaron consigo a donde estaba el padre y, delante de él le pide los dos mil pesos que había prometido como rescate. A la señal negativa del padre don Toribio explicó que aquellos que podían haberlo ayudado ya no estaban allí. El capitán exigió se los diera por las buenas o por las malas; intervino el padre haciéndole ver que no era posible para Toribio dárselos y que él no necesitaba ni quería rescate.

El capitán, furibundo, ordenó el fusilamiento de los hermanos Sierra y del padre. José Dolores cayó muerto de un infarto, Jesús fue fusilado, sus últimas palabras fueron: “¡Viva Cristo Rey!. El P. Nieves pidió morir en otro lugar, señaló a los soldados un mezquite. Se arrodilló para hacer oración y después exclamó: “Capitán, estoy listo para morir por mi religión.” Repartió sus pocas pertenencias, al capitán le dio el reloj y la cobija. Después el padre  dijo a los soldados: “Ahora, arrodíllense todos porque les voy a dar la bendición en señal de perdón”. Todos se arrodillaron, excepto el capitán quien, sacando su pistola dijo: “Yo no necesito bendiciones de curitas, a mí me basta mi pistola”, y disparó al sacerdote. Al caer, el padre alcanzó a exclamar: “Dios te perdone, hijo mío. ¡Viva Cristo Rey!”. Eran las tres de la tarde del sábado 10 de marzo de 1928. Sus restos descansan en la iglesia parroquial de la Cañada.

10 de Abril

 

Los Mártires Colombianos de la Comunidad de San Juan de Dios (año 1936)

Desde 1934 estalló en España una horrorosa persecución contra los católicos, por parte de los comunistas y masones y de la extrema izquierda. Por medio del fraude y de toda clase de trampas fueron quitándoles a los católicos todos los puestos públicos. En las elecciones, tuvo el partido católico medio millón de votos más que         los de la extrema izquierda, pero al contabilizar tramposamente los votos, se les concedieron 152 curules menos a los católicos que a los izquierdistas. La persecución anticatólica se fue volviendo cada vez más feroz y terrorífica. En pocos meses de 1936 fueron destruidos en España más de mil templos católicos y gravemente averiados más de dos mil.
Desde 1936 hasta 1939, los comunistas españoles asesinaron a 4,100 sacerdotes seculares; 2,300 religiosos; 283 religiosas y miles y miles de laicos. Todos por la sola razón de pertenecer a la Iglesia Católica.
Las comunidades que más mártires tuvieron fueron: Padres Claretianos: 270. Padres Franciscanos 226. Hermanos Maristas 176. Hermanos Cristianos 165. Padres Salesianos 100. Hermanos de San Juan de Dios 98.
En 1936 los católicos se levantaron en revolución al mando del General Francisco Franco y después de tres años de terribilísima guerra lograron echar del gobierno a los comunistas y anarquistas anticatólicos, pero estos antes de abandonar las armas y dejar el poder cometieron la más espantosa serie de asesinatos y crueldades que registra la historia. Y unas de sus víctimas fueron los siete jóvenes colombianos, hermanos de la Comunidad de San Juan de Dios, que estaban estudiando y trabajando en España.
Eran de origen campesino o de pueblos religiosos y piadosos. Muchachos que se habían propuesto desgastar su vida en favor de los que padecían enfermedades mentales, en la comunidad que San Juan de Dios fundó para atender a los enfermos más abandonados. La Comunidad los había enviado a España a perfeccionarse en el arte de la enfermería y ellos deseaban emplear el resto de su vida en ayudar de la mejor manera posible a que los enfermos recobraran su salud mental y física y sobre todo su salud espiritual por medio de la conversión y del progreso en virtud y santidad.
Sus nombres eran: Juan Bautista Velásquez, de Jardín (Antioquía) 27 años. Esteban Maya, de Pácora Caldas, 29 años. Melquiades Ramírez de Sonsón (Antioquía) 27 años. Eugenio Ramírez, de La Ceja (Antioquía) 23 años. Rubén de Jesús López, de Concepción (Antioquía) 28 años. Arturo Ayala, de Paipa (Boyacá) 27 años y Gaspar Páez Perdomo de Tello (Huila) 23 años.
Hacía pocos años que habían entrado en la Congregación y en España sólo llevaban dos años de permanencia. Hombres totalmente pacíficos que no buscaban sino hacer el bien a los más necesitados. No había ninguna causa para poderlos perseguir y matar, excepto el que eran seguidores de Cristo y de su Santa Religión. Y por esta causa los mataron.
Estos religiosos atenían una casa para enfermos mentales en Ciempozuelos cerca de Madrid, y de pronto llegaron unos enviados del gobierno comunista español (dirigido por los bolcheviques desde Moscú) y les ordenaron abandonar aquel plantel y dejarlo en manos de unos empleados marxistas que no sabían nada de medicina ni de dirección de hospitales pero que eran unas fieras en anticleralismo.
A los siete religiosos se los llevaron prisioneros a Madrid.
Cuando al embajador colombiano le contaron la noticia, pidió al gobierno que a estos compatriotas suyos por ser extranjeros los dejaran salir en paz del país, y les envió unos pasaportes y unos brazaletes tricolores para que los dejaran salir libremente. Y el Padre Capellán de las Hermanas Clarisas de Madrid les consiguió el dinero para que pagaran el transporte hacia Colombia, y así los envió en un tren a Barcelona avisándole al cónsul colombiano de esa ciudad que saliera a recibirlos. Pero en el tiquete de cada uno los guardas les pusieron una señal especial para que los apresaran.
El Dr. Ignacio Ortiz Lozano, Cónsul colombiano en Barcelona describió así en 1937 al periódico El Pueblo de San Sebastián cómo fueron aquellas jornadas trágicas: “Este horrible suceso es el recuerdo más doloroso de mi vida. Aquellos siete religiosos no se dedicaban sino al servicio de caridad con los más necesitados. Estaban a 30 kilómetros de Madrid, en Ciempozuelos, cuidando locos. El día 7 de agosto de 1936 me llamó el embajador en Madrid (Dr. Uribe Echeverry) para contarme que viajaban con un pasaporte suyo en un tren y para rogarme que fuera a la estación a recibirlos y que los tratara de la mejor manera posible. Yo tenía ya hasta 60 refugiados católicos en mi consulado, pero estaba resuelto a ayudarles todo lo mejor que fuera posible. Fui varias veces a la estación del tren pero nadie me daba razón de su llegada. Al fin un hombre me dijo: “¿Usted es el cónsul de Colombia? Pues en la cárcel hay siete paisanos suyos”.
Me dirigí a la cárcel pero me dijeron que no podía verlos si no llevaba una recomendación de la FAI (Federación Anarquista Española). Me fui a conseguirla, pero luego me dijeron que no los podían soltar porque llevaban pasaportes falsos. Les dije que el embajador colombiano en persona les había dado los pasaportes. Luego añadieron que no podían ponerlos en libertad porque la cédula de alguno de ellos estaba muy borrosa (Excusas todas al cual más de injustas y mentirosas, para poder ejecutar su crimen. La única causa para matarlos era que pertenecían a la religión católica). Cada vez me decían “venga mañana”. Al fin una mañana me dijeron: “Fueron llevados al Hospital Clínico”. Comprendí entonces que los habían asesinado. Fue el 9 de agosto de 1936.
Aterrado, lleno de cólera y de dolor exigí entonces que me llevaran a la morgue o depósito de cadáveres, para identificar a mis compatriotas sacrificados.
En el sótano encontré más de 120 cadáveres, amontonados uno sobre otro en el estado más impresionante que se puede imaginar. Rostros trágicos. Manos crispadas. Vestidos deshechos. Era la macabra cosecha que los comunistas habían recogido ese día.
Me acerqué y con la ayuda de un empleado fui buscando a mis siete paisanos entre aquel montón de cadáveres. Es inimaginable lo horrible que es un oficio así. Pero con paciencia fui buscando papeles y documentos hasta que logré identificar cada uno de los siete muertos. No puedo decir la impresión de pavor e indignación que experimenté en presencia de este espectáculo. Los ojos estaban desorbitados. Los rostros sangrantes. Los cuerpos mutilados, desfigurados, impresionantes. Por un rato los contemplé en silencio y me puso a pensar hasta qué horrores de crueldad llega la fiera humana cuando pierde la fe y ataca a sus hermanos por el sólo hecho de que ellos pertenecen a la santa religión.
Redacté una carta de protesta y la envié a las autoridades civiles. Después el gobierno colombiano protestó también, pero tímidamente, por temor a disgustar aquel gobierno de extrema izquierda.
En aquellos primero días de agosto de 1936, Colombia y la Comunidad de San Juan de Dios perdieron para esta tierra a siete hermanos, pero todos los ganamos como intercesores en el cielo. En cada uno de ellos cumplió Jesús y seguirá cumpliendo, aquella promesa tan famosa: “Si alguno se declara a mi favor ante la gente de esta tierra, yo me declararé a su favor ante los ángeles del cielo”.
Estos son los primeros siete beatos colombianos y Dios quiera sean ellos los primeros de una larguísima e interminable serie de amigos de Cristo que lo aclamen con su vida, sus palabras y sus buenas obras en este mundo y vayan a hacerle compañía para siempre en el cielo.
http://www.ewtn.com/SPANISH/SAINTS/M%C3%A1rtires_Colombianos.htm

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